domingo, 2 de octubre de 2016





RAMON BADARACCO










LAS CONJURADAS







                        2009












INTROITO.
      
          El 25 de mayo de 1813 el comandante Carlos Manuel Piar (1), derrotó en la sabana de Maturín al jactancioso General Domingo de Monteverde (2), cuyo ejército dejó  en el campo de batalla, además de cuantioso botín, el equipaje del derrotado  realista. Entre otras cosas  se encontró una valija herméticamente cerrada, que contenía documentos importantes sobre estrategias  e intrigas, que luego fueron utilizadas inteligentemente  en los planes revolucionarios; y un sobre  cerrado, discretamente oculto  en uno de los bolsillos de la valija.

1) Carlos Manuel Piar,  aguerrido jefe patriota, valiente entre los valientes, triunfador de mil combates,  fue  brazo fuerte de  la liberación del oriente venezolano. 

En 1797 participó en el intento revolucionario de Gual y España; en 1807 en la independencia de Haití;  en 1810 en los acontecimientos de Caracas;  en 1813, bajo el mando de Santiago Mariño, forma parte del grupo de los 45 que invaden por  Chacachacare.  El 20 de marzo de 1813 se cubre de gloria en Maturín, cuado derrota a los españoles  de Fernández de la Hoz, y repite la proeza  al vencer, el 11 de abril, al ejército español de Bobadilla y Zuazola; y rubrica sus triunfos humillando al propio Monteverde, el 25 de mayo de de 1817, y ese mismo año jefatura el bloqueo de Puerto Cabello y vence a la escuadra española en Cuspa. En 1816  Piar es derrotado  -relativamente, porque retardó la toma de la ciudad lo que permitió a los patriotas, ponerse a salvo- por José Tomás Boves, en Cumaná, en la batalla de El Salado, pero vence a Francisco Tomás Morales en la extraordinaria batalla de El Juncal; desde allí parte hacia Guayana, pone sitio a la ciudad de Angostura y vence en San Félix al futuro Mariscal Miguel de La Torre.

El 16 de octubre de 1817 fue fusilado, encontrado culpable de los delitos de insubordinación,  deserción,  sedición  y conspiración.

2) El general Don Domingo de Monteverde, ya famoso por haber combatido en Trafalgar, vino a Venezuela  de ayudante del general  español Don Juan Manuel de Cajigal con el grado de capitán de fragata, natural de las Islas Canarias, proveniente de una familia  flamenca, los Groenemberg,  castellanizado con el tiempo;  su carrera militar  en este país se inicia con éxito debido a la colaboración  del indio Reyes Vargas, caudillo influyente de la provincia  coriana, y por ello logró vencer  a los patriotas de Don Miguel  de  Ustáriz el 23 de abril de 1812.  La campaña fulgurante de Monteverde  por el control de la Capitanía General de Venezuela, a nuestro juicio no tuvo nada de extraordinario,  a no ser las facilidades que encontró para su acción. Saquea a Carora, envía destacamentos a Barquisimeto, que se rinde sin resistencia; y definitivamente la providencia lo secunda, cuando en 1812  se produce el terremoto de Caracas.  Desde ese acontecimiento, además de la debilidad  teórica de la revolución,  todo sale a pedir de boca.  Miranda, con todos los pronósticos favorables, rinde el ejército patriota sin combatir. Se pierde Puerto Cabello;  Barcelona con Joaquín Márquez al frente,  ya estaba a su lado;  Guayana era realista;  el coronel José Martí  lo secunda en Mérida; Gaspar González traiciona la revolución en Barlovento; y Cumaná, último bastión patriota, aislada, termina por capitular  el 23 de agosto de 1813, y entrega el gobierno al realista  Ureña. 

          Una vez con el poder absoluto, Monteverde inicia la persecución de los patriotas y los golpea inmisericorde; el irrespeto a los tratados y la sevicia, producen la reacción  de los cuadros patriotas que se  unifican. En Curazao se  unen  Bolívar, Ribas, Vicente Tejera,  Díaz Casado,  Antonio Nicolás Briceño, Francisco Javier Yánez,  Fernando Carabaño, Judas Tadeo Piñango,  Campomanes y otros; y en Trinidad, lo hacen los célebres 45 de  Chacachacare, con  Santiago Mariño al frente;   unidos para iniciar la reconquista.

Monteverde no estuvo a la altura de las circunstancias. Las ventajas obtenidas las perdió en Maturín frente a Piar y Bermúdez. La mayor parte de los historiadores coinciden en señalar que Maturín fue la prueba  de sus incapacidades. Monteverde perdió el mando el 8 de enero de 1814 y abandonó la Capitanía General de Venezuela. Murió en España en 1832, en un acomodado retiro con el grado de Brigadier.
   


ANTECEDENTES DE LAS CONJURADAS.  

            Nos interesa muy especialmente el contenido del sobre, identificado con el sugestivo título  de  “LAS CONJURADAS ”, y que se refiere a la toma de Cumaná por piratas ingleses y de diversas nacionalidades, reclutados  en las islas antillanas y caribeñas para servir al afamado corsario WALTER LAPING, de origen desconocido,  el sanguinario Tuerto, terror de los mares y los pueblos costaneros, quien nos invadió, precisamente el día de su onomástico, 14 de abril de 1699. Sábado Santo.

            Bastante dolor de cabeza nos ha dado la traducción del legajo y no estoy seguro de  su reproducción textual, porque el tiempo ha destruido  partes importantes del relato, y he tenido que suplirlo con mis escasos recursos literarios.  Para mostrar el trabajo que me ha dado, transcribiré la carta que envió  el Rey al Gobernador  de la provincia de Nueva Andalucía:

            “El Rey. Don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval.  Nuestrof  Capitán General de la Provincia de Nueva Andalucía.  Nuestrof opfifialf  que refidef  en Cumaná, ya faeif como por nof  of eftaf  mandado que no debeyf  pfafar  a las indiaf  armaf  y efplofifov . Y porque en nuestrof  perfuifiof  afi  fufede., y por no hef fido informadof  de la victoria oftenidaf  contra foragidof de lof  de los que esperof notifiaf e inventariof  de laf armaf cafturadaf.  Fon laf  inftrufionef  que of di  de fedulf antef que eftaf . En relafion con lof librof  de teología y cualquier enfechanfa, debe cumplir lo mandado. Fecha en  Villa de Valladolif  a finco díaf  de septiembre  de 1670.  (fdo) La Reina (3) por mandado de fu Mageftaf.

El Gobernador le contestó en latín, por ser el idioma común en los despachos del reino:

            “Don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval. El Rey. 
            Quam plurismas  e usmodi ad ademe.  RDAM. Paternitatem dedi ad prescripci in durnali meae navigationis, sed proh.  Dolori gratia qumnavigus perditid perierunt spero in infinita Dei pot. Mah: Providentia  et clemencia  quod praesente meliorem fortunem soertientur.  Confido e etiam in misericordiam et gratia Dei inmensa, quid  brevi plura, mejora et solatiora adm. Reave. Pat. Vestrae escriba ad mejorem  Dei Gloriam. Fecha. Cumaná, 2 de Enero de 1671. (Fdo)  Sancho enández de Angulo y Sandoval. Gobernador y Capitán General de la Provincia de Nueva Andalucía”.

            Esta carta la hemos traducido, para mejor entendimiento de este manuscrito, sin cuidarnos  mucho del estilo que del contenido.

Don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval. El Rey.
            “Muchas particularidades en relación con los sucesos,  he anotado  y escrito  que he enviado  a su Reverencia, pero desgraciadamente, por lo que  S. M.,  dice,  estos relatos  se han extraviado,  porque los buques  de que me servía para el envío, se perdieron. Confío en la Divina Providencia y  en la bondad del Altísimo, que esta narración tendrá mejor suerte. Confío así mismo  en la infinita misericordia, que con la Divina Gracia  podré  muy pronto  relatar a Usía Reverendísima, para mayor gloria  de Dios, particularidades mayores y más consoladoras. Cumaná  2 de abril de 1671”.   

(3) DOÑA MARIANA.  En estos tiempos críticos gobernaba el Imperio Español, la viuda de Felipe IV, Doña Mariana de Asturias,  mujer liviana e ignorante.  Está mal decir algunas cosillas que pienso y sé, pero de todas formas las diré como explicación de estos sucesos, ya que no había  en el Imperio voluntad de enfrentar  el vandalismo existente; yo diré para que la posteridad  juzgue, según esta información, los datos que conozco de S.M.

Doña Mariana se unió en matrimonio con Felipe IV, que había casado en primeras nupcias  con Isabel de Borbón, con quien no tuvo hijos.  En segundas nupcias,  se casó con la Mariana. Ya era anciano cuando vinieron los hijos  en esta unión desigual, y para mayor ventura  y regocijo,  todos fueron varones; pero como todo no es perfecto,  al poco tiempo de nacidos, se morían, menos el último, que fue bautizado con el nombre de Carlos II, en homenaje a su abuelo Carlos V de España y I de Alemania. 
Este niño vivió pero era una birria de hombre  al que llamaban  “El Hechizado”. Más pronto que tarde quedo viuda La Mariana, y durante un tiempo gobernó bajo la regencia y estricta vigilancia de un campesino tirolés, valido de confesionario, sin ningún conocimiento del gobierno  del vasto  Imperio, el más extenso que se haya conocido,  el bueno y bondadoso fray Nitherand,  que dio a España  un gobierno austero en demasía, de acuerdo con su propia formación.

No duró mucho  la situación creada por este gobierno monacal, pues la reina dio por enamorarse  de su criado, que entró a servirla  de manos de una moza  casquivana y arribista;  este chulo fue Don Fernando de Valenzuela, que así se llamaba; y que,  según  las malas lenguas,  cotizaban que era valido de alcoba de la reina  y del heredero.  Su gobierno, si así puede llamarse,  fue permisivo en exceso; sin embargo,  como este fulano era un depravado, Madrid se rindió a sus pies, y se hizo de todo lo más bajo y contra la moral, todo lo corrompido y podrido.  Los dineros del Estado  andaban de la seca a la Meca,  los valores morales se perdieron, la ciudad  capital del reino era un lupanar. Las mujeres de vida alegre andaban por las calles dando y provocando escándalos: bebidas, festines, teatro obsceno,  serenatas nocturnas  escandalosas, damas de la realeza embozadas que iban de una cita a otra; amen de las juergas, los juegos de envite y azar y pare usted de contar…Sodoma y Gomorra.  La capital imperial era un cachondeo.  En especial se reiniciaron las corridas de  toros que estuvieron prohibidas en Madrid. Este desbarajuste trajo como consecuencia  un relajamiento de la moral pública y muchos desaguisados en el Imperio, entre ellos, la  proliferación de la piratería  que infestaba los mares  y lograba atacar y tomar barcos  y ciudadanos españoles  en su propio territorio.  En España no había gobierno, el imperio se hundía.       



EL PERGAMINO
                                          Pues bien, puesto en ello, escribiré mi versión  del manuscrito en mi mal castellano, y espero que en el futuro,  otros más versados que yo, que no soy  filólogo, lo puedan traducir  y acomodar  con técnicas asaz acordes y depuradas. Dice  más o menos así:

            “Yo, Francisco Dávila de Orejón, Ingeniero de la Junta de  Guerra  de las Indias, que los fechos que digo  y expongo de seguidas, son verdaderos  porque fui testigo ocular de’llos, que solo por milagro de la Santa Cruz de la Misericordia, he podido hacerlo…” siguen las acostumbradas jaculatorias y juramentos, y luego pasa resumidamente a la historia. 

            “Siendo Capitán General y Gobernador de la provincia de Nueva Andalucía, Don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval  (fue Gobernador y  Capitán General  de Nueva Andalucía, Nueva Barcelona y San Cristóbal de Cumanagoto, Alcalde del Castillo  de Santiago de Arroyo de la Real Fuerza de Araya) desde 1667 hasta 1673, cuando pasaron los hechos  que narra  el pergamino. Este gobernador sucedió en el mando a Don Juan Bravo de Acuña, 1665-1667.

            Era Sábado Santo,  y apenas el sol salido  se presentaron frente  a las costas de Cumaná, capital de la provincia, ocho navíos con bandera pirata, que así lo proclamaban. Cinco de ciento cincuenta toneladas, tres de  sesenta toneladas  y dos pinazas, que fondearon cuasi frontero  del fuerte de San Juan e Santa Catherina (4),  que queda  en la desembocadura  del río Cumaná.   Este acontecimiento  inusitado  promovió en el fuerte, ipsofacto,  el correspondiente zafarrancho de combate.  La Guarnición estaba bajo el mando del Sargento Mayor  Don Francisco Fernández  Calvo y Matajudío, y su segundo era el Capitán  Don Evaristo de Lugo, a quien correspondió, en ausencia del Sargento Mayor, dar las órdenes de formación para el combate e luego, de atacar al enemigo.

El fuerte de San Juan e Sta. Catherina, es una construcción de cal y canto, cuya construcción  inició Don Juan Bravo de Acuña en 1665, en cuyos planos que se anexan, puede observarse  su ubicación, dimensiones, la estacada que lo protege y el amurallado y amplio patio de armas,  desde el cual  accede  a una estructura  superior  en la cual están las dependencias y baluartes, la casa del Sargento Mayor, el almacén  de artillería, alojamiento  de artilleros  y almacén.  Fue construido sobre la rada que forma el mar  y la embocadura del río  Cumaná, conocido como Puerto de Ostia, en la cual rada puede surgir toda la fuerza sutil  de esta comarca.  Ha sido reconstruido  durante este gobierno, por lo que lucía reparado y limpio, ya que,  aunque había sido arruinado a poco tiempo  por un fuerte maremoto se estaban realizando  en él, importantes trabajos de  acomodamiento  y pertrechage; además se le construyó  una buena estacada de palo sano,  madera muy dura que era abundante en la zona,  sólida y difícil  de abordar. También se repararon los torreones y baluartes, dormitorios  y  demás partes  del fuerte, como el almacén de la pólvora y el de la artillería. El fuerte esta dotado con cuatro cañones de calibre doce,  otro de calibre diez y otro de cinco,  todos en sus cureñas y listos para disparar.

La construcción tiene forma cuadrada hacia el mar, con muros de cal y canto de cincuenta pies de alto. Mirando hacia el sur tiene dos lados en triángulo  que dificultan la defensa. Se  observa, a simple vista, que esta parte del fuerte es más antigua; tal vez  en el diseño original tenía forma  de estrella para una mejor defensa de sus lados, lo cual evidentemente  se abandonó, quedando este lado indefenso. 

FUERZAS REGLADAS Y MILICIANOS


Para el momento de la acción, ese mismo día 14 de abril de 1699, a las 6 de la mañana, estaban de servicio activo trece hombres de las fuerzas regladas: 10 fusileros y 2 artilleros, que formaban la dotación regular de la  brigada; pero advertidos del peligro, se presentaron inmediatamente milicias voluntarias de caballería de pardos y blancos en número mayor de ciento, provenientes de los suburbios y el populoso barrio de Chiclana, hombres siempre prestos al combate.

Al frente de estas milicias estaba Don Bernardo Bermúdez de Castro, recio hijodalgo y acaudalado hombre de negocios, descendiente directo de Pero Bermúdez, capitán de uno de los barcos de Cristóbal Colón, que desembarcaron en Cumaná, y formó familia en esta tierra.

Al tener conocimiento de la situación tomó sus bocachas, las municiones, su caballo y partió  hacia el fuerte.

Al lado de Don Bernardo cabalgaba un ayudante, el cabo Gustavo Barrios que, a medida que avanzaba hacía la ciudad,  sonaba una trompeta,  que alertaba a los milicianos para que se incorporaran urgentemente a su batallón, como en efecto lo hacían;  ya  se habían incorporado, además de  milicianos,  dos amazonas: Doña Juana Isabel Márquez de Valenzuela  y Doña Diana Serpa Rendón, que lo escoltaban.
La casa de Don Bernardo queda en la vía que va  de Chiclana hacia el fuerte de Aguasanta y las misiones de Güirintar, bastante alejadas; y tenía la ventaja  de que sus caminerías pasaban por casi toda la ciudad, o por lo menos de las casas de las familias más importantes.

Para  cuando Don Bernardo llegó a la presencia de Don Evaristo de Lugo, el batallón estaba formado por más de cincuenta caballeros, bien armados y pertrechados; cada uno ceñía un sable y montaba un mosquete con 20 cargas de munición. Casi de inmediato se le sumaron: Don Fabián Golindano, al frente de 20 pardos y 30 hombres de las milicias guaiqueríes de Chito Vásquez, todos de a caballo, venían desde las misiones de Altagracia, que aportaron además, 10 poderosas mulas, absolutamente imprescindibles.

Don Evaristo de Lugo recibió a los jefes y oficiales de estos batallones, constituyó su Estado Mayor y se trasladó con ellos a la parte más alta del fuerte, una torre de madera que servía  de baluarte para vigilancia de la mar, construida sobre el almacén, desde donde se podían observar  las maniobras de los filibusteros. Allí les informó sobre los pormenores de la expedición y las medidas que pondrían en práctica.

Don Bernardo, campechanamente, comentó -Esos granujas son como  los topos, se empeñarán en pasar por medio de nosotros y si no lo logran por arriba lo harán por debajo.

Pues... yo procuraré  -replicó don Evaristo- que se queden abajo, a dos metros bajo tierra…

Perdone usted, don Evaristo – interrumpió Chito Vásquez – por lo que veo, ya debemos prepararnos para la defensa,  y, como usted podrá ver, le traje las mulas, porsi considera bueno, llevar los cañones, las municiones y la piedra.

            “Ya vais a ver… amigo  mío…  como lo fago”.

De inmediato y con absoluto dominio de la situación, dispuso lo necesario para la defensa y el combate; y de acuerdo a la recomendación de su mano derecha el cacique Chito Vásquez, mandó cargar con municiones de hierro tres cañones por el frente que da al mar, y más rápido que inmediatamente, sus artilleros lograron ponerlos a tiro. Supervisó parsimoniosamente toda la operación, en compañía  de los jefes y oficiales de las milicias, y cuando quedó satisfecho, ordenó una descarga de advertencia al enemigo, con dos de tres cañones de calibre doce, que estaban,  como dije, en la dotación del fuerte.

EL TUERTO

En el otro lado, el Tuerto observó el alcance de la artillería y exclamó: ¡Allá darás rayo…! -y mandó virar a sotavento y a poco, se detuvieron  las naves frente al poblado de indios guaiqueríes de Altagracia, el más cercano del fuerte; confiados en estar fuera del alcance del fuego de las baterías.

Ya le habían hecho otra descarga, mientras se evadían, con buen suceso, hicieron diana en las cuadernas de la nao que parecía la capitanía de la flota pirata.

¡Voto a Belcebú…! Vaya que tienen puntería estos indios –Bramó El Tuerto… Luego, dirigiéndose a  los marineros les gritó: ¡Vosotros… Idiotas…! ¿Que esperáis..?! ¡Id a ver como reparáis el daño, no vaya a ser cosa que nos hundamos!.

Las naves invasoras se alejaron un poco más hacia el oeste, más allá, a sotavento de la desembocadura de río Cumaná, como a tres leguas del fuerte, cuasi frontero con la desembocadura de “Río  Tacar”,  quedaron fuera de riesgo, e iniciaron las maniobras para desembarcar.

Entre tanto, Don Evaristo de Lugo, ordenó la formación de los batallones en el Patio de Armas: blancos, bajo el mando de Don Bernardo Bermúdez; indios, bajo el mando del sargento Chito Vásquez, y pardos, bajo el mando de Don Fabián Golindano. Les impartió las órdenes pertinentes  a la defensa y  ataque, como luego se verá, no sin antes, con voz vibrante, arengar a sus hombres:

 “Soldados, pongamos en práctica lo que hemos aprendido. En la batalla, porque hemos sido atacados, va nuestro honor y nuestra vida y por eso se nos ha enseñado a defendernos. No es necesario morir para demostrar que somos valientes, es necesario vencer para que nuestros defendidos puedan disfrutar de libertad y nosotros de su reconocimiento. Debemos, estamos obligados a destruir al enemigo y preservar nuestras vidas. En este caso, el enemigo es muy poderoso, pero si logramos detenerlos muy pronto seremos superiores al enemigo, y lo venceremos, solo se nos pide que lo mantengamos distraído hasta que eso suceda y la victoria será nuestra. Muchos de nosotros vamos a morir, hagámoslo con dignidad, cualquier momento es bueno para morir, para eso nacemos, pero cuando se muere por  la Patria, la muerte se recibe entre cantos de victoria. Viva España… Viva el Rey… Adelante…

Acercándose a Juana Isabel y Diana Serpa, les dijo. “Como siempre, a vosotras os tocará la tarea más delicada, el hospital. Id  y preparadlo todo. Solicitad la ayuda necesaria…

Diana Serpa, a quien apodaban cariñosamente “La Griega”, envió a dos caballeros en busca de Doña Mariana Centeno del Solar, Doña Isabel Merchán de Zapata, y Doña Catalina Arce  de Lugo, mujer de Don Evaristo, para formar el equipo que se encargaría del hospital.

Luego las  mujeres partieron  en sus corceles, al galope, hacia el frente de batalla  en las playas del Salado, donde establecerse. Al efecto ocuparon una ranchería o enramada ubicada entre la playa y el puente. Con la ayuda de varios  indígenas desalojaron las redes, las piraguas y otros barquichuelos en mal estado que se estaban reparando y carenando; limpiaron, colocaron algunas mesas, y de inmediato, podría decirse milagrosamente, aparecieron los implementos necesarios para atender a los heridos: médicos, practicantes de medicina, enfermeras, monjas, sacerdotes, voluntarios de toda índole, todo, todo apareció  por obra de Dios  

Sobre la marcha, más de cien combatientes de a caballo, con poder y óptimas condiciones, salieron del fuerte al encuentro de la gloria.

El capitán entró a la capilla del fuerte acompañado por su ayudante el cacique Chito Vásquez. Se arrodillaron frente al Santísimo y oraron quedamente…Luego salieron  llenos de fe y entusiasmo.  Erguido como siempre, templado con las oraciones ante el Sagrario, en presencia del Señor,  y decidido a ofrecer su vida por causa de la libertad y el   cumplimiento del deber.  Montó en su caballo y siguió a la zaga de sus hombres que tomaron la delantera.

Eran las siete de la mañana, el sol aun pintaba los colores aurorales  en la entrada del golfo; la fuerte brisa cuaresmal  soplaba implacable y el polvo de la sabana  dificultaba los movimientos de las tropas.  Negros presagios traía el aguaviento de abril. Los cien jinetes se formaron en los patios en perfecto orden. Cabalgaron serenamente al trote, pasaron por la puerta de la empalizada  y se dirigieron hacia la misión de los guaiqueríes. Atravesaron el puente de madera, sobre el brazo de mar  que separaba el fuerte del barrio de leales guaiqueríes de Altagracia, importante suburbio de la ciudad, y se dirigieron hacia la iglesia, donde ya había hombres armados y dispuesto a defender su libertad a costa de la vida.

Detrás de los batallones, dos cañones de doce pulgadas rodaban en sus cureñas, arrastrados por dos briosas mulas;  las otras cargaban las municiones,  la pólvora, piedras y balas de hierro. Las fuerzas regladas, milicianos veteranos de muchas contiendas y los novatos, adiestrados convenientemente por sus propios padres, experimentados en las partidas de caza y en ejercicios de combate, marchaban al paso.  Paulatinamente fueron tomando posiciones frente al enemigo, que ya se avizoraba.  En la iglesia, inmutable, oficiaba la misa fray Mateo de Luna Lazano, venerable párroco de Altagracia.  Don Evaristo entró a la Iglesia y puso en autos al oficiante,  el sacerdote, que le dijo:

“Don Evaristo, si Dios, en su infinita sabiduría, dispone de mi vida, bien servido sea. Que yo sepa todos vamos a morir algún día, no será este el peor  momento. No dejaré por eso  de dar gracias al Señor… Haga usted lo que debe hacer que yo haré otro tanto”.

Don  Evaristo se despidió cortés y amistosamente, puso su mano sobre el hombro del anciano sacerdote, y le dijo: -“No se vaya usted, será necesario darle auxilio y  extremaunción a muchos hombres”.

“Cuente usted conmigo... en ello  irá mi vida”.

Después salió y dio las primeras órdenes. Llamó a gritos a su ayudante Chito Vásquez, que se ocupaba en  pasar revista al contingente de tropa que se alineaba por detrás de la iglesia, con vista a la playa y al horizonte, y le dijo:  

“Encárgate de la construcción de las trincheras y parapetos, para esperar al enemigo confortablemente.  Anda, ve, que los zamuros nos esperan”.

¡Vaya augurio!   Su Señoría está muy lúgubre en esta mañana soleada  ¿No le parece?

Don Evaristo sonrió, le dio la espalda  y convocó a su Estado Mayor  para una reunión de emergencia.  Rápidamente se le unieron  algunos oficiales y subieron a la torre de la Iglesia, desde donde se podía ver todo el escenario. Entre tanto Chito Vásquez  se dirigió al sargento Don Felipe Antón, Jefe de uno de los batallones, y le dijo:

“Don Felipe haga el favor  de dirigir la construcción de dos trincheras frente a la playa, suficientes para albergar diez valientes en  cada una, pónganlos en ellas bien armados y pertrechados, para que cuando bajen los facinerosos, les disparen  a quema ropa. Encárguese de que todo salga bien. De ello depende la vida de todos.   Después de cumplir su cometido que las abandonen  como puedan, mejor arrastrándose para que la protección sea efectiva, que desde aquí se la daremos.  Más atrás tendremos otra barricada por si se hace necesario, que se protejan allí. 

Luego llamó al cabo Mayor  Don Pedro Alén,  y le dijo: Cabo,  movilice a todos los individuos del poblado para construir rápidamente una gran trinchera en la retaguardia de esa gente, por lo menos para 20 hombres. Ud. sabe como es... Debe cubrir el cuerpo del soldado.  Haga un llamado a los güaiqueríes, hombres y mujeres,  para que ayuden, en ello van sus vidas.  Monte usted a los mejores artilleros en esa trinchera  y cuando los hombres de Felipe Antón  salgan de la suya,  los protejan con ráfagas de mosquetes  hasta que lleguen al refugio.  

Al resto de los hombres  los dividió en cinco grupos de diez cada uno y los mandó esparcirse por la playa de los guaiqueríes  hacia diferentes sitios en una operación envolvente, de tal suerte que cada uno pudiese proteger a su prójimo.  

La playa de los guaiqueríes, entre médanos blanquísimos va bordeando  toda la extensión de playa que va desde la desembocadura del río Cumaná hasta la desembocadura del río Tacar, forma una media luna de diez leguas, y es una de las maravillas de la provincia de Nueva Andalucía.   Desde la Iglesia hasta la orilla del mar  hay 900 varas castellanas; y entre la Iglesia y la orilla  esta clavada la Cruz de la Misericordia, que la memoria oral afirma, llegó allí por obra  del propio Cristóbal Colón, Almirante del Mar Océano, Virrey del Imperio Español, que al descubrir a Cumaná en 1494, la enterró allí para  proteger  a  nuestro pueblo.


LA BATALLA   -14 de abril de 1669
          
            Apenas aparecieron las barcazas de combate  y trataron de desembarcar, los vándalos recibieron su ración de plomo, como había sido previsto;  pero no cejaron los antillanos, gente curtida en estos quehaceres de la guerra; los heridos graves y los muertos  no importaba mucho, los guerreros limpian sus heridas con un brebaje  que debía ser preparado con sábila, y continuaban avanzando entre carcajadas y chacoteras, levantando en son de burlas, sus garrafas de aguardiente y las banderas del sanguinario jefe, el terrible Walter Laping “El Tuerto”; que en medio de la balacera, gritaba:

¡Avanzad granujas…!  ¡No os acobardéis ante estos señoritos...! ¡Enseñadles quienes son los hombres de Walter Láping, los soberbios conquistadores de Porto Bello, los dueños de la Isla Tortuga,  incendiarios  de Darién y la Habana, y el más rico Señor de los mares…! ¡Avanzad sin miedo que ya son nuestros!

            Cuatrocientos rufianes, más o menos,  en el mayor desorden y atrevimiento,  llegaban por diferentes sitios de la inmensa playa, disparando sus mosquetes con endiablada puntería, haciendo estragos  entre los defensores. Evaristo de Lugo  estaba en todas partes,  y después de la estrategia inicial, que se dio tal como había sido planeada, mantuvo a sus hombres protegidos, unidos y cubiertos en las trincheras superiores   pese a algunas pérdidas y un poco de desorden en esas líneas.  Su estrategia para el suministro de pertrechos a esa dirección, fallaba.   Sin embargo la situación se podía considerar satisfactoria. Los invasores tenían muchos heridos y la fuerza de su avance parecía disminuir.

            Los invasores cambiaron de repente su estrategia; a una orden de El Tuerto, sus hombres empezaron a juntarse tras los médanos,  doscientas varas aproximadamente de la parte posterior de la iglesia, donde  los milicianos habían montado  barricadas que le causaban muchos problemas.  La orden era destruir las barricadas y eliminar  a los defensores “cueste lo que cueste”.    La maniobra parecía exitosa. Después de varios intentos, los invasores  lograron fortalecer su línea de combate tras los médanos, hasta se dieron el lujo de brindar con El Tuerto.  Después del brindis los forajidos salieron  de sus posiciones defensivas  y atacaron con furia  rompiendo nuestras defensas, matando pero también perdiendo muchos hombres, la mayor parte heridos, ya que Don Evaristo había ordenado dispararles a las piernas, para crearles problemas  y neutralizar su intrepidez. 

40 milicianos guaiqueríes, los cuchilleros de Chito Vásquez,   entraron en acción, viniendo desde el caserío a reforzar las tropas protegidas en las barricadas. Su acción detuvo el ímpetu de las hordas que se replegaron  hacia los médanos.

A las damas del hospital se les sumó el Dr. Sebastián de Conde, incansable médico  de la fuerza de Araya, que por gracia divina se encontraba en Cumaná, y dos hermanitas de la caridad duchas en esos menesteres. Los heridos de ambos bandos llegaban por decenas y se les atendía por igual.
El llanto, los gritos  y el dramatismo encarnado por los parientes de los indígenas muertos o heridos, sobre todo de los niños;   la vocería  de los camilleros y el trajinar de las enfermeras y  ayudantes, ponían una nota  dolorosa y trágica.

 De pronto un silencio tenso  fue dominando la mañana.  En su arremetida los corsarios habían llegado hasta la Cruz  de la Misericordia,  a pocas varas delante de los médanos donde se protegían los facinerosos  y se interponía entre los dos bandos.  La Cruz parecía haber crecido inconmensurablemente, ante los ojos  atónitos  de los invasores. 

Ante el silencio del vocerío y  los mosquetes, Don Evaristo ordenó el repliegue de los defensores, que sobre la marcha abandonaron las trincheras y barricadas, recogieron sus heridos y se refugiaron en la Iglesia y en las casas cercanas, esperando los refuerzos de los milicianos y las fuerzas regladas, que empezaban a llegar. 

No faltaron sorpresas, El Tuerto,  se coló entre los combatientes y logró enfrentar a Don Evaristo, en  el  jardincillo del traspatio de la iglesia, que queda del lado de la playa, encubierto por almendrones y trinitarias.  Un singular duelo en nuestro propio terreno,  muy pocos se percataron  del percance.  Los dos jefes cruzaron sables, e iban a más, pero una andanada de plomo de los defensores hacia  ese sitio, los separó…El Tuerto saltó un barandal que separaba la antigua construcción, de la playa, y al huir,  espetó:

¡Válgate el Diablo….! ¡Ya sois mío…!  ¡Os conozco…! En la próxima ocasión os mataré, lo juro por Belcebú.  Me reconoceréis en el infierno…!  ¡Mentecato…!

Don Evaristo,  envainó su espada y mirando al  vándalo que huía, le gritó: ¡Estáis a tiempo, podemos medirnos aquí mismo y ahora! ¡No tenéis que huir! ¡Sois un cobarde y moriréis como tal…!     –Pero ya el Tuerto no lo escuchaba.

            Sin embargo no fue El Tuerto el que hirió a Don Evaristo. Cuando trató de entrar a la iglesia para asistir a los heridos y conocer su situación, una bala perdida le desgarró el hombro izquierdo.  Perdía mucha sangre y  lo trasladaron al hospital, allí lo atendieron  debidamente y le ordenaron reposo. Diana Serpa trató de retenerlo con mimos  y consejas, pero... ¡Quién podía impedir a aquel hombre cumplir con sus obligaciones? Enseguida marchó a las trincheras, donde habían quedado algunos heridos. Un soldado trató de sacarlo del campo de batalla.  Don Evaristo, mirándole fijamente   a los ojos, y con sublime indignación,  le dijo con fuerte voz:
¡Vive Dios…! ¡No será una bala la que impida que cumpla con mi deber…!   ¡Arriba soldado…! Saquemos a esos heridos  de la trinchera, que nos queda mucho por hacer… Esta es una oportunidad que me brinda mi Señor para limpiar mi alma de tanto pecado. 

Evaristo de Lugo, insensible al dolor, alentaba a sus hombres y el mismo disparaba o luchaba cuerpo a cuerpo con los facinerosos, cuando lograban romper sus filas.  El fuego se reiniciaba en varios sitios contra  algunas partidas de forajidos que habían rebasado  nuestras defensas y estaban dentro del poblado cometiendo toda clase de fechorías. Don Evaristo ordenó la persecución  y liquidación de esos focos de perturbación. Por doquier aparecían los endemoniados piratas sin temor a la muerte, despreciando la vida  y la de los defensores.  Se manifestaban con gran escándalo, riendo como locos, mostrando sus armas.   Prendían fuego a las casas del barrio y asesinaban a los ancianos y a los niños, en una orgía de sangre y muerte.

  

EL  MILAGRO DE LA CRUZ DE LA MISERICORDIA


Don Evaristo había logrado disipar  los focos de perturbación dentro del poblado, y sus fuerzas se concentraban  en las cercanías de la iglesia,  esperando el asalto final que preparaba El Tuerto, que  concentraba sus fuerzas  frente a la Cruz de la Misericordia, para avanzar sobre la iglesia.  Pero algo raro pasaba. Estaban allí  los forajidos desconcertados, inactivos, indecisos. Un pesado silencio  detuvo el tiempo. Ambos bandos dejaron de disparar y luchar. Los filibusteros temerosos esperaban la reacción de Laping, porque por más que lo intentaron  y pujaron no pudieron  pasar delante de la Cruz de la Misericordia, que se interponía, inmensa ante sus ojos.  De un solo golpe los piratas intuyeron que algo anormal pasaba.  Los hombres presentaban síntomas de cansancio, lo cual era insólito en aquella gente. Había muchos heridos y muertos, y ahora esto, no podían sobrepasar la Cruz... Allí estaba el madero, viejo desvencijado,  que crecía ante sus ojos  y no podían franquearlo.

Walter Laping, llegó hasta el madero, lo observó, lo tocó y dijo: Pero….   ¡¿Que os pasa a vosotros?! ¿¡A que  teméis!? ¡Derribadla ya, es solo una estaca!

-Entonces tomó su cuchillo en intentó clavarlo en el madero y les dijo: 

¡Hostia! ¡Miren lo que hago!… -Lanzo un primer golpe y no dio en el blanco. La Cruz parecía esquivarlo. Un segundo, y tampoco. –Se separó del madero  y volvió a intentarlo… Creyó que el sol lo encandilaba. Se colocó ambas manos sobre los ojos a manera de anteojeras, y tampoco pudo. Gritaba ¡Me cago en Belcebú! ¡Me cago en todos los santos!...  Al rato se retiró confundido ante la expectación de sus hombres. Desesperado les gritó:

 -¡Haraganes…!  ¡Sois unos haraganes! ¡Vamos, entre todos a tumbarla...! 

Los facinerosos no se movieron.  Furioso repitió la orden y sacó su arcabuz, para disparar a sus hombres.  Algunos de los que estaban cerca de El Tuerto, arremetieron contra el madero  con hachas,  cuchillos y palos; poro la cruz ante sus ojos, se torno inmensa, como un árbol que se perdía en el cielo.  Los piratas parecían pigmeos ante la cruz.  Tampoco pudieron, entonces Láping dijo:

Traigan cuerdas…inútiles, vayan al barco y tráiganlas. ¡Coño...!
 
Y fueron, trajeron las cuerdas y amarraron la cruz.  Varios hombres la templaron y no pudieron; más hombres la templaron y tampoco. Láping sudaba y gritaba imprecaciones que asustaban hasta al mismo Belcebú.  Fatigados, impotentes  se dejaron caer en la arena. Muchos se desmayaron y otros temblaban atacados de un extraño frío.

Entonces tronó El Tuerto:

-¡Holgazanes…! ¡No puedo creerlo!  ¡Oíd vosotros, hijos de perra!  Id y buscad leños. Ya veremos si se salva del fuego, el maldito madero…

Presto, los filibusteros acumularon grandes cantidades de leña y otros desperdicios al pie de la Cruz, y le prendieron fuego.  Largo rato estuvo ardiendo la leña. Los piratas  expectantes  esperaban la victoria.  Una fuerte brisa  soplaba del nordeste  y el fuego avivaba  pero parecía desviarse.  De vez en cuando se veía en la silueta de la Cruz, un extraño resplandor, como llamas al viento,  y eso los alentaba; pero preferían guardar cauteloso silencio. Hasta el mismo Láping,  sobrecogido de sombrío temor  aguardaba el final  para manifestar su regocijo.  La brisa se fue llevando las cenizas  y  disipado el humo que impedía ver  con claridad el suceso. Todo fue inútil, la santa Cruz estaba allí, ahora iluminada por el fuego que jugueteaba en sus brazos. El viento evadía las llamas y el madero estaba indemne.

Por otra parte, los defensores recibían contingentes  de todas las milicias y de las fuerzas regladas, hasta que superaron en mucho  a los  invasores. Más de dos mil caballeros  bien armados se incorporaron disciplinadamente, y fueron a los frentes  que les asignó Don Evaristo;  sin embargo, todos aguardaban en silencio  sin comprender lo que ocurría.

El pueblo que oraba dentro de la iglesia con su valiente párroco, fray  Mateo de Luna Lazano, al cual se le había agregado el padre Pedro Duque Arduín, y  otros parroquianos que valientemente se mantenían en las cercanías de la iglesia, musitaban tímidamente, al principio, y luego como un torrente desbordado

¡Milagro!...Milagro…Milagro…! y cantaban: “Cantemos al amor de mis amores. Cantemos al Señor. Dios está aquí. Venid adoradores, adoremos…

Al pueblo de leales güaiqueríes llegaron los ecos del suceso, y  acudieron presurosos al templo  y sus cantos de alabanzas al creador plenaron el  espacio;  y ante la evidente intervención divina, sus cantos se escuchaban cada vez con más fuerza…

¡Milagro…Milagro…Milagro….!

La voz fue creciendo y llegó a oídos de los piratas, que espantados, iniciaron la retirada, al final  en desbandada.  Evaristo de Lugo, se percató del suceso y ordenó la persecución  del enemigo, la victoria era inevitable… Nuestras fuerzas llenas de entusiasmo y fortalecidas con el auxilio divino,  arremetieron  contra los filibusteros,  que dejaron más de cien muertos en el campo de batalla.  

MUERTE DE DON EVARISTO DE LUGO         

El Capitán Don Evaristo de Lugo, héroe indiscutido  de aquella jornada, se desangraba y no había remedio para sus heridas.  Cayó sin fuerzas, fue levantado por sus hombres y pudo caminar un trecho  en la procesión que se formó tras el Santísimo  y la Cruz de la Misericordia; pero Evaristo agonizaba…fue acostado en un catre que trajo un soldado Guaiquerí.  Evaristo deliraba. Quizá sus pensamientos en aquellos momentos lo trasladaron a sus seres queridos, a sus padres  Don Hilario de Lugo y Doña María Martínez y Gordon  de Lugo; y al día en que arribó, hacía más de 30 años, al puerto de la Güayra…El Camino de los Españoles se hizo largo…recordaba con frecuencia el nombre del río que atravesaron –Sanchórquiz-  El usaba esa palabra muchas veces  y como no  entendían lo que decía, se reía para sus adentros;  por ello, en esos momentos de dolor, una sonrisa iluminaba su rostro: “¡Sanchórquiz!”.  Por ese Camino de los Españoles  salió de la Güayra, y entró a Caracas por Catia; luego descendió por Torre Quemada hasta Salto de Agua, y por fin, llegó a la casa que iba a ser su hogar por mucho tiempo.  Aquella casa donde fue dichoso porque conoció a Doña Catalina de Arce, la que  fue luego su única mujer, y con la cual procreó sus dos hijos “que le han dado tanto orgullo”.  La casa estaba situada cerca del convento de los jesuitas.  Caracas le pareció la ciudad más católica del mundo por los nombres de todas las calles que se referían  a santos y  acontecimientos  de la vida cristiana: La Santísima Trinidad, La Encarnación del Hijo de Dios, El Calvario, San Felipe Neri, Triunfo de Jerusalén…Sus pensamientos, por esta guisa, lo llevarían  al Colegio de la Catedral, donde fue aceptado, gracias a la intervención del Márquez Don Lorenzo de Meneses, a quién “Dios tenga en la gloria…” Luego todo fue una lucha por la vida y la gloria…hasta ese momento…en que por gracia de Dios….un sacerdote, el vicario foráneo  Don Agustín Centeno, se acercó, lo confesó,   dio la comunión y púsole óleo y crisma; y Don Evaristo de Lugo Martínez murió cristianamente, como él lo deseaba, en los brazos de Jesús misericordioso, a través de aquel sacerdote que,  por designios del Señor,  se encontraba  cerca de él. 

En el  campo de batalla quedaron muchos amigos de Don Evaristo; y en el poblado entre muertos  y heridos,  había más de  ciento.  La lista de oficiales dio cuenta de los mártires de la fe: el caballero Fabián de Golindano,  comandante de pardos;  Don Domingo Gamardo,  sargento  de las milicias de pardos;  el Sargento Mayor Felipe Antón  García y  Bermúdez,  sargento de las milicias de blancos;  y el Cabo Mayor Pedro Alén Rodríguez,  de ese  mismo batallón;  honor también  a los fusileros  Francisco Abreu Carbonell, Tancredo Narváez Castillo,  y el teniente de ingenieros José Antonio Cabezas Machado. Entre los heridos se encontraba el cacique Chito Vásquez, líder de la comunidad Guaiquerí.



ORGIA DE SANGRE EN MOCHIMA


Sin embargo no habían terminado para el pueblo de Cumaná los días aciagos. Es verdad que los demonios se alejaron  y perdieron en el horizonte; pero traicioneramente  entraron en la bahía de Mochima, donde los indios de la etnia chaimagoto, tenían sus janocos y pesquerías; allí las alimañas cobraron su derrota. No creo que en la historia de la infamia se encuentre un episodio como este; aquellos bárbaros  entraron con su flota hasta el pueblo construido sobre las aguas del mar. Gran parte de los janocos fueron destrozados con la quilla de los galeones, y los demonios bajaron sobre aquella destrucción acuchillando a los ancianos, mujeres y niños y algunos hombres  que cuidaban el poblado.  Todos los que estaban en los janocos  perecieron  a manos de los asesinos. Por suerte, la mayor parte de los hombres  estaban en sus faenas  habituales de pesquerías y recolección y por ello milagrosamente salvaron sus vidas. 

            También en las faldas del Mochima,  subiendo el río Nuto continuaron su trabajo de ruindad; entraron  a todas las churuatas y secuestraron a las mujeres que se refugiaron en  ellas  y a algunos hombres que las acompañaban;  los amarraron por el cuello formando filas, ataron sus manos y pies y los condujeron hasta los barcos, golpeándoles con mandadores y látigos. El Tuerto ordenó que trajeran ron y prepararon una fiesta macabra con bailes estrambóticos, cantos incomprensibles y sacrificios humanos; y todo esto lo celebraron dando gritos salvajes, rompiendo botellas y escenificando peleas entre ellos; luego, obligaron a   los hombres a ver como violaban a sus mujeres, para después, como jauría salvaje despanzurrarlas;  a las preñadas le sacaron los fetos y los cortaban en dos con sus espadones y los arrojaban al mar. Por último, el Tuerto, simulando un juicio, interrogó  a los hombres que quedaban, sobre un pretendido tesoro escondido, y como no obtuvo respuesta los mandó  degollar a todos. De aquel horrible episodio solo se salvó una joven, que aun vive, testigo único de esta historia, la más salvaje que he oído.


LA CIUDAD Y SUS DEFENSAS

            Los rufianes establecieron su Cuartel General en los pocos janocos que quedaron habitables a orillas de la bahía. El Tuerto convocó su Estado Mayor, los Almirantes: Lawriman, Rawling y Harper y los capitanes de navío: Dumas Duvale, Luigi Mariani, Homero Meller,  Príncipe y El Asiático; se emborracharon, contaron los pasajes más horrendos del día, y muy entrada la noche  acordaron tomar  la ciudad de Cumaná y acuchillar a toda la población. Poseían planos y también tenían información confidencial; conocían detalles sobre las riquezas,  las defensas y debilidades del sistema político reinante. Laping estaba satisfecho, era una venganza justa.

INFORMACION SOBRE LA CIUDAD

            La información que tenían los bucaneros sobre la ciudad era verdaderamente interesante y detallada; por ejemplo, decía un documento: “Los cumaneses tienen inclinación por los negocios, ejercen el comercio con las islas caribeñas inclinados como son a la navegación, haciendo pingües negocios en sus mercados: exportan sal, ganado, tasajo, pescado salado, tabaco, copra, café, cacao, muebles, tejidos y muchas cosas más. El mercado, muy surtidos de productos importados, los alimentos son baratos, se adquieren 10 libras de pescado por 10 centavos; un cordero vale una dobla, un pavo 40 centavos, un capón gordo o un pato 15 centavos, las piezas de cacería valen entre 10 y 20 centavos, etc.

En otra parte rezaba, que la juventud tenía mucha cordura y aplicación; reciben buena educación de maestros particulares de gramática y latín, y luego viajaban a Caracas o la Habana para continuarlos. Les interesa mucho la economía, las artes y la industria. Gustan de las corridas de toros, del teatro, de las peleas de gallos, de la cacería, la pesca y la equitación.”

            En otro documento: “La capital de la provincia de Nueva Andalucía  es una ciudad rica y organizada; tiene un Gobernador y Capitán General, que ocupa una fortaleza en el propio centro de la ciudad. Es fama que las construcciones son casi todas de dos pisos. Entre edificios y habitaciones hay más de 900 construcciones, para una población de blancos españoles y criollos de 10.000 almas aproximadamente; además, está la población leal indígena, cercana  a las 15.000 almas. Es actualmente el puerto más importante del Nuevo Mundo. Cuenta con tribunales civiles y del crimen, un Vicario Superintendente, que suple al Obispo de Puerto Rico, tiene cuatro iglesias principales, siete esplendidos conventos y otras tantas capillas cuyo tesoro se mantiene  expuesto a la veneración del pueblo, abundante en caracaraes; tiene instalado un Tribunal Eclesiástico o Tribunal de Santa Inquisición, representado por un Comisario que depende directamente de Santo Domingo, y, así mismo,  un Tribunal de la Santa Cruzada. Además del gran edificio de la Aduana, en el casco central; tiene dos ayuntamientos, uno de blancos y otro de indios. La población de la provincia pasa de los 40 mil blancos y más de 100 mil indios guatiaos”.

            En un informe del Capitán General, don Juan Bravo de Acuña,  para el Rey, fechado en Cumaná, 20 de febrero de 1667, después de un gran terremoto, dice: “La ciudad de Cumaná cuenta con 950 hombres de fuerzas regladas muy bien dotadas, con las cuales pueden formarse, desahogadamente, 9 compañías de blancos y 6 de pardos y morenos. A esas compañías se les puede proporcionar un Comandante activo, podría ser un Sargento Mayor venido de España. Estas compañías se dividirán en 3 cuerpos que entrarán en servicio cada cuatro meses. De ellas entrará una de guardia, mientras las otras dos se instruirán, mañana y tarde, en el ejercicio y las reglas de la buena disciplina, sin que de esta tropa salga soldado para otro destino. De este modo se extenderá el espíritu militar en la Provincia”.



EL FUERTE  DE  SANTIAGO DE ARROYO  DE ARAYA    

Continúa un informe  descriptivo, que dice: “La ciudad tiene cuatro grandes fortalezas, varias baterías y otras defensas; la más importante es el fuerte de Santiago de Arroyo de Araya, que es lo mejor que tiene el Rey en el Nuevo Mundo; diseñado por el gran ingeniero militar Juan Bautista Antonelli;  construido en 1622, por su hijo homónimo, según planos de Cristóbal de Roda Antonelli. Para esa fecha era la unidad militar más poderosa del mundo conocido.
Es una fortaleza de sillería y cal, ubicado estratégicamente para la protección de las salinas de Araya y el Caribe mar, infestado de corsarios y conquistadores holandeses, codiciosos de las salinas de Araya y los tesoros de la provincia. La Salina de Araya es una riqueza inagotable menospreciada por España.
En este territorio la corona tiene una cantera de piedra coralina muy dura, de fácil labrar, y trasladar, porque tiene la propiedad de flotar en el mar, y se hacen ristras que llevan por doquier; en dichas canteras  trabajan fasta  trescientos indios y su producción desde 1504 ha sido enviada a Cumaná y Cubagua, para la construcción  de sus fortalezas, iglesias y edificios públicos, de tal suerte que constituyen una poderosa industria”.

            En otra relación, sobre este fuerte que dio el Gobernador y Capitán General Don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval, al Rey, copio textualmente:

“Según revista ejecutada por el Sargento mayor, Don Ángel García Ibáñez, la dotación de este fuerte es  suficiente y esta preparada para entrar en combate. Su jefe es el propio Gobernador y Capitán General de la Provincia, que no pude atenderlo personalmente y tiene como ayudantes: Un teniente Mayor, 2 Alférez,  un Capitán  de Artillería, un Condestable y dos Sargentos: tiene 244 soldados armados y municionados, mosquetes suficientes, garniel y 20 cartuchos con balas para cada uno, también tiene capellán, cirujano, un tambor, un pífano, un aljibero, un barrendero y un organista”.  Anexo plano de este fuerte.

Y en otro documento:
“Araya es una península que da  frente a Cumaná, separada por un gran golfo que llaman “Cariaco”,  una de las formaciones más hermosas del mundo conocido. Los holandeses  trataron de apoderarse de la Salina  desde 1606,  con una escuadra de más de cien naves -noviembre del año 1622 y  enero de 1623-   en el intento perdieron  casi toda su fuerza. Al frente de la provincia de Nueva Andalucía estaba el Capitán General Don Diego de Arroyo y Daza, héroe de aquella jornada,  que organizó un ejército de 4000  hombres, compuesto con fuerzas regladas y milicianos,  y los enfrentó y venció en el sitio  que hoy se llama  “Ancón de las Refriegas”. Luego de esta victoria se construyó el fuerte de Santiago de Arroyo  de Araya que se inició en  1622”.

“La fortaleza tiene forma trapezoidal, con dos lados  hacia el mar y baluartes en los cuatro ángulos  de sendas caras desiguales;  sus altos y largos  muros  y los pasillos abovedados, hablan de lo confortable que resultó  el diseño. Tiene su capilla en la cual se venera a la patrona del pueblo, Nuestra Señora de Las Aguas Santas. Está dotado    con 33 cañones, algunos  de  hierro y la mayor parte de bronce de fabricación tudesca, debo decir los mejores del mundo.  El fuerte es inexpugnable”.




FUERTE DE SANTA MARIA DE LA CABEZA

Otro documento reza: “El  fuerte de Santa María de La Cabeza, recientemente reconstruido y dotado por el Gobernador Don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval,  es el  primero  en importancia  desde el punto de vista político,  del gobierno de la Capitanía General de la Provincia de Nueva Andalucía; pero es el tercero desde el punto de vista de la estrategia militar.  Enclavado en la prominencia de “Quetepe”,  en todo el centro de la ciudad, sitio privilegiado que domina las dos partes principales de la población, tiene fácil acceso al río mediante un puente levadizo, y al puerto en el mar, a través del río;  se comunica fácilmente con el fuerte de San Antonio de la Eminencia, donde  opera la guarnición y la jefatura de las fuerzas regladas, mediante un pasadizo secreto.
Tiene forma cuadrada con cuatro baluartes y cortinas iguales. Sus muros de sillería y cal son bastante altos. Puede montar 16 cañones  de diferentes calibres.  En estos momentos esta defendido por  nueve cañones de 12,  montados en sus cureñas y listos para entrar en acción. En la terraza  tiene un edificio de tierra pisada y madera,  de dos plantas, que sirve de residencia al Gobernador y su familia, y a las dependencias de la Caja Real. Esta rodeado por una amplio patio de armas, en el cual se llevan a cabo los ejercicios de guerra y también las ejecuciones de los reos.  Está protegido por un foso y por el río, el puente que los une  sirve sobre todo  para la carga  y descarga de los navíos de la Corona y de otras nacionalidades.  En el almacén de armas y municiones,  tiene en inventario: 6 cañones de 4 libras, más de 100  culebrinas de 12,   de  mala calidad. Es fama maldiciente, que el cobre para su fabricación  es de esta misma provincia; sin embargo sabemos que el cobre que usa el  Imperio para sus fundiciones no viene de Cocorote, sino de Chile y Cuba. Anexo los planos de este fuerte”.


FUERTE DE SAN ANTONIO  Y  SANTA CLARA

  
El último documento de este legajo, dice:   “El fuerte de San Antonio y Santa Clara es el más antiguo, ya existía a finales del siglo XVI, pero era de tierra y paja,  no prestaba ninguna seguridad, a menos que fuera  la vigilancia y acomodo de una pequeña guarnición, ya que desde  la colina de San Antonio se puede  divisar todo el amplio territorio del valle aluvional que ocupa la ciudad de Cumaná y el mar que la rodea. 
Si entramos a  la ciudad remontando el río, podemos apreciar además de la hilera de casas blancas de platabanda,  en el paseo de La Alameda que bordea el río,  donde se desarrolla el comercio, y vibra el  espíritu de su pueblo;  tirando la mirada hacia el fondo,  sobre los cerros amarillos de sol y la exuberante vegetación,  podemos apreciar en todo su esplendor,  la hermosa arquitectura del fuerte de San Antonio y Santa Clara. Este magnífico fuerte fue reconstruido, en 1664 por el gobernador Rivero Galindo, después de sufrir los embates de varios terremotos.  Es inexpugnable, no tanto por sus defensores y construcciones, como por sus cactus gigantes que cubren sus lados, formando una barrera infranqueable.

El fuerte en la actualidad tiene forma de estrella  de cuatro puntas, de tal forma  que sus cuatro baluartes esquineros  se protegen entre si. Está   dotado actualmente con 25 cañones  de diferentes calibres;  tiene una casa  de poca consistencia, para la guardia; pero el resto de las construcciones  es de bloques de  piedras, traídas de las canteras de Araya. 

La guarnición está bajo el mando de un Sargento Mayor,  un teniente y un alférez; además hay un Sargento de Fusileros,  uno de Artilleros,  un Capellán,  25 fusileros y 10 artilleros. En caso de necesidad, por cualquier causa, acuden al fuerte, 800 hombres de las diferentes guarniciones regladas de la ciudad; y de ser necesario, hasta 4000  milicianos de vocación y preparación  probada.  En efecto, en la ciudad hay más de 4000 caballeros perfectamente equipados, dueños de sus caballos, armas y municiones,  que han prestado servicio militar y son voluntarios veteranos”.

COMBATE EN LA BATERIA DE CERRO COLORADO


El tirano Don Francisco de Vides inició la construcción de esta batería, después de enfrentar y derrotar a sir Walter Raleigh el 24 de julio de 1593; abandonada por más de cien años, fue reconstruida  en 1562 por Don Diego de Arroyo y Daza, y ahora,  durante el gobierno de Don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval, se le hicieron reparaciones y modificaciones importantes; y fue dotado y rebautizado con los nombres protectores de San Luis y San Miguel, que le dan nombre a la hermosa bahía y playas  del norte.

Al día siguiente, en la madrugada, después de la matanza y  orgía, en la bahía de Mochima, Domingo de Gloría, los 700 bucaneros que quedaban, emprendieron la marcha hacia Cumaná, guiados por un indio al que sujetaron con una cadena por el cuello, y de vez en cuando le daban latigazos para mantenerlo despierto.  Subieron la falda del Mochima, siguiendo el curso del río Nuto y luego, bajaron  el Mochima siguiendo  el curso del río Tacar,  buscando las misiones de Plan de la Mesa y Roldadillo, de que les habían hablado, pero que, en conocimiento de los hechos acaecidos en Mochima,  sus moradores las había abandonado. Los invasores se acercaron a ellas con mucho sigilo para sorprenderlos, y ellos fueron los sorprendidos; recordaron entonces que toda la noche se escuchó el tan tan de las maderas.

Laping le  dijo a su perro faldero que no era otro que Peter Harper -  ¡Esos malditos nos denunciaron…! Nos están esperando, debemos tener mucho cuidado.

Harper, era un tipo estrafalario de elevada estatura, de aspecto bonachón, su rostro curtido y cobrizo se prolongaba en una barba negra y corta; vestía  chaquetilla  de terciopelo verde adornada con botones dorados, llevaba calzones azules, botines de cuero, y remataba su vestimenta con un corbatín negro amarrado al cuello; el pecho siempre lo tenía descubierto, sin camisa ni franelilla, cruzado solo por una banda de fina tela amarilla, y un maletín cargado de libros; este atuendo le ganó el apodo de Predicador.

Harper se pasó la mano por la espesa barba, y recordando   a Cervantes,  comentó en alta voz, como para que todos lo escucharan –

“Ellos que cuiden sus barbas que nosotros haremos lo propio… 

Recuerda que no estamos peleando contra molinos de viento, y en cosas de la guerra, todo está sujeto a continuas mudanzas, replicó El Tuerto.
Ya veo que es Ud. un nuevo Quijote -y rubricó el aserto con una estentórea carcajada.

Láping también rió de buena gana. Se  detuvieron  y descansaron una hora en la misión abandonada, pocas horas antes, de Roldadillo; algunos aberrados quería incendiar el poblado,  pero era una pérdida de tiempo y de energías, sin embargo algunas chozas que dificultaban el paso de los facinerosos, fueron destruidas e incendiadas.

Continuaron la marcha siguiendo el curso del río Tacar, también llamado “Bordones” por los hispanos,  por los muchos cultivos de yuca y maíz en sus riberas, por allí siguieron hasta alcanzar las playas de San Luis, que se abrían en la propia desembocadura del río. El mismo sitio en el que acampó Francisco Fajardo en 1562,  antes de ser ajusticiado por Cobos;  el mismo, donde Amias Preston acampó para recibir el tributo que le pagó  la ciudad,  y el mismo, en el que se reunieron éste y Walter Raleigh,  antes de que decidiera invadirla,  y ser derrotado  por el tirano Francisco de Vides, de donde salvó la vida a cambio de la vida de don Antonio de  Berríos,  Gobernador de Guayana,  que tenía prisionero.

El Tuerto, reunió allí su Estado Mayor, y  los instruyó con un ponderado discurso, al pie de un cedro centenario. Apoyado en Harper, mirando a sus hombres a los que consideraba invencibles, elevando la voz les dijo:

“Vosotros no conocéis esta ciudad,  que parece tranquila y aburrida. No tenéis idea de sus riquezas y lo difícil que es apoderarse d’ellas, sólo les diré  que el gran John Hawakins, no lo intentó jamás: Amias Preston se conformó con el pago de un rescate, y el gran Walter Raleigh fue derrotado,  casi perdió su vida al procurar apoderarse d’ella y sus incontables riquezas. Cometió el mismo error que nosotros experimentamos.  Desembarcó 250 hombres en chalupas y bateles, por el mismo sitio escogido por nosotros, y dio tiempo a las milicias para pertrecharse y contraatacar… Es cierto que Raleigh incendió el pueblo, pero no pudo completar su victoria; cayó prisionero del Gobernador Francisco de Vides, y para salvar la vida, tuvo que humillarse, pactar, y entregar al Gobernador de Guayana Don Antonio de Berríos, que tenia como rehén; se marchó humillado, sin tesoro, y dejó el cadáver de un sobrino, al cual amaba y tenía bajo su responsabilidad.
Muchas han sido las expediciones contra esta ciudad, que han fracasado. Las he estudiado todas. Los holandeses, con una flota  de 109 barcos de guerra y miles de marinos experimentados, perdieron todas las batallas en esta zona, su flota se perdió y también el honor, tratando de apoderarse de las ricas salinas de Araya, que le son tan necesarias para la conservación de sus pesquerías, y ahora está reforzada con esa suntuosa fortaleza que evadimos hace algunos días…”
 
“Todo eso pasó  porque no tuvieron el conocimiento, el coraje, la malicia,  la astucia ni la inteligencia necesaria, para escurrirse dentro de sus defensas. Nosotros si lo vamos a lograr;  y,  sus mujeres, las más bellas del caribe;  y,  sus tesoros  serán nuestros.  Aquí hay más de cien mil ducados  solos en armas, vale la pena arriesgar  la vida para  luego vivir como reyes”.

Harper felicitó a Laping, echándose un paso a tras, díjole: “Usted me asombra con su erudición y olfato, me doy cuenta, que es  un verdadero jefe, un fino estratega. Esto no es un asalto cualquiera, es toda una empresa. Al dinero y al interés miraremos. Cuente usted con mi lealtad. Me gusta lo que hace. Lo comparto”.

Lo tendré  muy en cuenta “Amigo Sancho”–dijo Laping apretando el hombro de Harper-  ojalá todos piensen como usted, así no tendré que matarlos.   

Acamparon  a unas cien varas de la orilla del río,  en un claro de la espesa selva. Duvale se encargó de las guardias.  Muy de madrugada el Tuerto envió dos hábiles  espías, a recorrer la playa de San Luis, partiendo de la embocadura del Río Tacar, donde había instalado su cuartel general con todas las de ley; con instrucciones de  volver de inmediato con información sobre las defensas que apreciaran por insignificantes que fuesen, habidas en la zona de sabanas  y cerros que se veían desde allí. Al regreso, tres horas después,  advirtieron sobre la Batería  que estaba en el cerro a su derecha, que les cortaría el paso, ya que sus cañones parecían tener alcance suficiente.
Esta batería no aparecía en los mapas e informes  que tenía el Tuerto, tal vez los documentos estudiados  no la consideraron importante o desconocían su reciente reconstrucción.
La Batería de San Luis, estratégicamente situada cerraba el paso por la sabana del Salado y disuadía cualquier intento de desembarco por las playas de San Luis. Sus defensores se comunicaban fácilmente  con las demás defensas de la ciudad, especialmente con el fuerte de Santa Catherine.

Apareció el fuerte como un obstáculo imprevisto. El Estado Mayor de El Tuerto se reunió de inmediato y estudió dos opciones: exponerse al fuego de los cañones entrando por la playa y atacar, o pasar por detrás del fuerte atravesado las serranías de Bordones, La Montañita del Guaranache, Tumba Tortuga  y  Cerro Colorado, para lo cual deberían subir  río Tacar, buscar el Guaranache y bajar luego por el camino de Maracapana.

Uno de los exploradores del Tuerto, apodado Elgaviota, intervino, previo permiso del Estado Mayor, y dijo con una risita muy peculiar, que disgustaba sobremanera a El Tuerto:

Yo opino… este… que… deberíamos dar un rodeo  por la playa, este… entrando por el camino que llaman en el plano de guaiqueríes, este… que sería muy fácil…  porque puede haber  un vado para atravesar el río y llegar a la ciudad en la noche…

 El Tuerto, rápido como felino, le dio un bofetón e increpó al audaz explorador.
¡Pardiez…! Mal rayo os parta… ¡¿Quien creéis que sois para darnos consejos…?¡ … ¡Anda borrico, idos de mi presencia…!

Además El Tuerto le dijo, tantas lindezas de esta guisa, que el hombre se arrugó todo, retirándose  de inmediato sobándose el  pómulo derecho, donde había descargado  su ira el mandamás, y para no colmarlo, porque sabía a que atenerse.

De todas formas esperaron hasta el otro día; y con las primeras  luces del 15 de abril, a la hora en que Sevilla va a la misa,  los filibusteros se pusieron en marcha hacia Cumaná. Eran 700 bárbaros armados con arcabuces, espadas, cuchillos y arrastraban el parque en carretas rústicas fabricadas por ellos mismos.

Desde las torres de vigilancia de la batería  de San Luis en Cerro Colorado, los guardias observaron la polvareda, sin embargo esperaron un buen rato para dar la novedad al sargento. Estaban alertas porque conocían la presencia de los piratas en la zona.  Una vez convencidos de la situación de peligro, dieron la señal de alarma con un toque de corneta. 

La batería es una sólida construcción de cal y canto, de altos murallones,  en sitio inexpugnable.  Da a un barranco de más de diez metros de profundidad. Forma un cuadrilátero perfecto; tiene baluarte y casa de bahareque, bastante cómoda  para la pequeña guarnición: dormitorios,  comedor, polvorín, patio de armas y 4 cañones de 12 montados en sus cureñas y listos para disparar.
 Desde el baluarte se domina el amplio territorio de sabanas peladas, lagunas,  mar y serranías que llaman  “Sabana del Salado”.
El panorama que se extiende a sus pies es desértico: las “Sabanas del Salado” por el norte; por el sur, las serranías rojizas de Cerro Colorado, por donde es difícil, por no decir imposible,  el asalto;  debido a la selva de cactus gigantescos  que lo pueblan. Hacia el este, continúa la sabana  dividida por el río  Cumaná que serpentea entre cocales,   un caño  de poca profundidad en esta época de verano,  pero las lluvias tempraneras de ese año constituían un peligro porque hinchaban al río y los caños amenazaban desbordarse.  El río se abre en varias vertientes y caños que dificultan  el camino;  uno de estos infestado de caimanes,  pasa a 1200 varas al este  de la batería.

Para este 15 de abril la batería estaba recientemente dotada por el gobernador Don Sancho: 4 cañones de 12,  varias culebrinas, suficiente pólvora, municiones, piedras de chispa, granadas,  mosquetes. Cada hombre cuenta con el arma personal que mejor domina. Entre soldados y oficiales hay 14 hombres  dispuestos a dar la vida  en el momento que sea necesario. 

Al frente de estos hombres estaba el sargento comandante don Antonio Mariño y Soto Mayor, joven condestable recién llegado de Cartagena  de Indias.  Vista la magnitud de los hechos  reunió a sus hombres en el patio de armas.  Los puso en cuenta de la grave situación, y sus hombres lo entendieron. De inmediato supo que hasta allí llegaría su vida y su carrera, solo le quedaba morir con honor.  Entonces les habló:

¡Soldados…! Resistiremos hasta que vengan  refuerzos. No nos rendiremos.  Si debemos perder la vida, no hay momento más digno para un soldado que ofrecerla en cumplimiento de su deber. Preparaos pues para luchar como fieras en defensa de lo que nos es sagrado, la libertad. Derramar nuestra sangre por  el bienestar de nuestro pueblo, es un honor. Ármense lo mejor que puedan con las de su preferencia, y con aquellas con las cuales  puedan hacer  daño al enemigo, y no desperdiciéis municiones.
 Encomendaos a vuestro protector en el cielo, oren al Señor y que se haga su santa voluntad”.

Dio la mano a cada uno de sus soldados y les ordenó, dulce y suavemente, que ocuparan sus puestos, que no  abandonaran  bajo ninguna circunstancia, y en cuanto el enemigo entrara en  radio  de fuego, que dispararan sin descanso y sin tregua.  Le hizo una seña al cabo Manolo Montero, valiente y experto jinete,  capaz de burlar cualquier emboscada, alcabala o parapeto de guerra, para dar aviso personal al Gobernador y entregarle un mensaje rápidamente escrito, en relación con el peligro de la invasión pirata, y exponiendo su situación, según la cual, cuando llegaran  los auxilios, ellos estarían muertos  en defensa del honor  y de la ciudad.

E. S.  Gobernador don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval, más de 500 hombres nos atacan y con toda seguridad rebasaran nuestras menguadas fuerzas, preparaos para defenderos, y si es posible enviad cuanto antes un batallón de caballería que nos refuerce y permita  salir del fuerte. Que Dios os proteja. Viva El Rey. Viva España y nuestro pueblo.  Fuerte de San Luis y San Miguel, a 15 de mayo de 1669.

Luego subió a la garita y desde allí siguió las peripecias del enemigo.

El  cabo  Manolo Montero salió con buen augurio protegido por la metralla disparada  desde la batería;  salvando la balacera y los mil obstáculos arbitrados por los sitiadores, que ya acampaban alrededor de la fortaleza; siguió raudo hacia la ciudad, montando como cosaco, tomado de la montura del lado opuesto al enemigo, pegado al pescuezo del noble animal para dar la sensación de que había sido derribado; y así, al parecer lo creyeron, porque el tiroteo amainó,  y el jinete pasó ileso entre ellos;  buscó luego  el camino de los margariteños,  y al llegar al primer bohío Guaiquerí,  el caballo, que había sido herido,  cayó muerto;  sin embargo un oportuno miliciano que lo observaba, se acercó y le preguntó por lo que sucedía. El valiente correo lo puso en auto  de las circunstancias, y el miliciano, Antonio de Madrid,  cuyo nombre debe pasar a la historia,  procedió con premura al auxilio debido, lo montó a la grupa de su corcel  y ambos continuaron  velozmente hacia el fuerte de Santa María  de la Cabeza,  domicilio del gobernador.  Siguieron por la vía de los indígenas, llamada de Los Margariteños, porque por él entraron a Cumaná  los vengadores de Francisco Fajardo.  Llegaron por el lado de Altagracia frente al fuerte de Santa María, donde había muchos barcos;  solicitaron a uno de los barqueros,  el Indio Tomás Mapoyo, amigo de  Don Antonio de Madrid, a quien pusieron igualmente en antecedentes de lo que ocurría, y este los llevó   hasta el puente levadizo, frente a la plaza de armas del fuerte. Una vez allí,  pidieron permiso para entrar, dando grandes voces porque no se veía personal de  guardia.  Al poco rato dentro de la fortaleza se percataron de la emergencia, un Sargento Mayor, Don Fernando Lares de Rojas, se ocupó del asunto y bajaron el puente, y de inmediato fueron llevados a la presencia del Gobernador.

El Asalto


El Tuerto, guarecido bajo una frondosa ceiba, donde tenía reunido a su estado mayor,  ordenó a un grupo de 8 escaladores, veteranos y acostumbrados  a tomar por asalto embarcaciones en alta mar, para que se ocuparan de ese asunto. Inmediatamente se presentaron voluntariosos.   El grupo que se formó quedó bajo el mando  del caribe Cinda, un asiático  descomunal  que tenía una cicatriz en el pectoral izquierdo, totalmente cercenado de un tajo que recibió en  duelo de cimitarras contra seis asesinos  iguales que él;  era fama que Cinda le había cortado  la cabeza a sus oponentes después de recibir el golpe y como se desangraba, pidió  a una bruja que andaba por allí,  hilo y aguja,  y el mismo se coció la herida sin proferir el más mínimo quejido.

Los 8 hombres partieron  equipados solo con cuerdas  y cuchillos. Reinaba tanta paz en derredor, que los forajidos  pensaban que la batería de San Luis y San Miguel Arcángel,  había sido desocupada.  Don Antonio Mariño y Soto Mayor,  desde la garita aguaitaba y calmaba a sus hombres. Todos estaban en sus puestos, prestos a pelear hasta la muerte y ejercer la defensa del fuerte. Don Antonio los  vio subir  por la escarpada pendiente del Norte. La brisa cuaresmal  soplaba sobre la sabana recalentada por el inclemente sol, y las piedras calichosas del pie de cerro brillaban bajo el sol vertical;  un polvillo fino como humo, se levantaba de las pisadas de los forajidos y delataba su presencia. Don Antonio hubiese podido dar la orden de disparar, pero prefirió observarlos, conocer su estrategia y su poder.

Imaginó que las cosas sucederían así: los escaladores, aunque   sorprendidos por  la  pasividad  de los defensores,  pensaban que no habían sido  avistados y continuaron su ascenso con absoluta obstinación.  Lanzaron los garfios que encajaron en las murallas, y así fue que penetraron en el fuerte con gran facilidad. Vinieron a dar a un espacio bastante amplio, entre la casa y la muralla donde  al parecer  no había nadie.  El  asiático, dijo: 
“Esto me huele mal.  Tengan mucho cuidado. Al parecer no hay nadie, pero no podemos confiar… “
Pegados a la muralla, sigilosamente se acercaron a la esquina Norte de la casa del Fuerte. Llegaron a la puerta principal, la empujaron y penetraron tres de ellos, siguiendo las órdenes perentorias de Cinda: cinco filibusteros quedaron  afuera. Don Antonio Mariño y Soto Mayor,  hizo la señal convenida y seis hombres en el interior  de la casa accionaron sus mosquetes sobre los vándalos hiriéndoles mortalmente. Afuera convergieron los demás defensores y acribillaron a los que habían quedado afuera de la casa. El único que resistió la balacera fue el descomunal asiático, que aun recibiendo las descargas  de mosquete, se abalanzó sobre el soldado  José Luis Almoine, y lo apuñaleó, pese a que el soldado le disparó a boca de jarro destrozándole las entrañas; pero el bárbaro tuvo fuerzas para asestarle varias puñaladas, y el valiente defensor sucumbió bajo el peso de aquel gigantesco gladiador.     

Luego de esta refriega, los defensores arrojaron los cadáveres por sobre la muralla del norte para que el Tuerto los enterrara; ellos por su parte cargaron ceremoniosamente el cadáver del soldado José Luis Almoine, lo colocaron en un mesón alrededor del cual se reunía el destacamento dentro de la casa, y  el sargento Don Antonio Mariño y Soto Mayor, leyó las oraciones; y  dijo a sus hombres…
”Soldados, no es  momento de llantos y recuerdos, eso lo dejaremos para después; ahora nos interesa la defensa  de este baluarte, que es de nuestra responsabilidad, y si es posible, porque lo es, obtener una victoria contra este enemigo salvaje que no respetará nada si nos descuidamos…¡Todos a sus puestos, y que sea lo que Dios y la patria, quieran!.

El Tuerto y su Estado Mayor, observaban los sucesos con sus catalejos, hasta el momento en que fueron lanzados los cadáveres  por encima de las murallas del fuerte. Entonces aparentó entrar en crisis de furor y odio. Pataleaba y rumiaba. Gritaba a todo pulmón miles de amenazas, injurias e improperios contra los defensores del fuerte… Llamó a gritos a sus hombres, también murmuraba y se mesaba los cabellos…
¡Malditos…Voto a Belcebú…Los exterminaré…!  ¡Quiero 100 voluntarios para asaltar esa batería y matar a esos perros…! Los aplastaremos como cucarachas…lo que son…soldados asalariados de la Viudita…¡Lo juro por Satanás…! Sí ¡el mismo Diablo que es mi hermano…! ¡Lo juro…! ¡Con mis propias manos los destriparé…! ¿Dónde están mis hombres…?
Se arrancó la camisa y desgarró el pecho bañándose de sangre, y como se pasó las manos por la cara se veía como el mismo demonio. Sus hombres de confianza espantados trataban de calmarlo, pero lo que lograban era enfurecerlo más. Los empujaba y  golpeaba…Hasta que pasada una hora larga, por fin fingió serenarse y frente a él estaban los 100 hombres que pedía a gritos. Cien hombres entre los más detestables y ruines de este mundo estaban formados ante él. Eran de verdad los más formidables  forajidos que podamos imaginar. De cada uno de ellos se podría escribir una larga historia de infamias y crueldades como nunca se ha escrito. Allí estaba  Príncipe, cuyo nombre verdadero era Troy Amerstrong, gigante escocés de fuerza descomunal que prefería matar a sus víctimas con sus propias manos de forma sui géneris, le apretaba el cuello con el brazo izquierdo y con el derecho, con el puño cerrado,  le daba un golpe en la cabeza, matándolo ipsofacto –hay testimonios de personas que lo vieron en acción en el asalto frustrado de Cumaná;  y otros más de esa misma índole que iremos nombrando en el curso de esta historia.    Príncipe se adelantó hacia El Tuerto, como gustaba hacerlo,  y mirándolo de hito en hito, le dijo: -

 ¡Oye Tuerto! Quiero comandar este pelotón, porque ese Asiático que murió me duele; no se como ni con que arte pudieron matarlo…por que ese asiático era inmortal, y…me salvó muchas veces la vida…Quiero vengarlo con mis propias manos… Quiero arrancarle la cabeza  al maldito que me deshonró matando a mi amigo… Mi enemigo está allá arriba…

El Tuerto miró con repugnancia al  sujeto, por la forma descortés del trato que le daba el subalterno, y por sus gestos irrespetuosos, pero no reaccionó como se podría esperar, más bien en tono conciliador, sobando descuidadamente la cacha de la pistola, le dijo: -

Bien Príncipe… Seréis el jefe de estos cien hombres. Pero me responderéis con vuestra vida si fracasáis. ¡Salgan de inmediato, antes de que reciban refuerzos…!
 
Príncipe esperó que El Tuerto impartiera las órdenes correspondientes, se le acercó y le dijo al oído:   “Si eso sucediera quedaré muerto allá junto con mi amigo… No te daré el gusto de matarme… El Tuerto lo empujó con violencia, el gigante no se movió ni una pulgada e improvisó una carcajada despiadada que resonó en todo el ámbito que ocupaban la sabana y los cerros,  y el eco repitió siniestramente muchas veces más. 

Estos hombres hicieron lo mismo que el grupo anterior y recibieron el mismo tratamiento. El Sargento Don Antonio Mariño y Soto Mayor, avistó la avanzada, se dio cuenta de la magnitud de su compromiso. Bajó de la garita y dijo a sus hombres:
“Los invasores pasan de ciento, no vendrán refuerzos todavía, tenéis que afinar la puntería. Tenéis que cobrara vida por disparo. Fijaos, desde que aparezcan sobre las murallas, sólo entonces iniciaréis los disparos. Cada uno de vosotros debéis tener por lo menos tres armas dispuestas para disparar. Tal vez  retrocedan, en ello nos va la vida. Ocupad vuestros puestos.

El Tuerto estaba atento a los movimientos de sus hombres. Luego que salió la avanzada llamó al General Lawriman, segundo jefe,   el de mayor confianza, y le dijo:
General prepare el resto de los hombres que vamos a tomar ese fuerte cueste lo que cueste. En  cuanto mi avanzada suban las murallas nosotros también entraremos. Que cada hombre se provea de una cuerda porque vamos al asalto…

La escalada se produjo como lo había previsto El Tuerto, pero nunca se imaginó lo que le iba a costar su osadía. El comandante, don Antonio Mariño, guardó toda la  pólvora que tenía en un sotanillo que había bajo el piso de la casa del fuerte  y ordenó a sus hombres que huyeran, pero ninguno quiso huir, sabían lo que iba a pasar. Cada hombre buscó su acomodo, bien pertrechados para disparar contra los vándalos. Esperaron pacientemente, y cuando los forajidos lograron subir, dispararon con certera puntería a todos los que aparecían en la muralla; pero el número crecía   y se hizo imposible  cargar los mosquetes con la rapidez necesaria, por lo que usaron las pistolas, hachas, espadas  y puñales. Con  destreza y desenfado disparaban contra los malhechores,  cortaban las cuerdas  engarfiadas  en las murallas, atacaban con espadas y puñales y con sangre fría observaban la caída de los heridos  en el abismo. Volaban de un lado a otro y se multiplicaban sin cansancio causando asombro e incalculable  daño entre los enemigos. Nunca un número tan pequeño de defensores pudo causar tanto espanto entre las filas enemigas. Por fin, después de largas horas de combate, diezmados por un número tan superior, los defensores cedieron y los asaltantes se declararon dueños del fuerte. Hicieron las señales convenidas con el Tuerto, y Príncipe ordenó atender  a sus heridos, rematar a los vencidos y registrar el lugar. Sin embargo encontraron la puerta de la casa cerrada herméticamente.
Príncipe con voz atronadora gritó: ¡Tumben esa puerta,  qué esperan hideputas!
Toda la partida de invasores, los que quedaban con vida,  estaba allí. Holgazaneaban, se contaban sus hazañas, se reían a carcajadas, reunían armas y pertrechos y hacían montoncitos con las municiones; bajaban los cañones de sus cureñas, reunían las piedras y discutían por la propiedad de cualquier bagatela.
Por fin, los que se ocuparon, tumbaron la puerta de la casa del fuerte, y de repente detrás de la mesa estaba la figura hermética del Sargento Mayor Antonio Mariño, con una antorcha encendida en la mano. A los forajidos se les congeló la sangre,  un grito que apenas salió de la garganta de uno de aquellos buitres, informó en pocos segundos a Príncipe, del drama que iban a vivir, cuando la voz de Mariño tronó contra las paredes de la casa y se escuchó en todo el territorio…  Hasta el Tuerto, dijo luego, que la había oído.

¡Mueran malditos cobardes…!

Seguida de explosión fantástica…Todo el fuerte voló por los aires…La casa entera desapareció con todos los hombres que estaban en su interior…Las paredes del fuerte  se abrieron  como si una fuerza sobrenatural los empujara desde el fondo del abismo. Las murallas cayeron  hechas añicos. No se salvó nadie. El Tuerto que venía con el resto de sus hombres se quedó paralizado  como a seiscientas varas de la fortaleza. Lo que vio lo dejó anonadado, perplejo, sin voz, sin reflejos, frío. No había calculado…  no atinaba decir ninguna palabra. El fuerte había desaparecido dentro de una columna de humo negro que se elevaba hacia el cielo, más claro que nunca, pero para él como un negro abismo insondable. ¿Y sus hombres? ¿Dónde estaban sus hombres?

EL PASTOR.

Varias horas después, estando más sosegados, El Tuerto en un gesto que le era muy característico, ordenó recoger los cadáveres de ambos bandos y darles cristiana sepultura.

Estaba entre los más afligidos,  el terrible y sanguinario Peter Harper, perro guardián de El Tuerto, que se lamentaba estentóreamente,  había sido pastor en una iglesia de Jamaica, sabía de memoria los salmos  y el eclesiástico, en situaciones dramáticas, se ocupaba de predicar, declamar con voz estentórea algunas palabras “consoladoras”, como él decía; y a cada suceso aplicable una lección de los libros sagrados.
 
Luego que los hombres de Laping recogieron algunos cadáveres y los restos de otros, y habían excavado dos grandes fosas, los fueron echando y cubriendo con  poca tierra, de tal suerte que para la fosa de los defensores no hubo tierra ni el más mínimo interés. Una vez terminada la macabra tarea, se alzó de entre todos, la estrafalaria figura del tal Peter Harper, Guacamayo,   y  levantando los bazos clamó:

¡Silencio, escuchadme todos! Con la venia de nuestro sagrado y benemérito Jefe, el más rico y poderoso señor de los mares, el almirante Walter Laping,  voy a deciros una oración como homenaje póstumo a nuestros valientes compañeros de armas… que murieron por nosotros en heroico combate en el Campo de Agramante, como deben morir los hombres …

 Y con voz reposada y dulce dijo, repitan conmigo:

”El Señor es mi pastor… nada me falta… en verdes praderas me hace reposar… donde brotan manantiales de agua fresca y cristalina, me conduce… Fortalece mi alma en el camino y me guía sin cansancio… Aunque pase por quebradas oscuras no temo ningún mal, porque El estará conmigo por siempre… Me acompañan su favor y su bondad. Mi mansión es la casa del Señor…Amén.
  
Luego de este discurso, Peter Harper, permaneció en silencio, meditando  con las manos unidas sobre el pecho, vinculado, indudable y misteriosamente, con el Señor.  La brisa de la tarde peinaba sus cabellos color de trigo y las lágrimas corrían por sus mejillas. Nadie sabe qué pensamientos torturaban su alma, y si verdaderamente sentía  su apasionada oración…Muchos forajidos lloraron y se abrazaron hermanando su dolor; hasta el Tuerto se limpió varias veces los ojos, e intentaba resistirse a las lágrimas  que afloraban entre sus pestañas; caminó sin rumbo unos segundos y entre sollozos convulsos,  se acercó ritualmente a Harper, lo abrazó y consoló, demostrando ante sus hombres un sentimiento inusitado. Harper le dijo: -Hermano tenemos que ser fuertes– Lo separó empujándolo suavemente hasta tenerlo a la altura de sus ojos,  lo sondeó  intensamente- El Tuerto le respondió-  Los vengaremos… Ya sabrán de nosotros esos hijos de perra. 
Los cadáveres de los valientes defensores quedaron insepultos, y como sentenció El Tuerto…”Esos apestosos servirán de carroña para los buitres”.


LA TOMA DE CUMANÁ.


La noticia de la llegada del correo enviado por el Sargento Mayor Antonio Mariño, al fuerte de Santa María de la Cabeza, y la alarma que proclamaba, corrió como pólvora en la ciudad. De inmediato una variopinta muchedumbre se agolpó fuera del patio de armas de la fortaleza, bajo la techumbre de un viejo molino que aun surtía agua cristalina del río y era refugio de mulateros y  lugar de partida de caravaneros: dentro del patio de armas estaban los representantes de los poderes públicos, de las fuerzas regladas y milicias, del clero, y del comercio; representantes de blancos, pardos e indios, y el pueblo llano, que acudieron presurosos a palacio. Por todas partes se veían mujeres y  hombres a caballo y otros con acémilas, presurosos, con rumbo a diferentes direcciones, arreglando sus asuntos para salir de la ciudad. En la calle del Comercio y en la plaza del Coliseo cerraban las puertas, y en los corrillos tradicionales comentaban en voz alta los acontecimientos.
El Gobernador Don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval, personalmente ordenó la evacuación de la población civil. La orden escueta pero firme fue:
“PELIGRO INMINENTE. Que  nadie quede en la ciudad. Sólo podrán llevar lo imprescindible. Acatar de inmediato”;  envió  Bandos para anunciarla en todas las esquinas, y ordenó emplear la fuerza, de ser necesario, para someter a los que se resistan y pretendan permanecer en sus casas.

Esta medida se tomó y ejecutó para que todos pudiesen abandonar la ciudad en los escasos medios  de trasporte existentes. “Sólo lo necesario y rápido, -repetía el Gobernador- porque el asalto se producirá en pocas horas.  En tanto atendía esta emergencia, también se ocupó de la defensa, que dispuso apresuradamente con los elementos disponibles.  Envió a uno de sus ayudantes, a buscar  al  Sargento Mayor Don Juan de Alcalá, que estaba al frente de la Guarnición en el Castillo de San Antonio. A otros oficiales les mandó concentrar las fuerzas regladas, en los diferentes fuertes. A las milicias   les encomendó la custodia y protección de los civiles durante la evacuación, y el desalojo de las viviendas, que es la parte más difícil, y la movilización de la caballería hacia las sabanas del Salado, por donde entrarían los rufianes.

“Que salga la caballería inmediatamente, que luego organizaremos mejor el frente de combate. Que alguien se haga cargo, bajo mi responsabilidad,  si no está el coronel don Augusto Serpa y Forjonel …”

Con la mayor diligencia se tomaron estas previsiones…Se organizó y produjo la evacuación de la ciudad, sin mayores consecuencias;  el pueblo de Cumaná  estaba prevenido por experiencias anteriores. 
A  buena parte de la población se le ordenó refugiarse en la población de Araya bajo la protección del fuerte de Santiago;  otro contingente  se envió por el río  en ligeras curiaras indígenas, siempre dispuestas, con rumbo a “Puerto de la Madera”, desde donde era fácil trasladarse al piedemonte del Tataracuar o los fértiles valles de Guaranache y Cancamure; otras familias, en sus propios coches de briosos caballos, se internaron por el camino de los españoles hacia Camacuey, Quetepe, los Frailes y Marigüitar. Muchos más llegarían a sus fincas en los abundosos valles de San Fernando, Aricagua, Arenas, Cumanacoa, San Lorenzo, Cocollar y otros sitios de temperar. El pueblo acató la orden, desde ese momento todo se movió: embarcaciones de todo tipo, incluyendo los de la fuerza sutil de la Comandancia General de Marina, salieron hacia el norte desde el puerto de Altagracia, buscando la protección de la Real Fuerza de Santiago de Araya, o de la gobernación de Margarita, pero también dispuesta para el combate. Centenares de curiaras surcaron las aguas del río hacia el oeste, ahora en pleno verano; carrozas, carretas y mulas salieron hacia el este, por la vía de Chiclana hacia Güirintar vía Marigüitar, o la Cruz del Maguellar,  todos los medios fueron utilizados para huir de los bárbaros…Cumaná quedó sola… Las  casas con sus puertas abiertas hacia la calle, según costumbre centenaria,  le daban un aspecto fantasmal… El viento de cuaresma, el polvo de las sabanas, el calor del mediodía…y, el silencio, solo interrumpido de vez en cuando por el sonido de la metralla, que se acercaba cada vez más. Sin embargo la defensa había sido  preparada minuciosamente.

El gobernador don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval, no se cruzó de brazos, convocó a los alcaldes de la ciudad: don Diego de Vallenilla y Arana,  al cacique don Pedro Gámez García, también convocó al alférez mayor don Julián Domingo Atencio, a los alcaldes de la Santa Hermandad don Juan Gómez de San Martín,  Dr. Rodrigo Rendón de Sevilla, al comisario de la Santa Cruzada, fray Lorenzo Márquez de Valenzuela, al comisario del Santo Oficio, fray Pedro Centeno, al  vicario foráneo y Juez eclesiástico don Fernando de Meza y Berrío, al párroco de Altagracia, fray Pedro Duque Arduín,  los miembros del ayuntamiento, y del gremio de comerciantes, acudieron don Agustín de Coll, don José de Lerma y don Mauricio Berrizbeitia.
Todos se reunieron de emergencia en el salón principal del fuerte de Santa María de La Cabeza, sede del Gobierno, para analizar la situación y tomar las medidas que fueren necesarias y convenientes, y a tal efecto se constituyeron en Junta Provisoria de Gobierno de la provincia de Nueva Andalucía, que podrá despachar desde cualquier sitio, atribuyéndose facultades extraordinarias y dictatoriales, que ejercerían, actuando conjunta o separadamente, según las circunstancias; levantando al efecto un Acta que firmaron todos los presentes, cuyo original enviaron al Rey, y en cuya Acta detallaron  las circunstancias de facto  que justificaban la medida excepcional, exponiendo como fundamento, que el propósito de dicho acto lo ameritaba por el hecho más que probable, de la muerte de uno o varios  de los miembros del gobierno, y porque si alguno o varios de ellos murieran  en las acciones que se avecinaban, la provincia no quede sin gobierno.

El gobernador expresó, absolutamente convencido: “Creo que los piratas tomarán fácilmente la ciudad, pero si tienen un errado concepto de lo que es la provincia  y su sistema defensivo, lo perderán todo. Si vienen con batería gruesa podrán destruir los fuertes, de eso no cabe duda, pero creo que si se los dejamos  no los destruirán. Contemos con los mil accidentes que suelen ocurrir en estas invasiones corsarias. Les dejaremos la ciudad, mantendremos los hombres que sean necesarios en los fuertes de San Antonio y este de Santa María, aparentaremos una vigorosa resistencia  y luego los abandonaremos. Nos retiraremos tranquilamente hacia el interior. Allí nos organizaremos, los esperaremos y los derrotaremos, sin lugar a dudas. Y si ellos no nos atacan nosotros los vendremos a buscar.  Vamos a trabajar sin descanso y dará frutos”.

Usted me perdonará –interrumpió el alcalde don Diego de Vallenilla- que disienta de Usía. La experiencia que tenemos es otra. Siempre hemos tenido que pagar rescate, y creo que esta solución es la más aconsejable. Nos ahorraremos muchas vidas y salvaremos la ciudad. Si no pagamos esos miserables no se irán sin perseguirnos, sin incendiar los edificios públicos, las iglesias y nuestras casas. Usted debe buscar por todos los medios un arreglo  pacífico…
Eso no está descartado –respondió el Gobernador- nombraremos un embajador para que procure un arreglo, pero de todas formas  tendremos que estar preparados para cualquier eventualidad. Dios mediante, es posible  que esa gente ponga un precio, ya veremos…
Monseñor Fernando de Meza, se levantó y dijo: Cuando este pueblo estuvo a merced del Corsario Inglés Amías Preston, se llegó rápidamente a un arreglo y se conformó con lo que se le pagó y no ha regresado nunca más. Considero muy afortunada la posición del Alcalde. No creo que sea necesario el derramamiento de sangre.

Sin embargo –terció don Julián Domingo Atencio- no ocurrió lo mismo cuando el sanguinario Nicolás Vallier asaltó la benemérita ciudad de Coro…Cobró el rescate y luego entró a sangre y fuego para vengar la muerte  de algunos de sus hombres, y debemos tener en cuenta que este bárbaro  a quien llaman El Tuerto, ha perdido más de doscientos hombres …

Bien…bien…Tengamos calma…-protestó el gobernador- se deben tomar en cuenta todas estas circunstancias.

Se hizo un pesado silencio, que interrumpió el cacique Don Pedro Gómez García, alcalde de los indígenas: Debemos aceptar el plan de Don Sancho, es  más seguro y conveniente. Con esa gente no se podrá pactar, ellos se consideran vencedores, entrarán a sangre y fuego, no  dejaran alternativa, tampoco nos darán la oportunidad de parlamentar. Eso lo veremos. 

Por fin todos aquellos hombres, veteranos de muchos conflictos, entendieron  y aceptaron la posición del Gobernador; por eso la primera orden que emanó de aquella junta fue la de: acuartelamiento de tropas y preparémonos para la contingencia. Por supuesto se impartieron órdenes en todos los sentidos, especialmente en cuanto a las reservas de agua y alimentos, para lo cual se abrió una vía protegida y segura hacia el río. El gobernador mandó llamar para que se presentara inmediatamente en su despacho, al sargento mayor, don Juan de Alcalá, comandante de las fuerzas regladas y del fuerte de San Antonio, para ponerlo en autos y oír su opinión. A poco rato se presentó el pundonoroso oficial, individuo de carera con fama de valiente, que le tocó pelear y vencer  contra corsarios  franceses e ingleses en el puerto de La Habana, y en quien tenia harta confianza el Gobernador.
Don Juan, como era de su natural condición, escuchó reposadamente la relación de los hechos, y las decisiones tomadas por aquella junta de facto, después de algunas consideraciones  menores, convino en que lo decidido era lo más conveniente en aquellas circunstancias, y así mismo convino  en que se encargaría de organizar y explicar a sus oficiales las providencias que se recomendaban. Por supuesto también, la Junta,  ordenó aplicar las medidas de emergencia  del estado de guerra: el toque de queda, la vigilancia bajo pena de muerte, acordar y guardar el santo y seña para las misiones secretas, y demás medidas necesarias a tal situación.
Don Sancho  hizo comparecer, con la urgencia del caso, al capitán don Augusto Serpa  y Forjonel, Jefe del batallón de Caballería, y después de ponerlo en conocimiento de la situación con lujo de detalles, sin vacilación, le ordenó diciéndole:
Capitán, tan rápido como sea posible, movilice sus fuerzas hacia la Sabana del Salado en donde, tengo entendido, están acampadas las fuerzas  invasoras  y se preparan para atacarnos. Tome Ud. las medidas que crea convenientes para batirlos, pero sin arriesgar demasiado; nunca malgastando fuerzas ni municiones, pero, procurando causar bajas en el enemigo. Debe Usía. desconcertarlos y si fuese posible separarlos, que si esto se logra podrá derrotarlos.  Como  he explicado tenemos un plan y creemos que es una forma de ahorrarnos vidas y vencer. Cumpla Ud. con nobleza, como siempre lo ha hecho, y,  dígales  a sus hombres de mi parte, que de los esfuerzos de hoy pende la libertad de su pueblo.

El oficial se despidió con la cortesía acostumbrada. Don Juan de Alcalá hizo lo propio y ambos salieron juntos del fuerte, charlando sobre los sucesos. Como cada uno de aquellos hombres tenía una misión que cumplir, el salón se fue quedando solo. Don Sancho y sus ayudantes inmediatos se dedicaron a inspeccionar las defensas, y ver y corregir cualquier problema.

Al mediodía llegó al fuerte un correo de don Juan de Alcalá, portador de noticias para el gobernador, relacionado con los invasores, decía:

“Don Juan de Alcalá, sargento mayor de la Provincia de Nueva Andalucía. Gobernador y capitán general, don Sancho Fernandes de Angulo y Sandoval. Cumaná, 20 de abril de 1669.
Doy a su conocimiento datos relacionados con los invasores. El jefe de la expedición es el corsario Walter Laping, a quien apodan “El Tuerto”, y es el comandante  de la nao capitana “Prudencce II” de 100 toneladas, con una tripulación de 150 hombres. Otros navíos son: el galeón “Pearle” de las mismas características, cuyo capitán es John Rawling; el galeón “Victory” de similares características, cuyo capitán es Peter Lawriman; más tres navíos de  60 toneladas y 2 pinazas. Uno de cuyos capitanes es el sanguinario pirata Edmund Baker. No tenemos ahora noticias de los otros capitanes, pero son de la misma escuela de los anteriormente nombrados. Son gente de la peor especie, no obedecen ningún código ni pertenecen a ningún país. Además de los conocidos hay otros elementos más peligroso entre los invasores, son asesinos reclutados entre lo peor de las Antillas. Hay un escocés de tamaño impresionante a quien apodan Príncipe, disque porque es hijo de un rey. Me cuentan que él solo atacó un navío y después de matar con sus manos a todos los tripulantes, lo destrozó  a puñetazos, y todo por una deuda de juego. Calculo que la fuerza invasora pasaba al principio de 700 hombres pero han perdido cerca de 200, y en este momento, en que luchan con nuestra caballería, tendrán bajas significativas. Por esta misma vía le estaré informando permanentemente.  Soy suyo.  S.M. Juan de Alcalá Rendón y Sevilla.    

Al caer la noche, después de haber dado por muertos a 20 hombres  y perdido otros tantos en encarnizados combates entre la maleza y los profundos caños del río, el Tuerto hizo una señal y los filibusteros abandonaron las acciones, se escurrieron detrás de un baquiano, por un caño profundo que pasa por el desolado caserío de indios chaimagotos del oeste de la ciudad, que también emigraron, no sin haber pagado con vidas al miserable caudillo, que encontró una partida de siete jóvenes retrasados de esa tribu, a los cuales acorraló, apresó  y los mandó matar únicamente para satisfacer sus instintos criminales.
Los filibusteros eran expertos en escapatorias que luego celebraban entre carcajadas y bochinches interminables. El caño los llevó a las mismas orillas del río de Cumaná arriba, cerca de Puerto de la Madera y allí acamparon. Si hubiesen llegado  poco antes,  habrían observado parte de la emigración.
Cuando las fuerzas del capitán Serpa y Forjonel, se percataron de la desaparición de los filibusteros, enviaron exploradores y baquianos a buscar información y no encontraron ni rastro, solo muertos y heridos de ambos bandos.   Los exploradores recorrieron  el trayecto del caño que pasa por la sabana de El Salado, sin internarse en el bosque que llega a lo que llaman los españoles El Portachuelo, precisamente la ruta que utilizó el baquiano y El Tuerto; pero tenían muchas bajas, y sus órdenes eran muy claras: “No arriesgar demasiado”, y en la oscuridad era temerario e inconveniente continuar el rastreo por temor a una muy probable emboscada que daría un resultado presumiblemente fatal.  Don Augusto Serpa y Forjonel, ordenó entonces la retirada de sus efectivos, recoger los heridos, y enterrar dignamente los muertos de  ambos bandos, y así se hizo, para lo cual se formó una cuadrilla a la cual se agregaron varios indígenas que buscaban a sus deudos.  

A una hora bastante avanzada de la noche entró la caballería al fuerte de Santa María, y enseguida dieron parte pormenorizada al gobernador, que los esperaba  en  vigilia en la Plaza de Armas del fuerte, y que estableció ipsofacto un estricto operativo de defensa.
Luego se procedió a la atención de los heridos y a presentar el informe sobre la sepultura de los caídos en acción, lamentable y provisionalmente en una fosa común, pero suficientemente identificados, para luego, con sus parientes, hacer los oficios religiosos cuando conviniere.
Se había organizado un hospital de emergencia en el patio de armas del fuerte, en el cual trabajaban diligentemente tres practicantes de medicina bajo la dirección del Dr. Sebastián de Conde, y una legión de damas voluntarias bajo el liderazgo de aquella mujer llena de virtudes que llamaban por su estilizada figura “La Griega”, doña Diana Serpa Rendón, y su inseparable compañera doña Juana Isabel Dávila  Ortiz de Aguilera. Debido a sus cuidados, entre los heridos no hubo bajas que lamentar.

Al amanecer  la ciudad abandonada estaba en poder de los facinerosos. Solo quedaba a las fuerzas  regladas y milicias, el fuerte de Santa María de la Cabeza y el de San Antonio de la Eminencia. En el primero fueron aceptados 100 soldados veteranos y en segundo 240 de las mismas condiciones; en el fuerte de Santa Catherina o de la Boca, como era más conocido, quedaron 13 hombres y la flota sutil, surta en el puerto de Hostia, lista para el combate, formada por varios bergantines, goletas y lanchas bien dotadas. Todos los demás elementos de guerra incluyendo la caballería, fueron enviados tras los emigrantes, para su defensa y protección en la marcha hacia sitios seguros, y con instrucciones de construir y proveer elementos de defensa y guerra.

El sitio más cercano y seguro es el convento de los frailes, ubicado en el camino de Barranquín, en el pueblo de indios de Güirintar. Este convento es bastante seguro, presenta la conveniente dificultad de estar al final de una estrechura que forma la montaña, que permite la entrada de muy pocos hombres a la vez, de tal suerte, que un pequeño grupo de francotiradores es suficiente para evitar un asalto por sorpresa, y en consecuencia la penetración de intrusos hasta el Convento.  


EL SAQUEO DE CUMANA


Los hombres de Walter Laping, se dedicaron  al parsimonioso saqueo y desmantelamiento de los edificios públicos, iglesias y conventos, entre ellos y principalmente el convento de Nuestra Señora de Las Aguas Santas y la capilla de Los Terciarios, conocido comúnmente como Convento de San Francisco, cuyos tesoros no imaginaron jamás. De allí reunieron en los patios varias carretas  con objetos de oro y plata, la mayor parte tomados del altar de la virgen de La Soledad, favorita de los cumaneses; luego hicieron lo propio en el convento de Los Dominicos, después en la iglesia Matriz y en la ermita del Carmen. Pasaron varios días inventariando el botín.
Harper, con no disimulada euforia, anunciaba ante los expectantes ladrones: Un sol de custodia de plata; y el Tuerto, respondía: páselo Usía,  anótelo y séllelo en el pergamino. Los forajidos celebraban cada anuncio con carcajadas y aplausos… 2 cruces de plata. Páselo Usía y anótelo y séllelo en el pergamino. 2 incensarios de plata…Un copón de purificar de oro…una corona de plata con piedras preciosas…7 cálices de plata…8 campanillas de plata … y así inventariaron 118 libras de oro y plata, y desecharon 380 libras de otros materiales.
Al otro día acometieron las casas de familia de donde se llevaron las joyas, las vajillas de plata y oro, armas cortas y todo dinero que encontraron en gran abundancia, sobre todo en la zona comercial de la ciudad, que los fugitivos dejaron por la premura en la huída. Pero los buitres no estaban satisfechos, pasaron 30 días en su afán depredador; todo el botín lo acumulaban en el patio del convento de los Franciscanos, y hasta ese sitio sagrado llevaban las carretas  con el producto de su rapiña para luego embarcarlo, después de inventariado y repartido. 
Walter Laping consideraba que el trabajo no había terminado porque faltaban los conventos en las orillas de los ríos, los fuertes y la casa del gobernador, que era la casa del Tesoro Real. Y no sólo por la riqueza sino por la venganza de sus hombres que murieron heroicamente, y el reto que significaba la toma de esos baluartes donde estaban sus enemigos. El se paseaba por los patios del Convento, admiraba el tesoro que pasaba de 10 toneladas de artesanías  de oro, cara curíes, monedas y piezas de plata y joyas,  en su mayoría obras de arte de singular belleza;  de todos los tamaños y medidas: lingotes de oro y plata, palios de plata, imágenes de oro y piedras preciosas; collares de perlas dignos regalos de las princesas y reinas; sortijas de brillantes, gargantillas de esmeraldas y diamantes; nada le parecía suficiente, y sus hombres estaban preocupados por la soberbia y ambición de su jefe.
El Tuerto se vistió de caballero con un traje que sustrajeron en la casa del gobernador o de un rico comerciante, y se paseaba entre sus hombres, pavoneándose. Era un tipo de elevada estatura, y se veía aun más alto porque calzaba botines de tacón. Barbilampiño, tenía un escaso bigotillo rubio que le daba  aire risueño; usaba el cabello castaño y abundante un poco largo, que le caía sobre los hombros. Días antes parecía un loco con el pelambre enmarañado de una bestia; ahora, después de lavarse concienzudamente, la mostraba sana y hermosa. Si no fuera por el odioso tapaojo, diría que, ciertamente era bien parecido.
Dos de sus generales a sabiendas del disgusto que provocarían, se acercaron a él y le dijeron:
Señor han pasado 30 días desde que tomamos esta ciudad, tenemos un botín más que suficiente. Hay más de cien millones de escudos  de oro allí acumulados. No creo que ningún otro corsario haya obtenido jamás un tesoro más grande. Debemos tomar una decisión.

El Tuerto los escuchó con indiferencia, y les dijo:

¡Muy bien…! Vamos a convocar una asamblea… a todos los capitanes y todos los que quieran asistir. Que no se diga que Walter Laping es un dictador. Eso sí, para asistir tendrán que vestirse convenientemente, como lo demanda el protocolo. Y esto es una orden, ya no quiero miraros con odio y repugnancia, sino con complacencia. Acicalaos y hablaremos.

Al otro día, muy temprano, se reunieron en el gran  salón  consistorial del convento. Dispusieron de una gran mesa oval de caoba, bellamente labrada que servía a los franciscanos en ocasiones muy especiales. Todos los asistentes estaban elegantemente vestidos con trajes escamoteados en las casas de la ciudad. Menos uno al que llaman “Alcatraz”, por sus modos, caminaba moviendo los brazos y la cabeza  igual que la ridícula ave marinera cuando camina en tierra.

El Tuerto se  enfureció y le gritó al tipejo: ¡Oye tú, Alcatraz! ¡Vete de aquí si no quieres que te mate…! ¡Vete…vete a bañar…y vestirte como debe ser…! ¿Qué crees tú que es esto…bribón miserable…?

Varios oficiales se apresuraron a sacar al individuo. Ellos conocían las rabietas de Laping, y si el tipo le respondía, seguro que lo mataba allí mismo.
Bueno… -bramó más calmado- Yo quiero que el predicador diga unas palabras antes de iniciar esta asamblea, que es la primera que hago como Jefe de Estado… Porque yo soy el jefe de esta ciudad. Soy el Capitán General y Gobernador de esta Provincia, que vengo a sustituir al lacayo de la viudita, la puta de Mariana… Soy el Capitán General de esta Provincia de Nueva Andalucía, Barcelona y Guayana, como dice el sello Real. De toda la Provincia. ¿Hay alguien que lo dude?
El silencio fue la respuesta. Peter Harper, el aludido, se levantó pesadamente y dijo:

“Gracias señor por permitirme iniciar esta Asamblea de paladines, más bien debería decir de libertadores, que tengo el honor de compartir  con tan ilustres capitanes. Con la venia de su eminencia reverendísima, señor Walter Laping, jefe indiscutido de esta ciudad; Almirante Lawriman, General Barker, señores… Voy a recitarles un párrafo  del Versículo 24 del Eclesiástico, para que lo tengan  muy en cuenta y le saquen provecho… -con voz muy calmada, dijo así:

“El Capitán es como un canal salido del río… como un arroyo que nos lleva al Paraíso… El Señor dijo… voy a regar mi jardín, mis flores… y el canal se convirtieron en río y en mar. Haré brillar vuestras riquezas… llevaré su luz lo más lejos que pueda… -y Harper continuó sollozando- Derramaré vuestras riquezas y las trasmitiréis a vuestros hijos y generaciones incontables… Él dijo: No he trabajado para mí sólo, sino para todos los que busquen la sabiduría… Amén.

Todos aquellos hombres sollozando respondieron al unísono: ¡Amen!
Walter Laping, con lágrimas en las mejillas, abrazó a Harper, y díjole:
Gracias hermano predicador…  -y de pie en voz alta, dirigiéndose a los conjurados, arrastrando las palabras –

  Hemos perdido muchos hermanos… es cierto… así es la guerra. Nosotros somos soldados de una justa causa, no lo olvidéis… la de los pobres, marginados y perseguidos… y así debe ser… debemos preservar nuestras vidas… no os descuidéis… para poder disfrutar  de las riquezas que hemos ganado… con tanto sacrificio… Debemos tener más cuidado… Ahora hemos estado muy cómodos recogiendo este tesoro que nos han puesto como un bocado lujurioso, estos indios estúpidos… Pero nosotros no somos mendigos ni cobardes contentadizos… para satisfacernos con esta basura que ellos pueden tirar al río, tenemos que asaltar los fuertes y allí,  solo en armas, hay más dinero… y poder… que todo lo que podáis imaginaros. Así es que mañana, muy temprano, apenas haya luz, atacaremos y tomaremos esos Castillitos de papel… Preparen los cañones que les vamos a dar una rociada de su propia medicina… para ablandarlos; pero esta vez no perderemos más hombres como en las acciones anteriores, donde fuimos temerarios. Les daremos plomo y cuando estén escondidos como gallinas, los sorprenderemos y los pasaremos a cuchillo… Eso será una venganza ejemplar por la que claman las almas de nuestros compañeros muertos en acción, que aun velan alrededor nuestro… No quedará uno solo vivo de esos bastardos… -Hizo una larga pausa. Repasó con la vista a cada uno de aquellos buitres, y terminó diciendo- Aquellos hideputas… que quieran huir, que tomen la parte que le corresponde del tesoro y que se vayan, no los necesitamos…

Varios conjurados se pararon y aplaudieron  a rabiar al jefe, y gritaron vivas al Tuerto y estuvieron a punto de sacarlo en hombros.  El Tuerto sensiblemente emocionado, dignamente les dijo: No… no es necesario, creo que todos se quedarán, no van a despreciar la riqueza, porque para ella hemos nacido y no la vamos a perder.

Harper se paró y dijo:

Señor, usted es un pico de oro, podríais ser un político brillante y llegar lejos en cualquier país… Yo os lo digo y lo proclamo. Nunca hemos tenido un capitán como vos. Sois más grande que Alejandro, más benigno y espléndido… Más terrible también. En la izquierda tenéis la balanza de la justicia y en la derecha la espada de Zeus… Contad conmigo hasta la muerte… y de mis hombres también…

Gracias Predicador… lo interrumpió El Tuerto- pensaré eso de la política… -luego lo tomó de la mano,  le pasó el brazo derecho por  sobre el hombro, lo apretó con fuerza y se lo llevó hasta el patio caminando y conversando… Allí se quedaron los dos contemplando el inmenso tesoro, ahora esparcido por todo el patio del convento, en porciones casi iguales.

EL ATAQUE AL FUERTE DE SANTA MARIA DE LA CABEZA


El 16 de mayo, al amanecer, a la hora en que Sevilla se despierta y va a la misa, se inició el ataque al fuerte de Santa María, domicilio del gobernador Don Sancho Fernandes de Angulo y Sandoval,  y de las Cajas Reales. Los forajidos colocaron varios cañones de doce, que habían sacado de algunas baterías pequeñas que habían sido apresuradamente abandonadas; los cañones estaban montados en sus cureñas, listos para disparar y con suficientes municiones de plomo y piedras. 
Los ubicaron en la plaza de San Francisco frente al  convento, al lado de un patíbulo activo, de toda la ingeniería se encargó el general Lawriman, experto en el arte,  pero sin mayor protección, también se encargó  de la maniobra de los disparos, bastante complicada en aquellos tiempos; sin embargo el Tuerto no quedó satisfecho y tomó en persona la responsabilidad.  Cambió el sitio señalado por Lawriman, y discutió con él sobre el daño que querían causar. Deberían hacer diana  en el segundo piso de la casa del fuerte, para no dañar las Cajas Reales, y como no se veía  desde la plaza, lo calcularían por la fila del cerro de Quetepe, con lo cual no estaba de acuerdo Lawriman, porque en ello no se podía aventurar, tenía que ser preciso, lo más preciso que se pudiera. Como no  lograban ponerse de acuerdo,  El Tuerto mandó a un marino que llamaban  “Águila Bizca”, que y que tenía visiones porque se le incorporaba un espíritu perverso y podía dirigir balas con brujería, a que se subiera en la torre de la Iglesia de nuestra señora de las Aguas Santas, que era la iglesia principal del Convento de los Franciscos, y les indicara con precisión la posición de la casa del Fuerte. Al parecer este sujeto podía indicar con los brazos, haciendo ciertos gestos y pases, la ubicación del cañón y no fallaba, pero para ello otro artillero al que llamaban “Piloto” debería operar el cañón, porque era el único que interpretaba sus señales. El Tuerto admitió esta maniobra, pese a su disgusto.  Piloto, pues,  tomó el puesto de artillero principal, se colocó en posición en medio de la plaza y observó los movimientos que hacia con los brazos “Águila Bizca”, al parecer los interpretó, fue colocando a tiro uno de los cañones, y los otros  tres, manejados por expertos artilleros, hicieron lo mismo. Una vez puestos a tiro, se lo comunicaron a Laping, que estalló en siniestra carcajada.
Laping se fue a la plaza, y encontró satisfactorio los movimientos de los dos artilleros, y aprobó lo que estaban haciendo.

¡Bien…! Artillero uno,  dispare cuando lo indique  “Águila Bizca”, que en efecto, hizo la señal y Piloto encendió la mecha”, artillero dos listo para disparar… era un tal Lorenzo al que llamaban “El Magnífico”, porque y que jamás erraba un disparo… por cierto un hombre muy fiel al Tuerto… Artillero tres  listo para  disparar… Todo marcha a pedir de boca.

Pronto… pronto… rugió El Tuerto, que empiece la función… Disparen…

Pero… apenas había comenzado el bombardeo, cuando recibieron una contundente respuesta desde el fuerte de San Antonio, don Juan de Alcalá,  que había seguido la secuencia y vigilaban paso a paso lo que hacían los forajidos, desde que salieron del convento y armaron los cañones, no esperó más y se adelantó; sus hombres reaccionaron  con harta puntería, de tal suerte  que destrozaron dos cañones con saldo de dos muertos y varios heridos, que cayeron destrozados a los pies del Tuerto, un tal Serapio Salina y Lorenzo  estaban muertos. Lorenzo murió con la sonrisa en los labios, sonrisa que más bien era una mueca de dolor que desdibujaba su rostro ensangrentado. El Tuerto lleno de santa ira mirando hacia el fuerte  de San Antonio, impotente gritó:
¡Hideputas… miserables… me las pagaréis! ¡Habéis matado  a mi mejor amigo... ya nos veremos  las caras…! ¡No os lo perdonaré…  Vosotros estáis acostumbrados a matar en la oscuridad… Cobardes… mil veces cobardes... ¡

Enseguida, desde el castillo de la Eminencia, le respondieron  con una granizada de piedras  y plomo que los obligó a guarecerse en el convento, al cual llegaron como pudieron,  después de una alocada carrera.
El Tuerto se dio cuenta del error y ordenó desalojar la plaza inmediatamente, ya que era un blanco perfecto  para la metralla. En el Convento estarían seguros, porque a los cumaneses lo  que no se le podría ocurrir,   bajo ningún respecto,  sería dañar aquel santuario.
Ipsofacto El Tuerto se reunió con su Estado Mayor,  para discutir una nueva estrategia…
El Tuerto bramaba… estaba ciertamente desconsolado, pero por otras razones que no alcanzaban sus oficiales.  De su boca solo salían palabrotas,  blasfemias y juramentos, puro fuego.  Sus hombres trataban de calmarlo y alguien le trajo un jarro de buen vino robado en las bodegas de la ciudad.  El Tuerto lo agradeció con una rápida inclinación de cabeza y una sonrisa de satisfacción, echándose para atrás en la poltrona donde se había sentado, al parecer agobiado por los sucesos. Sus largas piernas con sus botines nuevos, montados sobre la mesa sagrada de los franciscanos, un largo tabaco Guácharo de Cumanacoa y una jarra de vino. 
Todos se preocupaban por el jefe, pero para un buen observador, como era el general Lawriman, al Tuerto no le importaba un comino la muerte de sus secuaces, ni el tesoro acumulado. Lawriman estaba decidido a averiguarlo y lo observaba. El Tuerto se regodeaba en la butaca;  bebía y fumaba, sonreía socarronamente, halagaba a sus secuaces, hacía chistes y contaba anécdotas.  Lawriman pensaba… “No, no es la riqueza… es el poder, tiene el aguijón de la política metido en el pecho, eso es. El hombre es un político frustrado, es peligroso, vamos a ver como salimos de esto… Pero no lo voy a enfrentar, más bien lo ayudaré, en ello me va la vida…

Edmund Baker, capitán de uno de los navíos, veterano de las Bermudas y del puerto de Amberes, se acercó a Laping, y atrevió a darle un consejo. –Vea Usted Señor, ya tenemos un botín más que suficiente, somos ricos, para que exponernos: ya veis, perdimos dos hombres sin necesidad… Debemos marcharnos con lo recaudado.  Recordad que Francis Drake obtuvo solo un millón de libras en la excursión más fantástica de su vida, y lo más que se ha podido obtener en Porto Bello, son 20 millones de escudos de oro. Aquí tenemos el doble o el triple…

El Tuerto se puso rojo de ira. Se levantó cual alto era y le propinó un golpe a Baker, con el dorso de la mano derecha, su gancho preferido,  que lo lanzó al suelo casi sin sentido… Baker cayó al suelo, sacudió la cabeza como un toro de lidia, sacó el cuchillo que levaba enfundado en la cintura,  y embistió contra El Tuerto. Baker recibió otro golpe certero en el mentón y volvió a caer. Se levantó nuevamente, engañó al Tuerto, haciendo como que  evadía el combate, y tomándolo desprevenido se le fue encima  y dio con él en el suelo, logró voltearlo y ponerlo indefenso con una llave maestra, zafó la mano derecha en la que llevaba el puñal… El Tuerto difícilmente podía evitar el golpe mortal, y de no ser por la oportuna intervención  del general Lawriman, que descargó un pistoletazo  en la cabeza de Baker, matándolo en el acto, hasta allí hubiese llegado  la vida sanguinaria del temible  Tuerto.

Walter Laping, bañado en sangre, se levantó empujando el cadáver de Baker; se sacudió el polvo de su traje nuevo, dio unas palmadas en la espalda de Lawriman, y le dijo: -¡Gracias amigo! Estoy en deuda con Vos… Lo tendré en cuenta… Tened por seguro que nunca os arrepentiréis  de haberme salvado la vida…  Luego tomó la jarra de vino y bebió un largo trago… Se la pasó a Lawriman que también bebió a placer… y ordenó: ¡Sacad esa carroña de aquí…! Varios hombres se apresuraron a cumplir la orden. Luego El Tuerto pasó el brazo sobre los hombros de Lawriman y le preguntó socarronamente: ¿Qué opináis sobre la estrategia que debemos seguir de ahora en adelante?

Lawriman se sintió complacido. Estaba donde quería. Se tomó la confianza que le brindaba El Tuerto.  Se pavoneó… Levantó el pecho… Todos lo miraban y esperaban sus palabras con ansiedad…Miró a sus lados, miró a los ojos de Laping y en alta voz dijo: “Me parece que debemos atacar, dar un rodeo por el cerro que llaman de “Los Chaimas”. Entraremos por la calle real del barrio de San Francisco… Será Glorioso…

Extendió sobre la mesa  un plano de la ciudad y  señaló con un apuntador… Esta callejuela “Las Infantas” que sale de la ciudad hacia los valles de Cumanacoa… Apuntó nuevamente y dio tres golpecitos sobre el mapa… Señaló el pie de cerro que caía sobre el río… Por aquí subiremos sin ser molestados. Subiremos calmadamente las fuerzas y todo nuestro arsenal… Vamos a salir cuasi frontero del fuerte de San Antonio por el lado del cerro de los Chaimas que ahora llaman de “Miramar…” Hay una meseta ocupada  por una aldea chaima, que son indios pacíficos…  no nos darán lidia… la desalojaremos si es necesario, allí colocaremos nuestros cañones de 18 y otros menores… Creo que podemos barrer fácilmente la empalizada… luego unos buenos escaladores, protegidos por nuestra artillería, harán el resto… Una vez que tomemos la fortaleza… destruiremos por completo el otro fuerte de Santa María… será de menos cuidado que disparar contra el suelo.

El Tuerto sonrió socarronamente, y observó: Amigo, estamos hablando el mismo idioma. Creo, de verdad, que entre nosotros ha nacido una sociedad indestructible…
Las palabras de El Tuerto, por muy poco confiables que fuesen, fueron acogidas por todos los del Estado Mayor con hilarantes muestras de regocijo. Uno de ellos pidió que acercaran un barril de buen vino para celebrarlo; por cierto de las mejores cosechas españolas de que estaba provista la despensa de la ciudad, y que habían sustraído del edificio de la Aduana donde estaban almacenas… Dos hombres arrimaron el barril de vino y enseguida se oyó la estruendosa voz de El Tuerto…
¡Vamos amigos! ¡Vamos a beber! ¡Vamos a celebrar,  a celebrar en nombre del rey de España que así nos trata! ¡Vamos a cantar y a bailar…!
El Tuerto improvisó un paso de danza, pero no pudo continuar, las carcajadas no se lo permitieron, le dolía la barriga de tanto reírse. Los forajidos lo imitaron e iniciaron  el baile, un baile grotesco en medio de gritos destemplados, empujones, carcajadas, blasfemias, maldiciones y,  un verdadero pandemónium.
Ha debido ser impresionante, en aquella soledad, en aquel silencio oír los cantos y berrinches de aquellos hombres endiablados, sin más oficio que el de robar y matar. 

Un poco apartado de aquel bochinche, se llevaba a cabo otro rito; el predicador, Peter Harper, y un grupo de tripulantes de la nave y amigos de Edmund Barker, le daban cristiana sepultura. Abrieron una fosa en el patio del convento, envolvieron el cadáver en un mantón bastante amplio que tomaron de la iglesia, y entre gimoteos y llantos lo introdujeron en su morada definitiva. Harper recitó un párrafo del Eclesiastés, el versículo 14, pero antes dijo: Pablo, al que todos conocemos, en su carta a los Tesalonicenses, dice: Vosotros hermanos no vivís en las tinieblas sino en la luz,  para que ese día no nos sorprenda  como un ladrón, siendo nosotros hijos de la luz. Hay que estar preparados, el Señor Jesús se encargó de anunciarlo, él murió para dar testimonio de la verdad. Escuchad del libro de la sabiduría:

“Feliz el hombre que se dedica a la sabiduría y que razona según ella; que reflexiona en sus cambios  y piensa en sus secretos; que la persigue como el cazador, acecha sus pasos, atisba por sus ventanas y escucha tras sus puertas; él fija su carpa cerca  de las murallas y se aloja en el mejor lugar; bajo su sombra se protege y establece su gloria y la vida eterna. Amén…

Todos los presentes con la mayor seriedad arrojaron un puñado de tierra, sobre los restos de Baker… Harper dijo: Polvo eres y en polvo te convertirás… vuelve el polvo al polvo… amen. Vamos amigos, dejemos a los muertos que descansen en paz…


ASALTO AL FUERTE DE SAN ANTONIO DE LA EMINANCIA


El fuerte de San Antonio y Santa Clara era todo un hormiguero.  Los hombres de Juan de Alcalá, incansables, cumplían sus obligaciones sin dilación. Se establecieron las guardias, asignadas solo a veteranos,  bajo estrictas reglas que incluían la pena de muerte sumariamente ejecutada.  Don Juan, revisaba personal  y los detalles del plan defensivo que mantenía en riguroso secreto, y sólo daba nuevas órdenes cuando era estrictamente necesario. Todo estaba preparado para recibir la muerte con dignidad, si ese era el precio a pagar  por el cumplimiento del deber. Aun así los soldados desarmaban  los cañones y  mosquetes y los dejaban listos para disparar, y volvían en ello incansablemente. Acomodaban y acumulaban las municiones piedras, por cierto, canto rodado de un material ciclópeo muy fuerte y resistente, algunos de forma redonda que superaban a las balas de plomo, y que se encontraba por millares en las playas de Cumaná. Don Juan dispuso convenientemente de las municiones, de la pólvora y de las máquinas de guerra, algunas de ellas improvisadas y ocultas hechas para sorprender al enemigo. Instruyó a los jóvenes que habían sido aceptados por su magnificas condiciones y experiencias, para que llegado el momento,  no sufrieran inhibiciones ni temores fatales ante el enemigo.
El momento de la verdad se acercaba. Los vigías acechaban cada movimiento del enemigo. Los artilleros tomaron posiciones de conformidad con el plan. Los carteros y exploradores  entraban y salían del fuerte sin ser vistos, más bien parecían sombras que se movían en la noche,  traían los partes de guerra para don Juan, que los leía a la tenue luz de una vela que tenía en una mesa llena de planos, la cual  había colocado detrás de la empalizada, para seguir las acciones y dar las órdenes pertinentes a través del enjambre de ayudantes que lo rodeaban permanentemente. Con él trabajaba su estado mayor y dos ingenieros militares; entre estos se destacaban dos  hijosdalgos, cuyos padres fueron héroes del “Ancón de Las Refriegas” en 1622: Don Pedro Onís de Lusua, y el capitán Don Domingo de Hurribalzaga, ellos aportaron su ingenio en unos artilugios en los cuales confiaban para derrotar a los enemigos o burlarlos.
La comunicación con Santa María podía calificarse de fluida. Incluso el gobernador visitó el fuerte de San Antonio, tomando un angosto pasadizo que serpenteaba entre las viejas murallas, lucía abandonado, más bien camuflado entre la agreste ramazón,  la mejor parte era subterránea, partía del lado oeste  del Patio de Armas por donde estaba la capilla del Carmen, y subía  600 varas por el cerro de la Eminencia, hasta cierto punto cerrado de cardones en la plazoleta del aljibe, cercano al puente levadizo. Desde allí daba la contraseña y le permitían entrar. Subía una escalera  que daba al adarve de la torre donde se sentía seguro y protegido. Era todo un alarde de confianza, y lo hizo en diversas oportunidades, para ultimar detalles con su sargento mayor; y así mismo éste y uno de sus ayudantes fueron a Santa María en los mismos menesteres utilizando la misma vía.

En el esplendor de la tarde cuando el sol hundía su cabezota en el horizonte azul tras la fila del Mochima, los forajidos estaban en posición de ataque.  El cerro de Los Chaimas al oeste del fuerte, poblado por una numerosa encomienda  ha sido abandonada. Los indios al presentir peligro se escurrieron hacia el río cuyas orillas quedan al bajar el cerro. Bajan por una calzada de piedras que da a una plantación de  coca,  de una especie diferente que llaman “Haysh”, un alucinógeno prohibido por el Rey, un arbusto camuflado entre el boscajes de Charas, una castaña pequeñita muy apreciada que se presta muy bien a tales ilegales propósitos.  En las playas del río tomaron sus curiaras y desaparecieron con sus mujeres e hijos vía “Puerto de la Madera”; desde donde se internarían por las vertientes de los ríos  hacia las montañas de Ture Maquire donde habitan los sabios piachas, ancianos que cuidan d’ellos  y habitan grandes cavernas en sitios inaccesibles.  

La vegetación del cerro de los chaimas es muy peligrosa y difícil, esta formada principalmente por cactus gigantescos que hacen murallas inaccesibles. Entre los cactus crecen unos árboles que llaman cuicas y  yaques espinosos. Las tunas y guazábanos son abundantísimos, y unas matas ponzoñosas y temibles, guaritotos, que no sólo producen urticarias y fiebres, sino que impiden entrar en los caminos y dificultan en extremo la marcha de las tropas.

El Tuerto decidió pedir opinión y llamó a su lado a sus hombres de confianza:  Lawriman, Rawling,  un baquiano al que llaman Cocote, y a quien no habían tomado muy en cuenta, pero este jíbaro era hombre de mucha experiencia,  comandaba uno de los galeones de 60 toneladas;  hombre discreto y taimado  que se venía haciendo notar  de “El Tuerto”, por su audacia  y la forma certera de atacar; y otro hombre del que pudiéramos decir otro tanto, y que también fue llamado por el Tuerto para la consulta: un negrazo cruel, el general Melchor Pitt, cuya opinión a veces era imprescindible. 

Al amanecer  del 27 de mayo, apenas cantaron los cucaracheros y la luz solar se esparcía por el horizonte, Laping y sus hombres tomaban café en su Cuartel General, instalado en una amplia churuata de la aldea indígena. Desde allí observaban displicentemente las murallas del viejo fuerte por el lado oeste, que daba frente a ellos. Los artilleros de Laping esperaban ansiosos sus órdenes para disparar, pero Laping no tenía ningún apuro. Sin embargo, en esos momentos sonó la trompeta en el fuerte llamando a formación… El Tuerto miró con rabia al trompetero que se destacaba de perfil sobre la blanca y sobria platabanda de la casa del Fuerte, un descanso al final de un tipo  de escalerilla de uso para subir a la parte más alta donde se coloca la bandera Real, que en ese momento había sido izada por celebrarse  el onomástico  de la Reina, Doña Mariana, a la cual Laping detestaba, como casi todo mundo.

Laping, en un arrebato de cólera, dijo: Esos estúpidos, al parecer no se percatan de lo poco que les queda de vida… y van a formación…
Al parecer –intervino Melchor Pitt, rubricando sus palabras con una estentórea carcajada- Y también van a merendar… Tienen  buen sentido del humor…
Yo los vi con mi catalejo – masculló Cocote, que estaba sentado sobre un peñón limpiándose las uñas con su enorme cuchillo- a uno de esos desgraciados, mirando nuestros movimientos y bostezando… al parecer los aburrimos.  
Será que no les importa morir –reflexionó Rawling, que por cierto no gozaba del aprecio de El Tuerto- Puede ser, que no les importe morir con tal de producirnos más bajas…
“Vamos a ver lo valiente que son –intervino El Tuerto,  desagradado, y dirigiéndose a Rawling, gritó: ¡General! Ordene que les den una ración de plomo a esos infelices…

Diligentemente Rawling, se separó del grupo y fue hacia los artilleros, colocados en la aldea, muy bien protegidos y camuflados, para hacer cumplir las órdenes de El Tuerto. Una vez frente a los artilleros que holgazaneaban, y los exhortó de esta manera:

Señores… Ha llegado el hora que esperrábamos en ansia…   Esta hora de gloria, por nuestras enemigas solo esperran la muerte... perro nosotras deber esforzar par hacer lo más pronta que  poder, parra regresar  nuestras casas… disfruten ricos que tener conquistado. Ustedes ser héroes de estas jornadas… nada  puede ser comparar con lo que hemos logrado. No  existe  Jefe como un Almirante Laping, y ningún tesoro del mundo es iguala, que habremos conseguido, a costa de sangre inocente. También tener venganza ser buena cosa: ¿Quién podrá pagar  muerte del Príncipe, ser hermano, que nos proteja a costa cualquier sacrificar?... El asiático ser otro más, algo increíble… suceder, y nos quitaron. Y  hablemos de frater…   todos… fue “El Magnífica”. Well frater, para que vamos  decir todos  nombres… nuestros hermanos…  Vamos  vengarlos.  Haber llegado el hora y el momenta… Disparen  la empalizada… según  ordenar de El Tuerta. Después disparar contra  cardones para abrir  camino a  escaladores.  Es necesaria que todos cañones entren en pelea. Atencion plis… Prendan  mechas…

Enseguida se inició el bombardeo. El sol resplandecía por el este y ambos fuegos se confundían. Los cañones bien ubicados y protegidos, invisibles  para los defensores, hacían su trabajo demoledor.  Don Juan se mostraba imperturbable. Dio órdenes precisas de no responder al bombardeo.  Solo responderán cuando el blanco sea visible. Dentro del fuerte, pese a la molestia del bombardeo, la vida seguía su curso normal.  
Desde el otro bando el fuego no amainaba, pero el sol hacía su recorrido. A la una del mediodía el calor era insoportable. El Tuerto ordenó un descanso, y convocó al Estado Mayor, y sobre todo a Águila Bizca, encargado de la artillería. . 
Reunido nuevamente de emergencia para estudiar la situación difícil que se presentaba porque el fuerte se les hacía inaccesible, por eso se dio la orden de suspender provisionalmente  el bombardeo.  Habían llegado a conclusiones tácticas muy interesantes, porque a pesar de haber destruido  buena parte de la empalizada, aun no podían hacer diana  en la muralla y se perdía material y esfuerzo,  puesto que, debido  a la posición que ocupaba la artillería, los disparos pasaban  sobre el fuerte, además tenían que pensar  muy seriamente, en la muralla de cactus que se interponía  entre ellos.
Eso lo sabía don Juan, por eso estaba tan tranquilo, ya le llegaría su oportunidad, para la cual estaba  consistentemente preparado. El tiempo transcurrió lento y tenso, aunque el aguaviento de la época mitigaba el calor. En la madrugada llovía copiosamente, y algunas veces en la tarde antes del ángelus.  Desde marzo de ese año las cortinillas de lluvia pronosticaban un  abundante y fuerte invierno. Al Tuerto no le gustó para nada el mal tiempo, sus hombres no se sentían bien, estaban francamente disgustados, no se movían con ánimo. Muchos engriparon y otros se quejaban de sus heridas. Por otra parte, habían adquirido el vicio del tabaco y el Run Run antillano, y se les estaban agotando las reservas, de tal suerte que El Tuerto, que participaba de esos vicios se vio obligado a   restringir su consumo, y les fijó una pequeña cantidad para cada uno. Por eso el mal talante, respondían con enojo, los cocineros preparaban mucho cacao y café para aliviar la tensión y estimularlos, pero de poco valía… Pasaban las horas  y no encontraban la forma de iniciar el ataque. En la aldea encontraron petates y chinchorros de moriche y holgaban lindamente.  
 
Entre tanto el estado mayor del Tuerto se reunió en una churuata más espaciosa, que tal vez era una escuela. En una mesa suficientemente  grande,  sentados todos alrededor en “tures”, que así llamaban los chaimas  a una banqueta sin espaldar, cómoda y liviana, hecha de madera y cuero de venado, parlamentaron. Al final, sobre la mesa, El Tuerto extendió un plano  del fuerte de San Antonio y Santa Clara, y explicó a su estado mayor, el plan que había concebido para asaltarlo con éxito. 
Quiero que observéis bien este plano, porque cualquier descuido con este fuerte nos puede costar la vida. Está dotado de 21 cañones útiles y 250 veteranos, entre artilleros y fusileros, que son los que deben preocuparnos. Como vosotros podéis ver, en las murallas hay multitud de aspilleras, que son  aberturas rectangulares horadadas en las murallas, desde donde los fusileros  disparan a quemarropa, y el escalador que pase frente a ellas esta muerto… enfatizó el Tuerto con la mueca de costumbre… Ustedes saben que una vez que estemos bajo las murallas los cañones no les servirán para nada… de tal suerte que vosotros procuraréis, por todos los medios, llegar a las murallas, después todo será más fácil… porque contaréis  con la protección de mi artillería que peinará permanentemente  esas murallas.

CAMBIO DE PLANES

Habían trascurrido varios días de bombardeo de la empalizada que se encontraba parcialmente destruida; sin embargo, don Juan de Alcalá, aprovechó la noche para trasladarse a la casa del gobernador, en compañía del alférez don Ignacio Duarte y Pedroza, y el cabo comandante, Antolín del Valle Villarroel, margariteño de pura sepa.
Dieron el santo y seña: “La victoria es siempre del Rey”.
Desde el fondo del subterráneo una voz respondió: “Y de la Reina de España”.
Se abrió una pesada puerta. Un guardia les dio las buenas noches: Dios guarde a Ud. don Juan y a vuestros acompañantes.
El Señor es nuestra esperanza –respondió don Juan.
Entraron por el subterráneo hasta el Patio de Armas. Diez guardias en posición de firmes franquearon el paso. Desde lo alto de las murallas del fuerte una voz inquirió: “¿Quién va?
¡Es don Juan de Alcalá!  ¡Abrid la puerta…!
Se sintió el ruido de las cadenas dando vueltas  en la máquina; los goznes crujieron, don Juan y sus acompañantes subieron  la escalera  que lleva a la casa de don Sancho Fernandes de Angulo y Sandoval, y su mujer, Marianela Gómez de  Fernandes y Sandoval. Los dos hombres se abrazaron, como solían, y después de los saludos de estilo, díjole el gobernador a don Juan.
Algo muy importante os trae esta vez.
No os equivocáis don Sancho.
A ver, a ver… de qué se trata, estoy impaciente.
Pues… creo que mañana muy temprano se iniciará el abordaje del castillo.
Bien, muy bien… como está convenido, alertad a vuestros hombres y escapáis… todo ha sido previsto en la junta… esos forajidos no se enterarán sino varias horas después… ya los tenéis acostumbrados al silencio…
Precisamente,  excelencia, venía a pediros autorización para hacer un pequeño escarmiento a esos bellacos, que he preparado concienzudamente…
Pero… don Juan… recordad lo que hemos acordado…
Por favor… permitidme que os lo explique, y si lo consideráis afortunado, sea…
Bien, no os puedo negar nada, no tengo otro hombre como usted,  ni creo que el Rey  en todos sus dominios…
Don Juan explicó al gobernador el plan, punto por punto, sin omitir detalles, y al final, el gobernador, aceptó.
Creo firmemente –razonó el gobernador- que no hay ningún peligro en ejecutarlo, y sus hombres se sentirán recompensados  por estos días tortuosos… Lo autorizo absolutamente, y le daré un despacho absolviéndolo de toda responsabilidad.
Luego de esta oficiosa conversación, los cuatro hombres  fueron al salón invitados por doña Marianela, la dueña de la casa, que los obsequió con un concierto de guitarra… les sirvió buen vino y jugaron  tresillo hasta el amanecer.


EL TUERTO DECIDE ATACAR

Al parecer el Tuerto no se había percatado del obstáculo insuperable que representaban los grandes cactus.  Entonces, el 2 de junio, quiso aprovecharse de la lluvia para lo que él creía que era el abordaje final. Ordenó a sus hombres  proveerse de armas livianas tales como pistolas  y cuchillos, que ahora tenían en abundancia, después del saqueo de la ciudad. Pero sus órdenes no se cumplieron. Esperó más de una hora, y se impaciento. Llamó a Lawriman, el cual se excusó diciendo que ya lo había ordenado y no sabía que pasaba.  El Tuerto preguntó, más bien gritó:
¡Hostia…! Qué pasa… dónde están los malditos hideputas… ¡¿alguien me lo puede decir?!

Se están haciendo los enfermos –musitó el negrazo Pitt,  al oído de el Tuerto. Este, hecho una furia, se dirigió al campamento, seguido por Pitt, Cocote y Lawriman. Lo que vio  le revolvió la sangre. La vena de la frente se le inflamó de tal suerte que iba a estallar… Sus hombres estaban folgando, recostados unos en chinchorros y otros en petates. El Tuerto  se acercó a un chinchorro y levantó por la pechera a un desgraciado  malencarado, conocido como Williams the Cat… lo soltó, sacó la pistola y le disparó al pecho matándolo instantáneamente, ante la sorpresa,  asombro y  terror de los forajidos. Luego gritó con voz atronadora…
“Si no se presentan inmediatamente al frente de de batalla, los mataré a todos con mis propias manos… ¡Gusanos! Dio la espalda y se fue con su comitiva. Los malhechores, más rápido que inmediatamente, corrieron a cumplir la orden de el Tuerto. Fue entonces que se inició el avance hacia el fuerte de San Antonio.

En el baluarte  dormían o se hacían los que dormían. El Tuerto apuraba a sus hombres y les advertía a cada instante: - No os confiéis… Barreos entre los abrojos y retamas… esto no es el mar… - Los malhechores avanzaron hasta un punto en el cual les era imposible continuar por la espesura de la muralla de cactus gigantes. De vez en cuando un disparo les advertía el peligro. El General Lawriman, atento a todo cuanto sucedía, ordenó sobre la marcha que trajeran hachas y cimitarras, para ampliar el camino. Varios hombres se movilizaron hacia el arsenal en el poblado, donde indicaba el que, sin duda, asumía el mando en calidad de segundo jefe.

Al parecer había una vía de acceso hasta la empalizada, hecha por las cabras, que convenía muy bien para hacer el callejón como se proponían, porque la brecha de las cabras no era suficiente para que la tropa se movilizara y menos para subir los cañones y demás pertrechos. Tampoco garantizaba una vía de escape si eran sorprendidos entre fuegos; pero si facilitaba el trabajo de las hachas y cimitarras.

Una vez que trajeron el material solicitado, Lawriman, en voz alta, llamó a varios comandantes y cabos de escaladores y les ordenó: “Preparrad una cuadrilla. Andar todo arriba sobre camino de chivos. Tener que anchar lo más grande que poder, 12 varas más o menor. Todos tumbar cardones más grandes, en menos tiempo. Manos a la obra.

Como los hombres no se movieron; estaban allí mirándose las caras, Cocote que estaba al lado del general, les dijo, tratando de traducirlo: “¡Oigan todos!  El general ordena que empiecen a cortar cardones por el camino que sube al fuerte, sobre un frente de 12 varas, para que pueda subir la tropa y las carretas. Empiecen ya”.

Lawriman personalmente había seleccionado las cuadrillas, escogió a los hombres  entre los más sanos y fuertes, sin embargo el trabajo avanzaba lentamente para la desesperación del Tuerto. No era tan sencillo abrir la pica. Debían cortar y trasladar los inmensos cactus, lo que requería un penoso proceso. Para trasladarlos tenían que despojarlos de sus terribles púas, luego amarrarlos con cuerdas y arrastrarlos por la estrecha y zigzagueante vereda. Todo en forma tan incómoda, debido a que por los lados de la vía, no tenían alternativas por lo espeso  de aquella vegetación endiablada.
Siete largos días duró aquella operación. Los forajidos blasfemaban y maldecían;  estaban cansados, magullados y espinados; entre turnos, unos con otros se sacaban  las espinas y se untaban sábila, que “gracias a Dios” -como sentenciaba Harper-  había en abundancia para apaciguar el doloroso y fastidioso escozor.
El Tuerto prestaba mucha atención a las expresiones de su gente, y no le gustaba nada lo que estaba ocurriendo. En el fuerte, aparentemente, sus moradores no se daban por enterados del trabajo que hacían y sufrían los vándalos, más bien mostraban una tranquilidad indignante, y lo que es peor, le cantaban saetas al Tuerto y a la vida tan difícil de los filibusteros, que al parecer conocían bastante bien; también se referían al trabajo  que les costaba la preparación del asalto, sobre todo un tal Mairena, andaluz o gitano, que improvisaba muy bien acompañado de su guitarra, de esta suerte:

Aayayaiii… aaaiii ayayaiiii
Lawriman… potro y pastoruuu aiii
Un capitannn industrioso aiii
Por un penique tramposo
Se mataraaaa el unooo al otroooo

Ole ole –coreaba la barra

Ayayaiiii aaaiiii ayayaiiii
La mortajaaaa esta dispuesta aiii
Juan de Alcalaaaa lo dispusooooo
Porqueeeee Laping duerme   siesta  aiiii
Y su arsenal esta en desusoooo
Ayayaiii aiiii ayayaiiii

Se escucharon oles y más oles…

Maldito!  ¡Maldito!  -Pateaba y gritaba el Tuerto- ¡Ya veréis… Os abriré el corazón con mis propias manos…! ¡Hijo de perra!… ¡Cantante de burdelillo!… ¡Cuánto os pagan! ¡No valéis un penique hideputa!…

Y desde el fuerte se escuchaban  carcajadas…

Los hombres de confianza de Laping tenían que contenerlo, quería subir  solo al fuerte para castigar al desgraciado que se atrevía a mofarse de él.
¡Dejadlos que griten -le decía Pitt-  ya les llegará su hora…!

Peter Harper era otro que estaba encolerizado, y de otra forma, con su vozarrón, gritaba al saetero:
¡Recuerda bribón lo que decía Sancho…! “Nadie sabe lo que está por venir, de aquí a mañana muchas horas hay. He visto llover y escampar, todo en un mesmo punto… “

Enseguida se oyó la saeta de Mairena

Ayayaiii en un mesmo puntoooo
En un mesmooo puntoooo
Te vas a quedar ayayaiii Harper de mi armaaaa
Porque no hay  iii iiii  dia ni nocheee
Después que la parcaaaaa te vengaa a buscarr aiii iiii

Y después de un tenso silencio volvía Harper con otro salmo y voz más alta:

“El vengador también sufrirá la venganza del Señor: ¿Quién lleva la cuenta de sus pecados…?  Perdona a tu prójimo y así, cuando lo pidas, te serán perdonados  los tuyos… Arrepiéntete miserable antes que sea tarde… y acuérdate de tu prójimo; abandona tu odio… Lee los salmos que allí encontraras calma  para tu espíritu… Atentas contra el Señor y su escogido… El levantará la vara de la justicia… Acuérdate de estas palabras a la hora de la muerte.

Y desde la muralla el saetero le respondía:
Ayayaiii aiii  aiiii ayayaiiii
Predicador ooo del salmooooo benditooooo
Mi fin nooooo esta anotadooooo ooooo
Aunque en tu bocaaaaa suenaaaaa bonitooooo
Perooooo la pelona busca un tuerticooooo

La muralla apiñada de soldados y oficiales gritaban ole y bailaban… y  aclamaban a Mairena… Otra …otra… ole.

Así trascurrió aquella y otras tardes entre chanzas arriba y rabietas abajo…
Por fin el trabajo de demolición de parte de la empalizada y la vía de acceso al fuerte estaban concluidos. El resultado podía apreciarse. Un buen camino con ancho de 12 varas y en algunas partes de 18, entre cactus gigantescos que los defendían de la artillería del fuerte, y sobre todo de disparos laterales que eran los más peligrosos, puesto que por el frente a los forajidos les era fácil disparar sus cañones  y mantener a los defensores a raya.
Muy de mañana, el día 15 de junio, Laping ordenó montar los cañones pequeños en sus cureñas y arrastrarlos  hasta el paso  y ubicarlos en lugar óptimo, para que sirviera de defensa  contra posibles incursiones  de los defensores, que se atrevieran a bajar  y emboscarlos. Pero arriba no había ningún movimiento.
Los hombres del Tuerto amanecieron preparándose e iniciaron el ascenso después del toque de corneta en el fuerte. Los 300 hombres de Lawriman,  bien armados ascendieron por la vía protegidos por los cardones gigantes, y llegaron hasta la muralla  pese a la lluvia de plomo que descargaron contra ellos los defensores, que descargaban los mosquetes con harto desprecio de su salud, arriesgándolo todo,  y los invasores no se molestaban en escudarse por sentirse protegidos.
Dentro de la fortaleza algo ingenioso se fraguaba. Todos los hombres acarreaban unas pailas y una suerte de ingenios de madera  con ruedas  y poleas, que las movían.  El sargento mayor, don Juan de Alcalá, dio los toques finales al sistema, nada podía fallar. Con un espejo y una clave informaba permanentemente  al gobernador en el fuerte de Santa María, del curso de los acontecimientos para que se mantuvieran atentos a cuanto ocurría  y a cualquier eventualidad.
El Tuerto también tenía todo coordinado, a su lado el Estado Mayor estaba pendiente del más mínimo detalle, y muy nervioso le molestaba la pasividad de don Juan, del cual tenia noticias desde la toma de la Habana.
Su merced, le dijo Harper, se da cuenta de la gravedad de la situación, esa gente se burla de la muerte, nunca había visto nada igual. Esos perros saben que van a morir y cantan, bailan y se mofan de nosotros  ¿Pensaran que pueden batirnos? ¿Será eso posible?

Amigo mío no os fiéis de las apariencias –sentenció el Tuerto- Esos malditos están  asustados  y escondidos; y las cancioncillas… ¡Que un rayo me parta!... Es el único medio que tienen para disuadirnos. Vamos a batirlos de una buena vez, nuestros hombres están ansiosos por combatir… Laping hizo una mueca, al parecer se trataba de una sonrisa. Caminó un trecho protegido por la muralla, hasta colocarse cerca de sus hombres, y les ordenó el asalto, les dijo:

¡Oiganme ustedes… raza de chacales! Encima de esas murallas está la muerte o la fortuna. Solo los cobardes desprecian la vida y el dinero. Es verdad que hoy somos ricos y nos podemos dar una buena vida sin mayores sacrificios, pero… ¿Vale la pena  vivir sabiendo que estuvimos cerca de un tesoro y no hicimos nada por apoderarnos de él?... Todo lo que está allí es nuestro… Vamos a tomarlo… al abordaje mis buitres… Acabemos con esos malditos… Voto a Belcebú que son nuestros… Adelante…
Don Juan de Alcalá ordenó a su vez disparar contra los invasores. Observaba el desarrollo de los acontecimientos desde una garita junto a su Estado Mayor, en el que se destacaban don Pedro de Onís y don Domingo de Hurribalzaga,  y otros militares como  el oficial real, don Francisco de la Cabrera; el alférez mayor, don Josef de Candía, el capitán Gaspar Morales de Rivero;  y el sargento mayor José de La Carrera, que habían solicitado al gobernador, autorización para prestar servicios en hora tan menguada, y se les había concedido. 
Sin embargo, para los artilleros era muy difícil hacer blanco sin exponer mucho, por la endiablada puntería  de los asaltantes… Varios hombres resultaron heridos en esos escarceos, aunque no de gravedad.
Los forajidos iniciaron la escalada, lanzaron los garfios hacia las murallas e iniciaron el ascenso, los fusileros dispararon  otra vez sin éxito contra varios asaltantes. Las murallas estaban ocupadas por centenares de rufianes que subían  por todas partes, disparando sus mosquetes y pistolas  y alcanzando casi las terrazas. Subían en medio de gran algazara y jolgorio, jamás imaginaron la sorpresa que les tenia reservada el ingenioso don Juan.
De repente, por encima de las murallas, aparecieron los artilugios con grandes pailas de aceite hirviente, que fue derramado meticulosamente  sobre los invasores. Miles de galones de aceite llovió sobre ellos, y a la vez la artillería del fuerte de Santa María, colocada en la explanada de Quetepe, comenzó a barrerlos con descargas inesperadas de fusilería… Y tal fue el pánico que cundió ente los facinerosos, que se lanzaban desde lo alto de las murallas, descolgándose de las cuerdas. Aullaban como perros tocados por el aceite hirviente, maldecían, blasfemaban, se revolcaban en el salitre  y muchos saltaron sobre los cardonales como almas que  lleva el diablo, y en ellos quedaban pedazos de piel  y  carne hecha jirones. No fue posible restablecer el orden.
El Tuerto gritaba… “Voto a Belcebú! ¡No huyáis cobardes que son nuestros… ¡Os mataré a todos con mis propias manos!… ¡Fijaos… ya se les terminó el aceite!… Volvamos a intentarlo  ¡Oh Dios… he sido burlado por unos inútiles!… El Tuerto se arrancaba los cabellos v lloraba como un niño al que han robado un juguete

No fue posible restablecer el asalto. Los filibusteros, casi todos heridos, se retiraron espantados. Mientras los fusileros del fuerte remataban a los que quedaron atrapados entre los cactus. Pero la gran mayoría, después de una carrera desenfrenada, se refugió en la encomienda de los chaimas. Se quitaban las ropas y se bañaban en sábila, que tenían en gran cantidad; se aliviaban inmediatamente, pero sus gimoteos no terminaron, más bien arreciaron y exasperaban al Tuerto.

Estaba verdaderamente desconsolado. Preguntaba a su Estado Mayor: ¿”Cuántos muerto hay?... ¿Cuántos heridos? Y luego volvía a gritar: “¡Malditos… mil veces malditos!. Su mirada quedó colgada y su mente alucinada,  prendida en el paisaje gris de la tarde.

Mucho tiempo estuvo Laping con esta paranoia. De repente se levantaba  del ture y gritaba… sacaba la espada y lanzaba golpes  contra fantasmas… Sus hombres lo calmaban. Duval tuvo la suerte de traerle un vaso de Run Run. Se lo tomó de un solo trago, y agradecido se levantó del ture  y abrazo al gigantesco haitiano, y le dijo: Gracias amigo… hermano Duval… y agregó llorando –No hay aventura en el mundo que no tenga sus altibajos… recuerda a Odiseo… hay tantos ejemplos en la historia…  Duval, tenlo por cierto, estarás a mi lado el día de la victoria… Ya me siento más reconfortado… buscadme sábila que tengo las piernas destrozadas… Ocupáos de los heridos y así me serviréis mejor… Que mis hombres se mantengan unidos… Nos vengaremos… mi venganza será terrible… los perseguiré hasta la muerte, hasta los mismos infiernos… ¡Malditos… malditos!... En verdad no estaba tan loco, pero lo parecía, se mesaba los cabellos impregnados de tierra y sangre, cualquiera que lo veía pensaría que era el mismo demonio.

Nadie se atrevía a decir nada al Tuerto por temor a la furia que desencadenaba en situaciones como ésta. Peter Harper que también se movió a consolarlo, se puso de pie frente a él, que estaba sentado en el ture con la cabeza entre las manos ensangrentadas, rodeado por algunos de su Estado Mayor, que habían salvado milagrosamente la vida, tomó su inseparable libro de oraciones y leyó en alta voz el Salmo 50:

“Ten piedad de mí Señor, por tu bondad y gran generosidad, borra mis faltas. Que mi alma quede limpia de pecados. Purifícame, pues mi pecado yo bien lo conozco, mi falta no se aparta de mi  corazón. Contra ti pequé Señor, sólo contra ti. Lo que es malo a tus ojos, lo hice… Por eso en tu sentencia eres justo, no hay reproches en el juicio de tu boca. Tú sabes que soy malo de nacimiento, porque en pecado me concibió mi madre. Enséñame en secreto tu justicia. Rocíame con agua de vida eterna. Lávame y seré blanco como la nieve. No me rechaces, Señor, ten piedad de mí  y consuélame.. Amen.

El Tuerto gimoteaba, levantaba el brazo y tocaba a Harper… y entre sollozos balbuceaba:

“¿Qué podemos hacer?… decididlo vosotros… ¡Lawriman, plis!... Duval… El Tuerto hablaba en tono vacilante- trasladáos al campamento y ved cuántos hombres quedan con vida… ordenad lo que deba hacerse con los heridos… A los que estén agonizando abreviadles la vida…. Usted general Pitt, preparad lo necesario para volver al cuartel en el convento, que allá podemos recuperarnos y organizarnos mejor…

Poco tiempo después, ya recuperados, unos 400 hombres que quedaron y se instalaron en el convento de San Francisco, estaban preparados para entrar en acción.  El 11 de julio, a las 7 de la mañana, se reunió  el Estado Mayor en la mesa oval: El Tuerto, presidiendo la Junta, los almirantes Peter Lawriman,  John Rawling, Peter Harper, André Duvale, Cocote, Melchor Pitt,  y 8 oficiales, uno por cada barco, cuyos nombres no aparecen en el pergamino, conversaban pero sin decidir nada, esperaban a que el Tuerto hablara. Tenían un tesoro incalculable, lo lógico era marcharse, pero la sed de venganza que cegaba al Tuerto,  lo impedía; y presumían que continuarían hasta el final. Por fin el Tuerto habló: 

-Deseo escuchar vuestras opiniones…

Después de un día de deliberaciones, forcejeos, propuestas de parte y parte con entera libertad, El Tuerto reaccionó:
No estamos vencidos, tenemos la ciudad. Los sitiaremos hasta que mueran de hambre… Esa es mi decisión… El que quiera marcharse que se vaya… Aquí cuidaremos de nuestros heridos hasta que sanen completamente… Aguardaremos lo que sea necesario… Ya veremos quién ríe de último… Me encargaré personalmente de ese sargento Juan de Alcalá… le haré pagar sus cancioncillas. Que nadie lo toque si cae prisionero… Es mío… el que lo mate se las verá conmigo…

No había más que hacer, lo que el Tuerto decidió, eso era lo que se haría. El Estado Mayor unánimemente lo acogió, estarían con él hasta la muerte, lo seguirían  al infierno si fuera el caso.

Harper dijo: Recuerden el mandato bíblico, porque estamos tomando una ciudad: “Pondré la llave de David sobre su hombro… Jueces y dignatarios  harás en todas sus puertas, y ellos juzgara al pueblo con justicia…”

Todos decidieron acatar al Tuerto y se lo comunicaron. Entonces  les dijo:
“Para que veáis lo magnánimo que soy y el aprecio que os tengo –señalando con el dedo índice hacia el patio contiguo, donde estaba el tesoro-  de ese tesoro del que me pertenece la mitad por ser vuestro jefe, y que aún no hemos contabilizado, lo repartiremos ahora mismo en partes iguales, no quiero preferencia de ninguna clase; repartíoslo entre jefes, son ocho grandes partes, y cada uno a su vez hará lo mismo equitativamente con sus hombres…  Podéis hacerlo de inmediato,  repartíos el botín; y si queréis lo lleváis a vuestros barcos… Sólo exijo que lo que me corresponde, sea trasladado a mis habitaciones, bien empacado y con la mayor seguridad. Pónganse de acuerdo todos los capitanes y hagan  la selección. Ojalá que el reparto no traiga problemas entre vosotros,  eso va en la inteligencia de cada uno y el trato de sus hombres. Id y hacedlo bien…
Seguidamente los almirantes y sus oficiales se retiraron, llamaron varios ayudantes e iniciaron el reparto.



LAS CONJURADAS

Lejos de este escenario, cerca del poblado de indios de Güirintar, al este de la ciudad, en el convento de la orden de los Jerónimos, que se conoce con el nombre de “Convento de los Frailes”, construido en 1591 en las faldas del Quetepe, llegó un grupo de damas de la sociedad cumanesa, que habían emigrado en vista de la gravedad de la situación. Varios coches tirados por briosos y fuertes caballos percherones que denotaban su rango, se detuvieron a las puertas del convento.  Una de las damas, bastante conocida, doña Juana Isabel Márquez de Valenzuela, con traje de amazona, no esperó que  el quitrín se detuviera, se bajó con  habilidad y corrió hasta la gran puerta principal de estilo plateresco, en el centro del muro del convento, que queda a la vera del camino que pasa frente al convento y se interna en las montañas de Quetepe y Camacuey. Es una sobria construcción de estilo romano, con detalles como la puerta, muy sólida, labrada en cedro, con detalles del bautizo de Jesús, y  espacios abiertos que semejan un paraje campestre, protegida a cada lado con fuertes columnas rectangulares de granito,   y altas murallas de cal y canto. En el interior un patio central de amplios corredores, adornado con parrales y un aljibe. Al final del corredor principal  tiene una pequeña pero cómoda y limpia capilla, avocada al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que es el patrono de la encomienda, constituida por más de 300 indígenas chaimas y guaiqueríes, cuyas chozas están dispersas  por las orillas del río Güirintar, que atraviesa los terrenos del convento.
Dentro de aquellas murallas está el Seminario y los claustros, de largos y amplios corredores, 300 varas de galerías, con ventilados salones y dormitorios. En las vegas, aprovechando un manantial que salta de las laderas del Quetepe, los frailes han fomentado una huerta rica en hortalizas, hierbas medicinales y  gran variedad de frutales.  Por año se dan tres cosechas de uvas blancas, más dulce que la miel, de donde producen su propio vino. Además en el infinito morichal y las márgenes del río, hay naranjas, limones,  melones, patillas, lechosas. Tienen otro huerto al otro lado del río,  donde hay piñas silvestres, anones, maíz, caña de azúcar, ocumo y  yuca. La despensa siempre está llena, alcanza para intercambiar con los indígenas, para lo cual mantienen un almacén donde se encuentra de todo lo necesario e imaginable.             Tanto la administración como la Orden dependen del gobierno eclesiástico de Puerto Rico. El Rector del Convento es fray Manuel Bartolomeo  de la Peza, bajo cuyas órdenes trabajan 11 frailes, entre indígenas y españoles; seis monjas y 80 seminaristas, todos nativos de la encomienda. A poca distancia del convento está el pueblo de El Peñón con sus playas cristalinas, ricas en pesquerías.
Doña Juana Isabel, con otras damas de Cumaná, se agolparon a las puertas del convento para solicitar refugio.  El momento era intenso y  dramático, las mujeres tenían el miedo en el corazón.

Aquel día, ya entrada la tarde –escribió en el libro diario el Rector Fray Manuel Bartolomeo: “sentí fuertes golpes en la puerta principal, y como los demás sacerdotes, monjas y seminaristas estaban orando en la capilla, pues era la hora de oraciones,  fui hasta la puerta, y al abrir me llevé una grata sorpresa… Allí estaba nada menos que mi gran amiga doña Juana Isabel Márquez de Valenzuela,  esposa del jefe de las fuerzas regladas de la Capital”.

Pase Ud. doña Juana Isabel… y vosotras… pasad… ¿Qué os trae por aquí a estas horas?... Al parecer, estáis asustadas… ¡Venid… venid! vamos al salón para que hablemos, pues debe ser algo muy serio… vosotras al parecer,  estáis preparadas para un largo viaje… No es usual recibir gente tan importante en esta su humilde casa –El buen fraile hablaba mientras caminaba rápidamente por el amplio corredor; las damas  escuchaban al buen padre con respetuoso silencio sin ocultar su nerviosismo. Pasaron al salón.
A Juana Isabel la acompañaban siete damas distinguidas de la ciudad, a saber: Diana Serpa Rendón, María Providencia del Cristo y Rivero, Tulia  Correa de Guzmán y Matajudíos, Josefina Requena de Zea, Natalia Silva y Guerra de Aristeguieta, Rosa Berrizbeitia de Alcalá, Elena Tepe  de Serpa, Josefina de la Rosa Arce y Rojas.
Sentáronse  alrededor del padre Manuel, a quien conocían y protegían hacía bastante tiempo.  

¡A ver… a ver!  Contadme por favor  -inquirió el sacerdote frotándose las manos como acostumbraba, y mirando fijamente a Doña Juana Isabel.
Juana Isabel, muy nerviosa, tomada de la mano de Diana Serpa, contó al padre Manuel, con lujo de detalles, todo el drama que estaban viviendo en Cumaná y lo que podía pasar  si los forajidos  decidieran asaltar el Convento.
El buen padre entendió de inmediato el drama que estaban viviendo en Cumaná, y dijo: Bien, hijas mías, por ahora lo inmediato  es que os acomodéis lo mejor que podáis, y de cierto os digo  que aquí podréis descansar  tranquilas… no os faltará nada. Para nosotros es un honor  tenerlas bajo este techo… Ya me ocuparé de la protección de este sagrado lugar. No temáis… Dios está con nosotros.
El Padre Manuel dio unas palmadas y a poco se presentó un joven, indudablemente seminarista aborigen, de más que mediana estatura y agradable presencia… al cual dijo:
¡Agustín, por favor!... ocupáos personalmente de alojar a estas damas y procurad que nada les falte…Estaréis a cargo d’ellas mientras estén hospedadas aquí. Podéis pedir la colaboración de algunas jóvenes para el servicio… -luego, dirigiéndose a las damas- Las dejo en muy buenas manos; si queréis orar con nosotros venid a la capilla, y luego merendaremos juntos; debéis estar muy cansadas; os enviaremos el refrigerio acostumbrado a vuestras habitaciones si queréis. Me disculpáis debo continuar mis ejercicios espirituales.

Gracias padre Manuel… vaya Ud. con Dios… Gracias…
Den las gracias al Señor… Que estén bien… será suficiente para mi…   
Mas tarde llegaron otras damas, muy relacionadas con el convento, que recibieron el mismo trato, ellas eran: Juana Fortiño de León, Josefa Sánchez de Torres y Mariana Centeno de Vargas, todas de familias importantes de la ciudad y de la misma comunidad, por lo cual fueron muy bien recibidas por sus compañeras.  Pasaron al mismo amplio dormitorio que les asigno Agustín, en el cual estaban alineados 20 catres eficientemente arreglados.
Al lado de cada catre había un ture. Las damas se desvistieron ceremoniosa y tímidamente; desabrocharon sus chaquetillas de viaje; se observaban con disimulo, en absoluto silencio;  para ellas era un poco embarazoso desvestirse, estaban cohibidas. Colocaron sus prendas en los catres, se miraban con disimulo, no sabían que hacer… hasta que Juana Isabel dijo, en  alta voz, rompiendo el silencio…

¡Señoras… mientras nos desvestimos vamos a conversar! ¡Dejémonos de gazmoñerías… El momento es terrible y nos estamos  jugando la vida…!
¡Sí… tenemos que hablar -ratificó Diana Serpa,   levantándose cuan alta y hermosa era…¡Vamos, tomemos los tures y hagamos una mesa redonda…!
Diana Serpa, a quien llaman la Griega, sabía que había llegado el momento de demostrar lo que todos pensaban de ella. Debía asumir el liderazgo para el cual había nacido.
Cada mujer cogió su ture y avanzó hacia el sitio que indicaba Juana Isabel con el dedo y formaron un corrillo en un extremo  del amplio salón, frente a la puerta que da al patio  central del convento. Nadie podía imaginar lo importante que era aquella reunión informal, allí se estaba decidiendo la vida de aquellas mujeres y  el futuro de la ciudad. Las damas estaban en bragas, tal vez era la primera vez en su vida que se desnudaban ante extraños, y no se percataban de ello. Eran mujeres altas, fuertes y hermosas. La puerta, por descuido había quedado abierta y por el pasillo circulaban algunas personas…

¡Cierren esa puerta, por favor…! -rogó con cierto rubor, Juana Isabel…

Doña Rosa, que estaba más cerca, se levantó rápidamente, protestó por el calor, miró hacia el pasillo y cerró la puerta… No sin antes decir –¡No hay nadie!... -Ya había más confianza y las damas se contaban sus angustias y chismes.

Amigas, atención… por favor… -solicitó Juana Isabel apenas cerrada la puerta. Estaba nerviosa, moviendo las manos con cierta excitación- Tenemos que hacer algo y rápido… No hay mucho que pensar… Esos piratas son de lo peor… Son asesinos… Ellos nos matarán tarde o temprano… Nos violarán y asesinarán a sangre fría y de la manera más cobarde… Ustedes están enteradas de lo  que hicieron en el pueblo de Mochima… Pues  bien,  es hora de actuar… tengo un plan, algo que proponerles…

Todas las damas estaban expectantes, especialmente la Griega, que se destacaba por su noble talante. Era algo inesperado, ninguna de aquellas damas podían imaginar a Juana Isabel presentando un plan para salvarlas. En ese instante, un rayo no las hubiese impactado más. Se acercaron lo más que podían a aquella mujer, cuya dignidad y personalidad de repente se revelaba.  Ya no se trataba de su elegancia, sus facciones finas y definidas, su carácter firme, ni el hecho mismo de tener un plan, sino que su voz  se metió dentro, muy dentro del corazón de aquellas mujeres enloquecidas de miedo que dentro del túnel  veían una salida.  Un denso silencio acogió la intervención de Juana Isabel… pero era un silencio esperanzador, de sus gargantas casi se escapó un grito de aleluya… Sí, aleluya… vamos a actuar.

Antes de hablar Juana Isabel recorrió los rostros de aquellas mujeres, y aunque no quedó muy conforme, eso era lo que tenía y con eso iba  a actuar, levantando la voz dijo:

Reconozco que es muy peligroso lo que voy a proponeros, pero es lo que se me ha ocurrido… lo que he venido meditando… eso si, si alguna de vosotras tiene ideas mejores, que lo diga, estoy dispuesta a participar en cualquier proyecto aceptado por vosotras.
Vamos al grano –interrumpió La Griega. Decidnos lo que habéis pensado hacer y lo haremos. No podemos perder el tiempo  en discusiones, en esto va la vida  de nuestros hijos, de nuestros esposos y de nosotras mismas. Es hora de actuar y no de discutir. Todas estamos con vos –y dirigiéndose a las demás, les pregunto… ¿Es no es así…?

Todas las damas asintieron… Otra vez tomó la palabra Juana Isabel… con voz grave y pausada explicó punto por punto su proyecto. Las damas formaron una mesa  redonda y discutieron todos los pormenores del plan. Se discutió hasta el cansancio, se hizo una larga lista de mujeres entre los 20 y los 40 años que podían formar parte del plan; se corrigieron detalles, se nombraron las comisiones, se inventariaron recursos,  se decidieron cuestiones  relativas  a las armas que podían usar, a los sitios de reunión, etc. etc. pero, ya en la madrugada, habían aprobado un proyecto  con todos su detalles.
La Griega se levantó, caminó lentamente hasta quedar al lado de Juana Isabel. Desde cualquier ángulo que se  le viera, aquella mujer de estatura superior y perfil griego, llamaba poderosamente la atención por su gracia natural; sobre todo ahora en función de líder, cuando le tocaba arriesgar su vida y se revestía de grave solemnidad. Entonces levanto la voz.
Amigas, me conocéis   desde ha mucho tiempo sabéis que soy tenaz, católica y romana, y buena esposa; ahora estoy con vosotras hasta la muerte, que si ha de venir  no la temo, porque mi alma pertenece a mi Señor y el sabr;a cuidar d’ella.  Lo que habéis escuchado  es y debe ser, para siempre un secreto sagrado, que no podéis divulgar, ni siquiera a nuestros hombres… se lo podréis decir. Ellos no lo sabrán nunca, está de por medio su honor y el nuestro. No lo entenderían…Ahora bien, parte principal de este plan es reclutar por lo menos 600 mujeres, y si Dios quiere, muchas más. No importa que sean solteras, viudas, gordas, flacas, altas o bajas, lo único que hace falta es que sean valientes, amen a su pueblo y estén dispuestas  al sacrificio. Yo saldré inmediatamente para la vía de Cumanacoa y pueblos aledaños, las que me quieran seguir tomen su caballo, algunas cosillas y síganme…

Juana Isabel –reposadamente dijo a la Griega- “Aquí somos un puñado, y cada una de nosotras ira por un camino diferente… Vete a Cumanacoa, con uno de los sacerdotes; y  si no pudiera ir alguno d’ellos, habla con el padre Manuel que él enviará a alguien contigo. No puedes ir sola. Estoy segura que encontrarás a más de una en el camino que quiera seguirte… Como tendrás que ir a caballo, hablaré con el padre para que lo tenga dispuesto después que descanses y puedas ir a cumplir con éxito  tu misión… ¡Ve con Dios…! La Griega abrazó y besó a Juana Isabel, y le dijo: ¡Estaré contigo hasta la muerte… hermana…!

Juana Isabel se encargó de nombrar las comisiones para los diferentes puntos de la provincia y se lo participó al padre Manuel Bartolomeo, sin mayores explicaciones, el sacerdote autorizó la salida, les asignó algunos acompañantes,  proporcionó las vituallas necesarias para el camino, les impartió la bendición y les dijo: “Hijas mías podéis regresar cuantas veces lo deseéis, y perded cuidado, que aquí nos sabemos defender… y agregó:
Todo lo que tengo en este convento está a vuestras órdenes ¡no  dudéis en pedirlo!   Dios concede todo al que lo pide, el que guarda silencio no necesita nada. Espero que ese no sea el caso de vosotras… Todos los riesgos que corréis los correremos todos  y todo lo que obtengáis lo obtendremos todos… Si perdemos la vida no será por no haber hecho nada para salvarla. Aquí también combatiremos a los desalmados invasores… Todos nos armaremos… nos defenderemos, porque no son únicamente nuestras vidas  las que corren peligro, sino las de todo un pueblo. La de los niños y mujeres, los ancianos, los enfermos, todos estamos en peligro. Cuenten conmigo y con todos los de  esta,  su casa… ¡Dios las bendiga…!

Doña María Providencia tenía hacienda en Cachamaure, y de antemano sabía quiénes la acompañarían, de tal suerte  que se despidió de sus compañeras… y muy de madrugada tomó sus caballos  y partió al galope por la vía de Güirintar, buscando las pesquerías de los Cabellos y Aristeguieta, en La Chica y Marigüitar, donde estaban, con toda seguridad, sus familiares y amigos, propietarios como ellos de trenes de pesquerías y haciendas de coco y caña melar. Viajaba escoltada por dos mancebos que le asignó el padre Manuel.

Doña Rosa y doña Josefina de La Rosa,  tenían haciendas en Aricagua, partieron muy tempranito, con la aurora, por la vía de Barranquín hacia la Cruz del Maguellar, bajarían al Puerto de la Madera, buscarían el curso del río Cancamure y subirían por el camino de los españoles hacia San Fernando Viejo y de allí  descansadamente hasta las fértiles tierras y  trapiches de los ricos valles del río Guasduas.

Doña Natalia y doña Josefina Requena salieron vía Manicuare, hacia la fortaleza de Santiago de Araya donde tenían  familia. El Sargento Mayor, Pedro León Silva, veterano de mil combates contra  corsarios que  infestaban las costas de la provincia, se haría cargo de ellas, y les prestarían  apoyo para toda urgencia, de eso estaban seguras. El padre Manuel las llevó hasta el puerto del Peñón   y las embarcó en una balandra muy marinera del capitán  Fucho  Maneiro, después de explicarle lo que estaba sucediendo, el bueno de Fucho no se había enterado de nada porque estaba arranchado esperando el paso de Jurel; de inmediato llamó a sus ayudantes, recogieron los rezones, el ancla, soltaron las amarras y partieron.
Todas las damas fueron a cumplir su misión. Después de una semana de fatigosa búsqueda, las conjuradas se reunieron en Cumanacoa bajo un frondoso samán, al lado de la iglesia, un bello templo construido recientemente por los frailes aragoneses de Cumaná. Ya el sol se había colocado sobre sus cabezas  y parte de las convocadas oraban en el templo. Juana Isabel envió a por ellas. Eran  600 mujeres, todas casadas, reunidas bajo el samán. Juana Isabel dijo a la Griega: “Os ruego que les habléis. Vos tenéis un don especial  que os ha dado Dios… para comunicaros en circunstancias difíciles…

Está bien, lo intentaré… -fue la escueta respuesta. La Griega se abrió paso  entre la multitud. Avanzó hacia el Samán y subió un montículo que se levantaba sobre una raíz. Levantó la voz, de por sí audible… Escúchenme todas, por favor –cesó el murmullo. Logró de inmediato   atención y silencio. Su forma insinuante de hablar, el acento peculiar de las cumanesas, encajaba perfectamente en aquel ambiente, sobre todo para aquella gente dispuesta a todo sacrificio-

Amigas… préstenme atención… es importante… No vamos a discutir el plan… Todas ustedes lo conocen… ya lo hemos aprobado… Vamos a jurar solemnemente ante Dios Nuestro Señor y ante nuestra conciencia, que lo que aquí discutamos y aprobemos  quedará en secreto para siempre. Va en ello nuestro honor y la vida de nuestras familias y de todo nuestro pueblo…Voy a tomarles juramento… La Griega alzó un poco más la voz:

“Juran ustedes por Dios que guardarán respetuoso silencio sobre todo lo que digamos y aprobemos en esta asamblea... “ 
La multitud gritó con fuerza

¡Lo juramos… lo juramos!

“Si así lo hiciereis que Dios y vuestra conciencia os lo premien y si no que os lo demanden”… Luego continuó… Ya ustedes están enteradas de las líneas generales del plan que vamos a poner en ejecución de inmediato, a menos que os opongáis… (Un silencio comprensivo fue la respuesta).  Perfecto, haremos un breve recuento nada más…”
La Griega explicó detalladamente el plan… (La multitud guardó silencio asertivo). De todas formas… continuó la Griega… Si tenéis alguna duda razonable podéis pedir nueva información y se os dará… Mi opinión personal es que el plan concebido para eliminar a los salvajes invasores, funcionará, de eso estoy absolutamente convencida… Cada una de nosotras está comprometida y responderá con su vida por la vida de las demás… No puede haber vacilaciones ni equivocaciones… Al momento de actuar se deberá proceder con sangre fría y que Dios nos perdone, pero así se ha decidido, ustedes son voluntarias, aquellas que no se sientan capaces de llevar a cabo lo acordado, deben decirlo ahora. Es preferible desertar que traicionarnos.  Un error puede conducirnos a la muerte y eso no sería lo más grave… Mediten muy bien, sobre todo aquellas que se sienten débiles e incapaces de hacer lo que les estamos pidiendo, porque las ganas no son suficientes… ustedes saben a lo que me refiero… tienen una hora para pasar a la fase de ejecución…

LAS EMBAJADORAS

Las damas se dispersaron y la Griega, apartándose de la multitud, dijo: –Necesito tres voluntarias que vayan a parlamentar con los forajidos… tengo entendido que entre vosotras hay unas damas que dirigen un grupo de teatro y que, muy bueno, porque han montado varias obras… me gustaría saber si podemos contar con ellas.
Casi inmediatamente se produjo un rebullicio, y tres mujeres se adelantaron hasta el samán, donde Juana Isabel, La Griega, Rosanieves, Pipina, Natalia,  Evelia,  Providencia, Enma, Cecilia y Josefina,  las recibieron.

Teresa de Jesús, una rubia hermosa y fuerte, se adelantó, y dijo -Nosotras somos de sangre gitana, y podemos hacerlo–Era una mujer de mediana estatura, cabellos recortados al rape, por la costumbre de usar pelucas –Si… estas tres que aquí estamos… preparadas para lo que sea. ¡Jolines! No nos gusta que nos maten sin hacer nada para evitarlo. Somos voluntarias para lo que guste mandarnos, aunque en ello nos vaya la vida… “
La Griega las miró y  observó detenidamente. Teresa de Jesús sostuvo la mirada sin amilanarse y también observó a la Griega desde los pies hasta la cabeza. Una leve sonrisa brilló en su rostro… Aquella mujer era un verdadero jefe. Sí señor…

¿Como te llamas…?

“Teresa de Jesús, para servir a Dios y a usted… Margariteña para más señas, y mejor decirlo. Y éstas mis compañeras: Marta y Leonor…Mismamente.

“¡Pardiez!  No puede haber mejor elección… Vengan conmigo…”

Las tres mujeres fueron tras la Griega. Se reunieron con Juana Isabel y el grupo dirigente, frente a la iglesia, apartándose un poco del batallón de mujeres, que conversaban animadamente y hacían sus propios planes. Sentáronse en la acera y en unos banquitos de madera que les prestó el cura misionero de San Baltasar, Don Antonio de Figueroa…
Teresa de Jesús, Marta y Leonor, escuchen…  la Griega habló con voz apenas audible, como para que nadie más la escuchara… La tarea más difícil os toca a vosotras. Iréis de inmediato a Cumaná… Os entrevistaréis con los piratas. Buscad al jefe. Un sujeto al que llaman El Tuerto, es un  tipo bestial, inmisericorde. Tenéis que usar las artimañas que sabéis y, las que no sabéis, las inventáis. Vuestra misión es ofrecernos a los forajidos. Inventad lo que se os ocurra: que estamos solas, que perdimos nuestros maridos, que desesperamos por tener hombres… que queremos estar en nuestras casas, que somos hermosas, lo que se os ocurra, pero convencedlos de que no soportamos más estar sin hombres y sin casas, y que los complaceremos en todo lo que deseen… En fin, que seremos sus esclavas… No les preguntéis cuántos son ellos, sino cuántas mujeres quieren. Hagan su papel de celestinas y maritornes… que esos hombres tienen muchos meses sin mujeres, cualquier argumento servirá… Y si el jefe no os atiende, si os desprecia, buscad a los demás jefes que debe haber otros; poned de manifiesto vuestra oferta entre ellos, que ellos mismos se encargarán de su jefe. Por nosotras serán capaces hasta de matarlo… Vestíos provocativamente. Ya sabéis cómo hacerlo…
Al terminar la Griega su arenga, se levantó Juana Josefa y se dirigió a todas las mujeres “Escuchadme amigas, es necesario que os proveáis de una daga… aquella cuyos maridos son militares o milicianos, no tendréis problemas porque todo militar tiene una daga toledana especialmente apropiada para la misión que vosotras cumpliréis. No podéis ir a la misión sin esa daga, así que aquella de vosotras que no la tenga no irá… Y lo sentiré mucho, pero esa es una decisión imprescindible para lograr el objetivo que buscamos… Es posible sustituir la daga por un puñal o una daga corta, vosotras veréis y por supuesto ante cualquier contrariedad os comunicáis conmigo para buscar una solución aceptable. No desmayéis, esas dagas me las entregaréis a mi… es parte del plan”.

Todas entendieron a Juana Isabel, y Teresa de Jesús que se había apartado con Marta y Leonor, para discutir su plan particular,  se le acercó a La Griego y le dijo:
“Señora, escuchadme, creo que entiendo perfectamente… y mis amigas también. Dejadlo por nuestra cuenta, ya lo veréis…  Diga cómo y cuando nos trasladaremos a Cumaná. ..Ya estoy impaciente por comenzar este drama, que tal vez sea el último de mi vida… pero de algo tiene uno que morir… más pronto que tarde… Esta será la representación más importante de nuestra vida, os lo aseguro… Os doy las gracias por este papel estelar… Ya pensaba que mi vida pasaría sin hacer nada útil, no hay mal que por bien no venga… “

La Griega pasó por alto el discurso de Teresa de Jesús, y preguntó a María Providencia, que estaba a su lado:
“¿Tus caballos están listos, se los puedes dar a estas mujeres?

“Tengo algo mejor para ellas -respondió María Providencia, y señalando con el dedo hacia un bosquecillo cercano, díjole –“Veis aquella carreta. Pueden viajar las tres cómodamente…Se la pueden llevar, y mis peones las acompañarán hasta Gamero, que es un sitio de postas en la orilla del río de Cumaná, a una hora de carretas. No les faltará nada… mis hombres son baquianos“

“Los preparativos del viaje se hicieron aceleradamente, como lo exigía Juana Josefa. La carreta, tirada por una buena mula era bastante cómoda, dotada con cuatro ruedas nuevas de arco y un techo alto de tela encerada. La carreta tenía además capacidad suficiente para llevar el complicado equipaje de las gitanas.
La caravana que se formó tras las gitanas,  partió al otro día muy temprano, antes de salir el sol, tomaron la vía del convento de San Fernando, desde allí partirían por la ruta de los arrieros hacia el fuerte del Imposible, donde cambiarían la mula; seguirían por  Salsipuedes, la Soledad, el Potrero,  el pie del Tataracuar; luego bajarían hasta Gamero y Puerto de La Madera.  El camino es largo y peligroso;  hay indios amotinados en todas partes. Los ríos son abundantes,  por estos meses  salidos de madre.  El viaje dura normalmente dos días. Durante la noche se puede acampar en varias postas, reforzadas con fuerzas regaladas debido a la emergencia. Todo estaba previsto y por supuesto, se les dio salvoconducto para estas contingencias.
En realidad no es nuestro prepósito escribir sobre las incidencias de este viaje, indudablemente interesante.
Lo importante es que algunos días después las mujeres llegaron a su destino. Detuvieron su carruaje sin ningún inconveniente frente al convento de los franciscanos, como si fuese lo más normal del mundo y cuando amarraban el carruaje, se les acercó un rufián, que blandiendo un cuchillo, espetó:  ¡Hideputas¡ ¡¿Pero que hacéis agora, tenéis acaso permiso del capitán para andar por aquí como perro por vuestra casa?.

Teresa de Jesús, sin temor, como era de su natural forma de ser, se adelantó, estaba preparada para aquella eventualidad. Sacó un pergamino lacrado, que llevaba escondido debajo de la blusa y poniéndoselo muy cerca de los ojos al interfecto, díjole al forajido:

¡Lee estúpido…! ¿No veis la firma de vuestro capitán? Esto se llama salvoconducto… ¡Anda majo… ¡ Llevadnos a la presencia del fiero Walter Laping, que puede partiros los sesos –y ensayado su mejor y pícara sonrisa, agrego: “Que por otra parte de nada os sirven…  ¡Anda hombre… ¡ Manda un esclavo que se encargue de la carreta y  den pasto  a la mula…“

El rufián ni siquiera vio la carta. Guardó el cuchillo en el tahalí… mandó hacer lo que se le pidió, y dijo:

¡Venid conmigo… malditas… ¡

El rufián y las tres mujeres se dirigieron hacia la puerta principal del convento. Los forajidos se amontonaron a su paso. Los piropos más grotescos las acompañaron, mientras sus cuerpos  ondulantes, sus sonrisas y miradas envolventes hicieron las delicias de la turba. En verdad aquellas mujeres eran hermosas, y con aquellos trajes provocativos… ¿quién iba a atentar contra ellas, sobre todo en aquellas circunstancias?
Llegaron a la barbacana del convento, se detuvieron, se les acercó un tipo mal encarado, pero quién lo enfrentó fue el rufián  que las acompañaba.
¡Oye, dormilón…! abrid la puerta que estas damiselas son invitadas del Tuerto…

¿Cómo decís…?

¡¿Estáis sordo…? ! Son invitadas… tienen sus documentos en regla…!
¡Mirad zopenco…!  No recibo órdenes vuestras, y no las voy a dejar pasar… ¡Entendido…!
¡Bueno… seréis carne para los buitres… tienen  salvoconducto…!
Mostrádmelo idiota y hablad menos…

Teresa de Jesús le presentó el pliego al vigilante y se lo acercó tanto a los ojos  que el tipejo tampoco pudo ver nada.

Bueno… bueno, si es así que pasen… total si es falso el Tuerto las matará… y a mí ni me va ni me viene…. Quien se mete en la boca del tiburón… pues… ¡anden… anden… ¡  es por allí… pregunten por él… lo vi pasar para la enfermería…

Las gitanas, sin más ni más, pasaron adelante y se plantaron ante el Tuerto…

LA OFERTA

Los forajidos se habían retirado del cerro de los Chaimas para refugiarse en el convento de los Franciscos. Toda la ciudad estaba bajo su dominio. Las autoridades, aprovechado su éxito, habían desalojado los fuertes  de Santa Catherina,  San Antonio y Santa María, utilizando el sistema de túneles que comunicaban a estos dos últimos con el Polvorín, que quedaba en un sótano camuflado en el mismo cerro de los Chaimas, al este de la aldea, como a 500 varas del fuerte. Por allí salieron hacia el río, utilizando la misma calzada y los mismos medios que utilizaron los indígenas. Los piratas nunca se dieron cuenta de esa maniobra ejecutada  frente a sus propias narices. Los soldados se aburrían. Todas las noches intercambiaban los mismos saludos  entre los dos fuertes. De noche el gobernador iba al San Antonio  y holgaba de lo lindo con don Juan, jugaban largas partidas de tresillo, para lo cual casi siempre se les unía el ing.  Domingo de Hurribalzaga,  inventor de los artilugios  con que derrotaron a los malhechores.  Entre juegos y conversaciones  prepararon toda la estrategia de la fuga, ya no se justificaba estar allí sin hacer nada; se consideraban prisioneros, por eso escaparon. Se fueron hacia Cumanacoa, llevándose todo el parque. La fuga fue toda una epopeya. En los fértiles campos de Cumanacoa  instalarían su cuartel general. Aglutinarían las fuerzas y las pondrían en óptimo estado de preparación, para batir al Tuerto y sus rufianes.

Ahora Laping, dueño de la ciudad y líder de aquella chusma, se ocupaba  en aquellos precisos momentos  de visitar como Jefe de Estado a sus heridos… cuando vio venir hacia él a las tres bellas mujeres. Por un instante perdió la noción del tiempo, pero rápido se recuperó… pensó: Pero… que está pasando… No tengo médicos ni enfermeras… sólo conozco el secreto de la sábila, que gracias a Dios se da abundantemente en estos parajes. Será esto una cura milagrosa… o estoy viendo visiones… serán brujas, piachas… hechiceras…con la sábila nos iba bien… una porción preparada  con alguna que otra hierba y las heridas  y quemaduras desaparecían… ¿Para qué las mujeres? … Laping se recostó de un armario en el que se guardaban medicinas y artefactos quirúrgicos. Esperó que las mujeres se le acercaran… Admiró la belleza de Teresa de Jesús… Cuando estuvieron frente a él, iba a decir algo, pero Teresa de Jesús se le adelantó. Se le plantó delante y soportó la mirada terrible del Tuerto, que no encontró nada que decir…

Teresa de Jesús no se amilanó ante la mirada escrutadora. Dejó que la observara a gusto. No habló, no dijo esta boca es mía.  Laping sí, más bien gritó:
Qué carajo hacéis vosotras aquí… Teresa de Jesús se le acercó melosa y díjole muy quedo al oído, rozando coqueta su pecho y sus piernas con el cuerpo ansioso de Laping: Nosotras hacemos nuestro trabajo… Donde hay hombres estamos nosotras… ¿A vosotros no os gustan las mujeres?
¡Claro que nos gustan…! tronó el Tuerto- pero a mis hombres también les gustan... y vosotras sois muy pocas… ja  ja ja… -Láping pasó su brazo por la cadera de Teresa de Jesús y la apretó por las nalgas contra su cuerpo-  yo no voy a tener una mujer mientras mis hombres  se chupan el dedo…  -Los labios de Teresa de Jesús rozaban los de Laping…

Bueno, eso se puede arreglar… -murmuró Teresa de Jesús, al oído de  El Tuerto.
  
¡¿Cómo es eso?!¡  -bramó Laping saltando sobre ella- ¿Os queréis burlar de mí?  ¡Sois una mentirosa… bruja…! Si descubro que mentís os descuartizaré y echaré vuestro saldo a los perros… O… ¿es que acaso tenéis una tropa de mujeres?  Joder… Aquí hay más de 400 hombres…

Teresa de Jesús no soltó a Laping, se dio cuenta de su victoria y zalamera le dijo: ¿Vos habéis visto brujas como yo?... Podéis hacer conmigo una prueba y una apuesta… Sé que sois rudo, pero no estúpido. Mira  majo… Necesitáis confiar… ¡Claro que las tengo… 400 y más… ¡ Puedo probarlo… son las damas de esta ciudad… ¡ pues… dadme tiempo… os dejaré como rehenes a mis pupilas… para vuestro servicio… pero cuidado, os quiero para mí…  Podéis hacer con ellas lo que vos quisiéredes… como esclavas vuestras, y yo voy a por las otras, y si no regreso en 7 días, disponed  de ellas como queráis… Teresa de Jesús lo observó, moviendo  las caderas nerviosamente,  una cierta sonrisa en sus labios carnosos y sensuales, y agregó: Si me garantizáis sus vidas, os puedo proporcionar  todas las mujeres que deseéis… y… son jóvenes y hermosas… pero eso podemos platicarlo más tarde… Estamos cansadas, necesitamos dormir un rato, comer algo,  asearnos… no creo que seáis tan descortés como para echarnos ahora…

Está bien, me rindo, no os voy a matar  hasta que me digáis todo lo que estáis tramando… pero si mentís aunque solo sea así –casi unió el pulgar y el índice ante los ojos traviesos de Teresa de Jesús- seréis pasto de los tiburones… Os lo aseguro.
Luego el Tuerto dio instrucciones para alojar a las gitanas en una casa cercana del convento. El mismo rufián que las condujo se encargó de ello… Se pavoneaba al salir en compañía de las damas, y se propasaba de hechos y palabras; pero Teresa de Jesús mantuvo la compostura y sus compañeras la imitaron. Caminaban erguidas frente a las tropas esquizofrénicas, que proferían palabrotas entre sonoras carcajadas, piropos obscenos  y gestos inmorales. 

Al llegar a la casa y dar las gracias al risueño acompañante, Marta, que no aguataba las ganas de hablar con el tipejo, le preguntó: Dime majo… si no es un secreto… ¿Cómo os llamáis?”.
Y… para que queréis saberlo…?
Porque  nos vais  a cuidar, y tendremos que llamaros… Acaso ¿no es suficiente…?
Está bien, podéis llamarme Pájarobuchón… así me dicen todos, pero ese es mi sobrenombre, porque mi nombre de pila es Hugo Acosta Rodríguez del Monte, como me bautizó mi padre… para servirle en lo que mandéis.
Al otro día, muy temprano, el Tuerto mandó llamar a las gitanas; había sido tocado donde mordía, aquella mujer tenía algo que lo trastornaba, pero la duda lo llevaba a ser extremadamente cauto, por eso apremiaba una nueva conversación. Pájarobuchón, que no las desamparaba, las condujo hasta el patio principal  del convento donde aguardaba Láping  con el desayuno servido, bajo la sombra  del opimo parral enracimado, enredado armoniosamente  al techo de palos y latas que queda al lado del  aljibe  que  surte  de agua cristalina al venerable recinto. Al verlas venir, elegantemente ataviadas, se les acercó ceremonioso, con absoluta confianza  tomó de la mano a Teresa de Jesús,  luego pasó su brazo sobre el hombro descubierto de la dama, y ella se dejó llevar.  Se  alejaron de las otras dos damas que coquetamente se acomodaron en sendas butacas, dispuestas convenientemente frente a la mesita dispuesta ya con el desayuno. 
Laping dijo a Teresa de Jesús:

“No se por qué confío en vos… Hasta ahora todas las mujeres que he conocido me han traicionado, y lo han pagado muy caro… No creo nada de lo que decís. Es francamente imposible, sin embargo, no logro imaginar que podáis engañarme, cuando sabéis que en ello os va la vida, la vuestra y la de esas otras dos hermosas jóvenes… ¿Qué podéis ganar con ello?... ¿Qué os va que tenga o no tenga mujer?
Teresa de Jesús tenía todo muy bien pensado y no iba a caer en trampas, de inmediato respondió:
“Os conozco muy bien Walter Láping, Sé que sois largo con vuestros hombres y mujeres, no creo que seréis menos conmigo…  Voy a daros lo que nadie más puede,  en estas circunstancias… alegría… música y hembras…muchas hembras… todas las que queráis. Es lo único que falta a vuestros hombres para ser dichosos… Tenéis la ciudad, sus tesoros, y sólo os faltan mujeres… yo os las puedo proporcionar… ese es mi negocio… Nadie podrá decir que el gran Walter Láping le negó a sus hombres, que todo lo sacrifican por él, las hembras más hermosas del Caribe mar,  que les fueron ofrecidas en Cumaná, el puerto más importante del imperio español en su América… Esta acción sólo podrá ser comparada en el futuro con el rapto de las Sabinas… Vos no tenéis nada que perder y sí mucho que ganar…

Y ellas…  ¿qué ganarán…?

“Vos sabéis que una mujer bella no puede vivir en el monte… Y estas tienen aquí sus casas y todo lo que allá les falta…

“La verdad –susurró el Tuerto, poniéndose las manos en la frente- es que una ciudad sin mujeres no vale nada. Los tesoros, las riquezas... sin mujeres no valen la pena… Yo estoy harto de andar con tanto marrano hediondo… ¡Ea pues, hagamos el negocio ¿Cuánto vale vuestra faena… que necesitáis…?

“No os voy a cobrar nada adelantado, pues mi vida está en vuestras manos; si vos después de serviros quedáis satisfecho, sé que me pagaréis con largueza… si no… me quitaréis la vida, que es lo único que tengo. Vos sabréis  si vale la pena que continúe viviendo. Dejémoslo para luego…”

Láping no pudo más, vencido aceptó la propuesta de Teresa de Jesús, y agregó:
Vamos a hacer una cosa doña Teresa, acepto, os doy los siete días que pedís y tres más de ñapa para que cumpláis vuestras promesas y negocio. Podéis partir cuando queráis… Partid pronto, porque no quiero problemas con mis hombres… Si es cierto lo que ofrecéis bienvenida seáis… os recibiremos como a los ángeles, y os prometo que nos portaremos bien con esas damas… Pero no regreséis sin las mujeres; porque si lo hacéis ordenaré que os maten… Que esto quede muy claro y muy bien entendido… váyanse cuanto antes, no quiero problemas… y me avisan con anticipación para prepararlo todo… manteneos en contacto conmigo… que tengo con vos  buenos pensamientos… buscad la forma… sé que lo haréis.

Una cosa más Walter Laping, quiero que vuestros hombres se acicalen, que usen el jabón y se perfumen y vistan bien cuando vengan las damas… para eso tienen el río. Instrúyanlos, aquí las mujeres se bañan no menos de dos veces al día y huelen muy bien. Que no les hagan daño, ellas solo quieren hombres porque perdieron los suyos… y estar y sentirse bien… a cambio os atenderán en todo… ellas saben lo que vosotros queréis y os complacerán…”

Walter Láping sacó de su faltriquera una bolsa llena de doblones de oro y se la dio a Teresa de Jesús, que se apresuró a recibirla con aspavientos y servilismo aparente. Sus compañeras parecieron alborozarse  y se acercaron a ella entusiasmadas ante la demostración principesca de Laping, que las observaba complacido, y se pavoneaba ante ellas y ante los hombres que se acercaron  y lo rodearon. Entonces el Tuerto levantó la voz y con un dejo de largueza, dijo:
Eso es para que mostréis ante las damas de esta ilustre ciudad, que tengáis a bien invitar, cuan largo, bueno y generoso puede ser Walter Láping, vuestro nuevo gobernador y capitán general”.
 
Las  tres mujeres despertaron con la aurora y se dispusieron a partir; escucharon las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de las Aguas Santas, que repicaban a maitines todos los días a las seis por orden de Láping, para que todo mundo despertara. Todo había sido escrupulosamente preparado. Sintieron unos golpecitos en la puerta de la casa y allí estaba Pájarobuchón, para sorpresa de las damas, acicalado como para ir a misa. Trajo una perfumada jarra de café con sus correspondientes tacitas y abundante papelón rayado. Las mujeres sonrieron satisfechas. Marta, la más atrevida, le acarició el rostro, le dio un sonoro beso en los labios y le dijo:
“Eres un encanto gallito… te recordaré en el viaje y cuando regrese… ya verás lo que puedo hacer contigo…”
El rufián casi se desmaya. Se puso rojo como tomate, y no supo qué hacer. Dio vueltas como sonámbulo, se le cayó la jarra, pero pudo recuperarla antes de estrellarse, pero él se revolcó como culebra apaleada. Dio una voltereta y luego no quiso levantarse. Simplemente atolondrado  se quedó en el suelo, mientras las damas se alejaban.

Teresa de Jesús, Marta y Leonor partieron al galope. Atravesaron  la plaza de San Francisco, subieron por la calle de Las Infantas hacia el cerro  de La Tumba y por la fila del cerro de los Chaimas, bajaron hacia el río y se perdieron por el camino de las charas hacia los Ipures y Puerto de La Madera, donde las esperaba el quitrín que las conduciría a Cumanacoa.

El camino se les hizo corto por la emoción contenida en sus corazones. El pueblo era todo en movimiento y se organizó rápidamente; a las pocas horas estaba lista  la expedición: 500 mujeres  seleccionadas, todas casadas,  solo las más fuertes y decididas. Entre ellas se destacaban  algunas por su belleza, otras menos agraciadas, por su inteligencia: había mujeres  de estatura elevada, medianas y pequeñas; discretas, coquetas, tristes, alegres, otras cuya simpatía se desbordaba  y otras cuya coquetería fascinaba; las más tenían el don de la feminidad que vence a todos los  encantos y enamora mucho más. 
Este batallón  tenía su ideal, su punto de cohesión,   su unidad,  en la libertad de su pueblo; estaban dispuestas a ofrendar su vida, su honestidad, todo, y no les importaba su suerte o el tipo de muerte que les esperaba en manos de los forajidos, eran antorchas vivas…
Cuando llegó el momento de partir, las gitanas comparecieron ante Juana Isabel, La Griega, Rosanieves. Natalia, Elena, Pipina  y  otras damas, en el Cuartel General. Se había habilitado una carpa circense, muy apropiada a tales efectos. La Griega se encargó de establecer la disciplina militar, sobre todo  la vigilancia, las guardias, y los protocolos.  Vieron entrar a las tres comisionadas, y se levantaron de sus asientos. Juana Isabel de pie, puso las manos sobre la mesa que le servía de escritorio, y las dejó avanzar. Estaba satisfecha, en la cara de todas se reflejaba el éxito, sana alegría de quienes aprueban a sus subalternos y viceversa.

Estoy a sus órdenes, dijo Teresa de Jesús, adelantándose… y lo mismo repitieron Marta y Leonor… Y las tres al unísono-   Misión cumplida… Señoras…  Esperamos instrucciones…

Siéntense, por favor… -rogó Juana Isabel con toda formalidad- Sé que han trabajado muy duro y  han logrado la parte que consideré más difícil de este proyecto.    Ahora nos vais a decir como procederemos.  Será difícil pero lo lograremos, todo está listo y previsto para que partamos… -levantando la voz y  los ojos, agregó-   Esta mañana pasé revista al batallón de 500 mujeres, pese a que no he logrado un grado mínimo de disciplina, todas están dispuestas a sacrificar lo que sea para lograr el objetivo. Sabemos que la mayor parte del trabajo habrá que improvisarlo sobre la marcha, pero hay algunas cosas que tendrán que hacerse con mucha cohesión… ya veremos…

Nosotras… -dijo Leonor- haremos lo que tenga que hacerse con el mismo espíritu que hasta ahora hemos demostrado. Todas estamos ansiosas por iniciar esta aventura  que tal vez sea lo último que hagamos en esta vida.

Nosotras -dijo Marta- correremos la misma suerte. Dénos esa oportunidad.  No estamos cansadas, queremos participar.  Es nuestra decisión…
Juana Isabel interrumpiendo- Os lo iba a pedir, son absolutamente necesarias en esta operación.

Estamos dispuestas – ratificó Teresa de Jesús. Si tenemos que morir en el intento… moriremos por una causa justa… Por cierto… -dijo sacando la bolsa de dinero, que tenía amarrada a la cadera- este es el pago adelantado por nuestro servicio, que manda el señor Walter Laping… El Tuerto. Una leve sonrisa de Juana Isabel contagió a las tres mujeres, que también sonrieron con malicia.
Juana Isabel abrazó a las tres mujeres, y para terminar la plática, dijo: A lo mejor nos hace falta… quién sabe… Es suficiente… Ustedes no tienen precio… Harán lo que acordamos al pie de la letra.
Leonor, interrumpiendo, observó: Sí… debemos avisar al Tuerto cuanto antes: hora y fecha de partida y   hora y  fecha de llegada al puerto de Cumaná… Debemos hacer contacto con el cacique Chito Vásquez que espera instrucciones…
La Griega preguntó: ¿Ya Chito esta repuesto de sus heridas?
Si   -respondió Leonor.

Marta también intervino atropelladamente: Reunir tantas curiaras en Puerto de La Madera es laborioso… deben esperarnos, y nosotras mismas las llevaremos… será muy trabajoso… no puede ir ningún hombre…

La Griega intervino, y dijo: Soy muy amiga de Chito, el se encargará con sus guaiqueríes de las curiaras y nos llevarán  hasta Cumaná sin que nadie se entere, dejad eso de mi cuenta.

Juana Isabel interrumpió este diálogo, e inquirió: Explíqueme… ¿Cómo entraremos a Cumaná…?... ¿Creen que no correremos peligro? 

“Peligro siempre hay… -Dijo Teresa de Jesús- podemos ir a pie, dando un rodeo por la fila del cerro de los Chaimas; la caminata es muy larga… tendríamos que surgir en el puerto de los Capuchinos, subir el cerro por detrás del convento y bajar por la vía que da a la calle de Las Infantas.
Otra vez Marta se hizo escuchar:  “Es irrelevante cualquier vía, porque en la ciudad solo quedan los piratas, y, entrar a pie o por el puerto da igual;  podemos llegar hasta el  fuerte de Santa María, o hasta el puerto del Coliseo. Usted verá lo mejor y más conveniente.

Juana Isabel, sentenció: “Creo que es mejor llegar directamente por el puerto del Coliseo, el propio centro de la ciudad.  Está decidido… Entrar a pie es fatigoso y complicado… Haremos las cosas lo más placentero posible… Llegaremos puntuales hasta Puerto de La Madera y nos informaremos de todo; descansaremos un poco en las lagunas, tomaremos un buen baño para estar frescas cuando lleguemos  a la ciudad. Ojalá consigamos las embarcaciones de los chaimas. Pienso que somos demasiadas… a lo mejor surgen complicaciones… Todo debe estar previsto… Poneos pues, de acuerdo con la Griega  para esos pormenores… Sí…

 Ellos estarán allí… estoy segura… escribiré una nota al excelentísimo señor Walter Laping, gobernador de la ciudad –dijo Teresa de Jesús, con una encantadora y pícara sonrisa.

Aquí tienes pergamino, sello y laca – indicó Juana Isabel, en tono amable, y levantándose, agregó- Puedes utilizar esta mesa. -Teresa de Jesús siguió las instrucciones; arrimó una silla, se acomodó a un lado de la mesa, miró unos segundos el rostro expresivo y complacido de Juana Isabel; luego extendió el pergamino, tomó una pluma de garza, la introdujo en el tintero mientras meditaba, y escribió:

“Excelentísimo señor gobernador de Cumaná, almirante Walter Láping. Distinguido Señor. Como os lo prometí, llevo 500 mujeres, cual más hermosa. No hay nada que les iguale como comprobaréis. Ellas desean llegar a sus casas, y ruegan a S. M., en lo posible,  aseen y acomoden los muebles en sus hogares lo mejor que puedan, para no tener que llegar ocupándose en esos menesteres.  Os envío las direcciones de cada una de sus casas.  Saldremos mañana  con la aurora  y debemos llegar a Cumaná dentro de tres días. Dios guarde a S. M. muchos años. Teresa de Jesús Díaz Sanabria y Forjonel.

¡A ver, a ver! Teresa de Jesús, lee el pergamino –pidió Juana Isabel; y así lo hizo la gitana, tomando una pose retadora, colocando las  manos sobre sus muslos luego de un mohín, y con la mano izquierda mesándose los pocos pelos de la cabeza,   lo leyó con  voz engolada y alta. La Griega que estaba a su lado, le dio un golpecito en la cabeza, y díjole: Teresa de Jesús, tu cabeza, como decía mi tía Micaela, es un nido de pájaros.
Y… ¿eso es bueno?
Hay pájaros –dijo Juana Isabel- que guardan muchas cosas en sus nidos. Creo que es un cumplido.    -La Griega asintió  con leve gesto de su enigmático rostro, y  advirtió: Amiga, tenemos una posta lista para partir, podéis entregarle la misiva que él se ingeniará para hacerla llegar a su destino.
No… él no conoce al señor Tuerto… es arriesgado, una misión peligrosa para él…  le costaría la vida – Ripostó Teresa de Jesús, y agregó: Enviaré a Marta… muy buen jinete, acostumbrada a correr largas distancias. Ella llevará el mensaje y me esperará en Cumaná… Ordena que le den  buena cabalgadura… Puedes estar segura  que la misión se cumplirá  al pie de la letra.

Laping recibió la carta con sonora carcajada. Sus adláteres no entendieron nada al principio, pero Laping les gritó:
¡Señores… poned atención!... ¡Vienen las 500 mujeres de que os hablé…! Ante el anuncio hubo un momento de locura colectiva. Gritó nuevamente-  ¡Son para nosotros idiotas…! ¡Es un regalo que os voy a ofrecer con ciertas condiciones por vuestro sacrificio y valentía…! -Estas palabras fueron recibidas con aplausos, risotadas, blasfemias y vivas al Tuerto… Cálmense, cálmense, tenemos que trabajar… Venid acá general Lawriman… -con un gesto de la mano y el dedo índice que no satisfizo  al inglés pero se acercó disciplinadamente; Láping le entregó la lista de las casas con  direcciones y detalles adjuntos, y le ordenó:    Haced esto cumplidamente, llevaos los hombres que necesitéis. Acomodad las casas de las señoras… que todo quede en orden, para que las damas se sientan bien… Buscad todo el vino y el runrún, que esté en los barcos y en la ciudad; y a los cocineros que vayan preparando un gran banquete para recibirlas. El Tuerto eufórico, agregó con cierto aire autoritario que disgustó más al general Lawriman- Encargaos de todo… me responderéis personalmente…

LA TOMA DEL PODER Y EL REPARTO.

 Apenas iniciado el trabajo de limpieza de las casas, calles y aceras, se percataron asombrados los hombres de Láping, que los fuertes  habían sido abandonados; sin embargo estaban herméticamente cerrados. Láping fue informado ipsofacto de aquella eventualidad. En principio mostró asombro y decepción, hubiese querido que aquellos “señoritos y patiquines”, según sus expresiones,  se le enfrentaran, como debía ser, entre “caballeros”. Por las noches había soñado con la dulce venganza contra aquellos que lo habían menospreciado, se sintió herido, pero no lo demostró ante sus hombres; más bien, como un gran jefe, decidió tomar los fuertes e instalarse en ellos con sus hombres, aprovecharía para manifestar a sus leales capitanes, como era su magnanimidad.  Mudó su estado mayor para el fuerte de Santa María de La Cabeza, residencia de los gobernadores de la capitanía general de Nueva Andalucía; por cierto, recientemente acondicionada y acicalada por el Capitán General, don Sancho Fernandes de Angulo y Sandoval; el cual había traído de España un mobiliario especialmente fabricado  para la real residencia.  Destacó un batallón bajo el mando del Comodoro John Rawling, para que se hiciera cargo del fuerte de Santa Catherina, en la desembocadura del río, con la delicada misión de vigilar, 24 horas, los movimientos del fuerte de Santiago de Arroyo y Araya;  otro de doscientos hombres   bajo el mando del general  André Duvale, para ocupar el fuerte de San Antonio y Santa Clara, en el cerro de la Eminencia, desde donde cubrirían casi todo el territorio, y lo más importante, las extensas costas, por donde vendrían los refuerzos para la plaza, que seguramente ya estaba en marcha.

Instalado con el estado mayor en el fuerte de Santa María, en la amplia sala  de la casa de gobierno; vestidos todos con atuendos apropiados a los cargos que ocupaban, fumando largos tabacos Habanos, que había dejado don Sancho, experto conocedor, y que el Tuerto repartía entre ellos con largueza, sentado ya en el escritorio del gobernador, dijo:
Como verán, he cumplido la promesa que  hice;  prometí hacerlos inmensamente ricos si me acompañabais en esta expedición, y lo he hecho. No podréis decir que Walter Láping es un fraude. No me podréis comparar con Amias Preston ni Walter Raleigh, que robaron y engañaron  a sus hombres, y aunque tal vez ostenten mayor fama que yo, y pasen a la historia como grandes aventureros, viajantes y corsarios, jamás se podrán ufanar de una expedición tan exitosa como ésta.  Espero que estéis satisfechos y si no,  díganlo ahora, con toda libertad, que tengo el ánimo sereno y dispuesto a escucharos…

 Todos se miraron y al parecer no había nada que contradijera al jefe. Lawriman consideró oportuno proponer un negocio a su jefe, y levantándose cuan alto era, poniendo su mano izquierda sobre el hombro de Láping, dijo:

Amigo mío quiero proponer algo, si me lo permitís… -Láping asintió con la cabeza. Lawriman tomó aliento, inquirió con la mirada, y continuó-  vamos a repartirnos los negocios de esta ciudad, si lo consideráis justo… Siempre he querido ser dueño de una  joyería y de hecho lo fui, tengo harta experiencia, fue mi trajo en la Española y en Panamá. Aquí hay varios establecimientos de artesanía con base en las perlas de Cubagua,  que son muy abundantes, podría juntarlos y tener el monopolio del Caribe… ¿Qué os parece?

Amigo y leal compañero –respondió Láping- creo que pasaremos una larga temporada en esta ciudad. Mejor dicho, creo que nos quedaremos… Vos habéis sido leal conmigo… Tenéis mi autorización para ello.  Desde este momento sois el dueño de ese ramo; si alguien pretende disputároslo… ese hombre está muerto… ¡Os lo juro…!
 
Peter Harper, aprovechó la oportunidad que se le brindaba, también se levantó, pavoneándose y mirándose los zapatos  y el hábito obispal que vestía, con un muy bien pensado discurso,  expresó:

Creo señor, que Lawriman se merece lo que ha pedido… por mi parte tengo una vieja ambición, y os lo voy a decir… He visto en esta ciudad muchas iglesias y ricos conventos. Vosotros sabéis  que mi pasión es predicar, y de hecho predico casi todos los días, nací para ello. Me harté de ser cura en Jamaica, La Española, y Cuba, por la pobreza de mi oficio, y di motivos sobrados con mujeres para que me echaran los malditos.  Esta vez con la venia de nuestro gobernador, seré yo el que diga quien se va y quien  queda. Deseo, su excelencia, ser el primer obispo de esta Diócesis, sede vacante desde 1519. Si accedéis no os arrepentiréis, sé compartir y pagar con puntualidad porque soy hombre de palabra, soy un ciudadano honesto y pago mis deudas. ¡Hostia!  Tengo  referencias, esta gente me conoce…Pagaros o compartir con vos será un honor…

Láping, acicalado con ayuda de  Marta, a quien había tomado bajo su protección, se sentía como un verdadero jefe de estado;  aseado y perfumado,   lucía elegante, de finos y cuidadosos modales. Vestía impecablemente. Un sastre francés, renegado de Martinica, le había seleccionado sus vestidos en una de las casas más aristocráticas de Cumaná, la mansión de Don Gabriel de Uría Mungio y Barreto; sin embargo el parche negro que tapaba su ojo izquierdo, con las cejas arqueadas  le daba un aspecto ruin, pero noble y fiero. Ahora actúa como un Rey que concede favores a sus súbditos. En aquel momento, escuchando a Harper, se estiró cuan largo era,  y elevó el tono de  voz, para que todos lo oyeran:

Me parece muy bien y merecido… Te nombraré primer obispo de esta ciudad como lo pides, con poderes absolutos sobre las iglesias y limosnas. Pero quiero hacer esto formalmente, en un acto en el cual  estén presentes  todos mis hombres, para otorgarles favores según sus méritos. No quiero que se diga que Walter Láping tiene favoritos. Para mí todos sois iguales y merecéis por igual. Esto no quiere decir que lo dado cambiará. Tengo una sola palabra y esa esta empeñada con vosotros. Eso lo refrendaré por escrito porque sé que es justo. Ahora soy el gobernante de todos. Lo quiero refrendar en asamblea plenaria, como debe ser; no quiero gallos tapados… Soy el gobernante magnánimo de una gran ciudad. Sus tesoros me pertenecen  y debo cuidar de repartirlos con provecho para todos  y con equidad. Que no se diga, que no lo proclame la Diosa Fama, que Walter Láping  fue injusto con sus oficiales y soldados.  Que se repartió los tesoros conquistados a escondidas, beneficiando a unos y olvidando a otros. Quiero ser como El Gran Capitán o como el sabio Salomón, sé que ustedes cuidadores de mi fama no lo aceptarían. Nada escondido, todo a la luz del sol. Así se hará…
¡Así se habla…! -gritó alborozado Peter Harper, y levantándose, agregó: Como dice el Eclesiástico: “Si haces el bien, mira a quien lo haces y sus beneficios no se perderán”…

“Pues bien –lo interrumpió Láping, haciendo un gesto con la mano para que Harper se sentara- Convocad a mis hombres para ver que es lo que cada uno desea de esta ciudad… ya veré de otorgárselo…


EL RECIBIMIENTO.

Cuado todo estuvo preparado para  recibir a las mujeres, Láping salió con su Estado Mayor, y algunos oficiales de confianza, a recorrer la ciudad y ver, por sí mismo, cómo quedaron las casas. Aquella mañana Cumaná presentaba un triste aspecto, una llovizna y un viento helado que soplaba del noreste, impedían una buena inspección; las puertas de las casas abiertas hacia afuera golpeaban contra sus marcos; abundantes hojas arrastradas por el viento silbaban y arremolinaban en las calzadas y en las charcas. La soledad hablaba, se burlaba de aquellas autoridades. Laping sintió  frío en los huesos y se estremeció. Lawriman aguzó su sexto sentido y se le acercó, le dio su botella de runrún, y le dijo:
Almirante… caliéntese el cuerpo… Láping tomó un largo trago… le dio una palmada en el hombro y le dijo:
Gracias, es Ud. muy oportuno…

El cortejo avanzaba alborozado, haciendo chistes pesados y contando anécdotas hiperbólicas, entre risotadas y cherchas. Al lado de Láping se colocó Lawriman, confirmado como mano derecha; a la izquierda Peter Harper, pero el comodoro John Rawling lo tomó por el brazo  y lo echó hacia atrás; Harper no se dio por enterado, perdonó la osadía de Rawling aunque sabía que aquel no gozaba del aprecio de Láping;  y además un negrazo muy alegre el famoso  Goliat, se puso a su lado y le dijo:
“¡Déjelo Harper…!  Esa gente es muy prepotente, demasiado seria para nosotros.  Desde aquí podemos conversar, disfrutar el rato, reírnos d’ellos, es más deleitoso. Además es probable que el Tuerto te llamé, es mejor ser llamado que rechazado por el que puede… Si hay  muertos… _y Goliat ensayó una sonora carcajada que llamó la atención de todos, sin poder contener la risa, agregó: … Seguro te  llama… te llama…

El Maestro dijo… los últimos serán los primeros –sentenció Harper-  has juzgado con sensatez, querido amigo… además… tengo que reconocer que el comodoro es demasiado importante para Láping; yo soy útil en otro orden – y sonriendo, agregó- sobre todo, por cierto, cuando mueren…
Detrás de ellos se formó un numeroso grupo muy desordenado, al que Láping tuvo que reprender y disciplinar varias veces, y hasta sacó la espada  para contenerlos. Disgustado les gritó…
“¡Pero… ¿qué hacéis, miserables hideputas, es que no sabéis comportaros?!... ¡¿No tenéis sentido de responsabilidad?! ¡¿Qué creéis que es esto, un flamenco…?!... Os voy a decir lo que es esto con mi espada…ya veréis… Esto es un acto de gobierno y tenéis que respetar las reglas. Os calmáis u ordeno que os diezmen…
Eso bastó para que todos se calmaran y ordenaran, tomando distancia como reclutas, y caminando disciplinadamente en el cortejo. Desde ese momento el temible y gigantesco capitán André Dumas Duvale, miembro destacado del estado mayor y hombre de confianza del Tuerto, se encargó de la disciplina, y con la cimitarra en la mano caminaba altivo y vigilante al lado del grupo.
Habían salido muy temprano del fuerte de Santa María con la solemnidad, el atuendo y protocolo de un Jefe de Estado. Colocaron la alfombra roja hasta el puente levadizo que da al río y acceso a la calle de San Carlos. Caminaron solemnemente sobre ella y salieron. Entraron en todas las casas solariegas de los ricos mantuanos, para ver el estado en que quedaron después del saqueo a que fueron sometidas. Muchas de ellas habían sido aseadas y ordenadas conforme a las órdenes de Laping. La delegación enrumbó hacia la plaza de Santo Domingo, donde está el mercado y el convento de los Dominicos, ahora desolados. Su aspecto discreto disimulaba su importancia. El mercado ocupa  toda la plaza que se extiende frente al convento. No había en la plaza ninguna otra edificación, solo pudieron apreciar los esqueletos  de los puestos de venta y restos esparcidos de mercancías que no pudieron llevarse los vendehúmos en su huida.
El cortejo cruzó frente al edificio del ayuntamiento hacia la plaza Felipe II también llamada “Caño Viejo”, donde  se alzaba la enorme construcción abandonada de, La Seo (Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús) que serviría de Catedral a la prometida diócesis; sus ruinosos muros se construían  sobre un raro montículo amurallado a cuyo lado corría un arroyo de rumorosas aguas cristalinas. Se alzaban los  majestuosos muros, prometedores de un futuro  auspicioso, correspondiendo a la importancia que había adquirido la urbe, que se consolidaba como la ciudad portuaria  más importante del Imperio en América meridional.

Atravesaron la muralla y recorrieron el paseo de la Alameda que bordeaba el río, desde las ruinas del fuerte que inició Gonzalo de Ocampo en 1520, a cuyo lado se levanta el Coliseo, en el cual  se lidian toros bravos de los llanos de Maturín,  hasta el populoso barrio de Toporo, barrio extramuros habitado por mantuanos, funcionarios españoles y ricos comerciantes. Apreciaron en este barrio  el aspecto más risueño de la ciudad,  porque está construido en tierras aledañas a la bifurcación de las aguas, donde el río se  divide y crecen varios ramales que pasan atravesando   los patios de las casas, en un llano extenso poblado de frutales, muy bien cuidados al lado de las sementeras de los indios chaimas de Las Palomas. 
En cada casa hay un parral, mangos, cocos, magníficos bananos, lechosas, nísperos, higos, naranjas y otras delicias.

Láping lo disfrutaba intensamente. Desde la orilla del río observó el puerto de Toporo. Allí estaba la magnífica obra del Creador, el puerto de Cumaná,  extensa abra donde se divide el Manzanares, y está la dársena donde surgió  la flota de Láping, con sus ocho poderosas naves. Muy pocos hombres la vigilan.   La verdad es, que no hace falta, todo está en paz.

Láping llamó a un sujeto que  estaba de guardia. Lo llamó por el apodo, cosa que no acostumbraba: ¡Oiga Buitre…! ¡Buitre…! – El sujeto no escuchaba… y otro de sus compinches le dijo: Buitre… tú sabes quien te llama… es el Tuerto…
El hombre que estaba en la popa de  la nave capitana, instintivamente volteó, se dio cuenta que en verdad era el Tuerto, y sin pensarlo saltó hacia el muelle  donde estaba, y se dio un porrazo que lo dejó más turulato de lo que realmente era. Laping lo reprendió:

¿Hombre, qué bruto sois, no os dais cuenta de la altura en que estabais?.  
¡No, no se preocupe su Majestad…! Yo estoy bien… mande lo que guste, lo que quiera, que si está en mis manos lo haré cueste lo que cueste.
Pues bien… necesitamos varias barquichuelas para visitar los conventos que están a orillas del río. Buscad otros hombres y traedlas inmediatamente… No me gusta esperar…
El Buitre salió disparado dando gritos, llamando a sus compinches por sus motes: ¡Oye Cachelo, no te das cuenta… hombre…!  Es de urgencia… Ea… tú, Cambao… venid… y tú Patecatre, León, Claudio, Cataco… venid, venid…es el jefe que os llama, apuraos…
En poco tiempo reunieron seis curiaras que estaban cerca, abandonadas por los indios en las playas del río, y en las cuales se instaló cómodamente el Estado Mayor  y sus acompañantes. El resto de la gente del séquito se quedó en tierra bajo la supervisión  del gigante francés.
El paseo fue deleitoso en sumo grado. Laping y sus hombres admiraron la cantidad infinita de caimanes e iguanas que se lanzaba al agua al percibir la presencia de las barquichuelas. Los delfines jugueteaban al lado de las frágiles curiaras; los manatíes se sumergían voluptuosamente y los perros de agua hacían cómicas piruetas y travesuras por llamar la atención de los viajeros. Los monos huían chillando por la ramazón de guamales, y las cotorras alarmadas se espantaron creando un ruido ensordecedor. Láping llamó a Harper, y le pidió que se sentara a su lado y le hablara de aquellas maravillas.

Harper le dijo: “Es el Paraíso señor… No hay nada igual… El clima, la lluvia… Los ríos del Génesis, los animales más bellos que creó el Señor para deleite del hombre, la mayor variedad nunca habida en otro lugar, todo esta claro… hemos llegado al Paraíso. Mirad señor el agua es de cristal –con la mano tomó agua del rió y la lanzó al aire- y los pájaros…  En fila, rozando el manto sutil del agua,  las cotúas pasaron a su lado, más allá los garzones, alcatraces y garzas azules que nunca había visto, infinitos pájaros.

Laping embelesado exclamó: -¡Jamás pensé que esta ciudad me iba a producir tantas satisfacciones…! –

Y después de aquel recorrido,  de admirar las plantaciones, construcciones y riquezas de los cinco conventos que había visitado en las márgenes del río, sentado sobre unos maderos en la arena blanquísima,  celebraba su fortuna en medio de  una grotesca carcajada, y dándole una palmada en la espalda a Harper,  exclamó:

¡Pardiez… Creo que el obispo aquí… voy a ser yo…!

Harper adelantando la cabeza en la fila de adoradores,   cordialmente lo reprendió:  obispo no, arzobispo… Yo seré tu obispo.

Era ya tarde cuando los inspectores, remontando la corriente en las ágiles curiaras chaimas, arribaron al puerto del fuerte de Santa María de La Cabeza.   Bajaron el puente levadizo, dieron la contraseña y subieron al fuerte. El sargento Luis Adonis Pérez, en la Plaza de Armas, rindió los honores debidos al Almirante. La guarnición se cuadró al toque de trompetas. Todo en orden. 
Ya en su despacho, Láping llamó a sus asistentes, y  ordenó: General Duval, escoja cuanto hombres necesite y vaya a los barcos y bodegones de la ciudad,  a buscar  vino y el runrún, todo el que encuentre, para hacer una verdadera fiesta, como nunca se ha visto en esta ciudad.
Lawriman, se sintió ignorado por su jefe, y dijo con cierta aprensión:   lo acompañaré Duval.  Aún me  siento útil.
Láping dándose cuenta de la molestia de Lawriman,  lo apremió un poco más, y le dijo:
General Lawriman, cargad una pinaza con todo el vino que tenemos en los barcos y lo traéis hasta este puerto… veréis que no es mucho el esfuerzo. Aquí todo resulta  fácil.  Y con cierto dejo de ironía, agregó: Si acaso necesitáis más hombres para la maniobra de amarrar la pinaza, me avisáis, que yo mismo os socorreré…

Lawriman, comprendiendo que Láping le tomaba el pelo, replicó en el mismo tono, pero ahora muy sonreído: No hará falta que os molestéis, señor, yo cumpliré al pie de la letra lo que ordenáis… Vamos Duval.
Luego Laping se ocupó de sus hombres,  a los que había ordenado acicalarse convenientemente para atender a las damas que estaban por llegar.
Sargento, ordene formar al personal disponible en la Plaza de Armas, necesito pasar revista urgentemente. Tengo mi palabra empeñada, y no acostumbro fallar.
Sobre la marcha se organizó la formación. El Tuerto, como un general en campaña, pasó revista con el comodoro John Rawling y el general Melchor Pitt.

El Tuerto miró alrededor y al darse cuenta de los vestidos de sus hombres, les gritó:
¡Pero… bastardos…! ¿Cómo es que aun estáis vestidos con andrajos, como marranos…? Id a bañaros y, vestíos con ropas apropiadas, como la gente rica… Escoged los mejores trajes en esas casas que os he dado… No quiero harapientos a mí alrededor… No quiero gente hedionda, para eso está el río, para que os bañéis.  Los que no se acicalen no irán a la fiesta ni tendrán mujeres, y si me provocáis os castigaré con 40 latigazos que yo mismo os daré; y para casos de cierta gravedad, en juicio sumario se os aplicará la pena  de garrote vil, según que la afrenta  sea a mí o a una dama… Vuestras vidas dependerán del comportamiento que tengáis, este es un
Estado soberano regido por tribunales de justicia y no permitiré que relajéis la aplicación de la ley.  No os diré nada más…”

Duval interrumpió al Tuerto, díjole: “Señor… ¿por qué no elegís un Juez que se encargue de imponer la disciplina que merece vuestro reino?
Tenéis razón… -dijo el Tuerto mirando a Duval; y dirigiéndose a sus hombres… Quiero nombrar un juez de primera instancia, y yo me reservo la última instancia…Que seáis vos el juez. Escuchad todos… Desde hoy  el general André  Duvale, será Juez de primera instancia, para todos los delitos que cometáis. Vigilad vuestro comportamiento, sobre todo cuando estén aquí las damas que he invitado y que serán vuestras mujeres… Cuidad de ofenderlas…En  ello os va la vida.


Atención todos… voy a tomar juramento…

General André Duvale ¿Sois cristiano?

No Señor.
No importa. Levantad la mano derecha. ¿Juráis cumplir y hacer cumplir las leyes que sancione este reino?.

Lo juro.

Si así lo hiciereis que Dios y la ciudad de Cumaná, os lo premien y si no, que os lo demanden.

A los forajidos, no les gustó mucho la elección, sabían que Duval era el peor  animal que existía sobre la faz de la tierra.

Lawriman, un poco afligido, se acercó a Laping y le dijo:

Cumpliré con la misión que me acabáis de confiar, aunque no es de mi agrado. Solo espero que sepáis premiar mi trabajo y lealtad. Me gusta trabajar para vos, sois hombre de una sola palabra y no os defraudaré. Mañana tendréis todo el vino y el runrún, que quede en los barcos. Luego iré  a Bonaire o Tortuga a comprar para llenar otra vez las  bodegas. Por ahora esto es lo más importante, no podemos vivir todo el tiempo sin vino y sin mujeres…

Así es la verdad -confirmó el Tuerto- Y se volteó hacia Duval, que le preguntaba a Harper, sobre el origen del runrún.

Al parecer Duval, que estaba al lado de Laping, estaba interesado en la bebida y no conocía el origen del runrún  entonces Laping aprovechó para explicárselo – díjole:   El runrún, es un vino de caña de azúcar,  destilado por un irlandés que se estableció, cuando la expedición  de Buttler, en una de las cuatrocientas islas que comprenden el archipiélago de las Bermudas, llamado por los ingleses “Summers”, por recordar  el naufragio que padeció cerca de ellas el caballero George Summers. Esta bebida en principio se llamó “Killer Devil”, luego Robillón, que significaba “jaleo”. Parece que este aguardiente envejecido como el vino, en barricas de roble, embriaga rápidamente y alegra a sus fanáticos, que terminan sus borracheras en grandes peleas; y por esta razón ha prevalecido el nombre de “runrún”.

Su señoría es muy sabio –dijo Duval con cierta zalamería- No creo que estos ignorantes sepan algo d’eso, ni de otras cosas. Os aseguro que les impondré una severa disciplina.


LA NOCHE DE LOS CUCHILLOS.


A las 4 de la tarde comenzaron a llegar las mujeres. Las piraguas bellamente adornadas con guirnaldas de margaritas llegaron al puerto frente al coliseo; las mujeres parecían andaluzas, vestían basquiñas de seda negra con franjas de cañutillos.  Los hombres de Laping las esperaban con ramos de rosas. Aseados, perfumados y correctamente vestidos, parecían caballeros invitados a un matrimonio. Una vez que las señoras bajaron de las curiaras y plenaron el andén del puerto, los caballeros se acercaron cortésmente a seleccionar su preferida. Hubo algunos pequeños incidentes por cuestión de gustos, pero la estricta vigilancia que impuso Duval, evitó más de un duelo. Las damas esperaban  a los caballeros con timidez y cierta coquetería  que se manifestaba en las miradas y sonrisas que se cruzaban entre ellas; pero una vez enlazadas con su pareja, se mostraban complacidas, sonrientes, con cierto desenfado muy bien calculado. Un grupo de damas quedó sin parejas, pero Luigi Quatella, un genovés, famoso espadachín, que no salía para nada de su barco porque siempre se peleaba y tenía que matar a sus rivales; atildado y gracioso, usaba un sombrero de tres picos y era de los más galantes bucaneros de las Antillas, se les acercó, se quitó el sombrero ceremoniosamente y las saludó, con zalamería y una muy buena y estudiada reverencia, y les dijo:

Bellas damiselas… per favore… -y con ademán de extrema cortesía, tomó el sombrero con la mano derecha y se inclinó- Non os precupare…vuestras parejas están cumpliendo órdenes superiores… vendrán un po más tardi. Tuti nos reuniremos en la mansione del gobernatore… en il forte de Sancta María de la Testa…dobe os espera el almirante gobernatore,  Walter Laping, el piu grande e generoso navengati de cuestos mares, e de tuti los tempos… capici…

Entre las damas se escuchó un murmullo que parecía de admiración, pero que, pensándolo  bien, era toda una burla. Luego de su discurso, del aparentemente afeminado disfraz de caballero, que es nada menos que el feroz y sanguinario capitán del galeón  “Victory”,  se dirigió nuevamente a las damas, y en alta voz, entre exagerados gestos cortesanos, les dijo:
Ahora mesmo, damas piu belas, estano dando los toques finales a la cena que se servirá en vuestro honore, antes que il sole se oculte tras esos cocales. Luego de la cena podéis ir a vuestras casas.  La festa será regia, ya lo veréis… -señalando con el sombrero a tres damas de hermosura sobresaliente, y luego con el dedo índice dando vueltecillas, preguntaba y repreguntaba… ¿Con cuale de vosotras bailaré… con cuale…? Ellas reían coquetonas… Las damas señaladas le brindaron la mejor de sus sonrisas… sobre todo  Natalia Silva, coqueta incorregible,  que se le acercó y  regaló un pañuelo blanco de batista suiza, y díjole: -Si lo ponéis en lo alto de vuestro sombrero, bailaré con vos…

Lo haré…os lo juro…

A una orden del general Duval, los hombres formaron dos filas cruzando sables en alto, y las damas gozosas pasaron por debajo, haciendo mohines para deleite de los forajidos. Por cierto que nadie osó propasarse, tal era el temor que profesaban a su capitán. Luego rompieron la formación y echaron juntos a andar por la Alameda hasta el inmenso Coliseo. Pasaron frente a las ruinas del fuerte de Gonzalo de Ocampo, llamado  “Cabecera del Puente”; penetraron por la puerta del oeste a la ciudadela  amurallada, recorrieron toda la calle del Alacrán, hasta llegar al fuerte de Santa María, que lucía imponente. El Tuerto y parte de su Estado Mayor, estaban en el puente levadizo, donde aguardaban la llegada de las mujeres. Apenas aparecieron  con sus acompañantes, en la bifurcación de las calles San Carlos y el Alacrán, Walter Laping hizo una seña, y la orquesta improvisada comenzó a tocar. Por vez primera y ante la sorpresa de Harper, se escuchó en la ciudad, parte de una sinfonía de Claudio Monteverdi, seguida de una “chansons” de Clément Janequin.
La orquesta se había formado rápidamente -había buenos músicos entre los rufianes-  con instrumentos de calidad encontrados en la iglesia matriz, en los conventos y en las casas de los mantuanos, muy aficionados en la buena música; también encontraron partituras de los músicos nombrados y de los más famosos de la época: Francisco de Vitoria, Orlando di Lassus, Giovanni Pierluigi Palestrina. Había una gran variedad de instrumentos de cuerda, percusión, viento y una pianola;   aunque los músicos eran un grupo de tunantes de la peor especie, pero, la orquesta sonaba bastante bien.
Las damas fueron conducidas a la mansión del gobernador dentro del fuerte. El ambiente era de fiesta, la alegría de los forajidos, los abrazos, las felicitaciones y el coqueteo de las damas, el perfume, todo indicaba el éxito del Tuerto, y la consolidación de su poder.  Una vez que todos los comensales estuvieron dentro del recinto, Peter Harper, ubicado en un sitio estratégico, al lado de la puerta  de entrada a la mansión, dijo con voz potente:
Amigos, escuchadme, si me lo permitís, quiero recitaros un versículo en esta hora de alegría:

Muchas voces gritaron:  ¡Que hable… que hable…!

Peter Harper  se estiró cuan largo era y con el vozarrón que tenía, espetó:

Dice el eclesiástico: … “No hay peor cabeza que la de la serpiente. No hay peor odio que el de la mujer (se oyeron carcajadas). Preferiría mejor vivir con un león o una serpiente que vivir bajo el mismo techo  con una mujer malvada (más carcajadas). Feliz el marido  de una buena mujer, porque el número de sus días  se duplicará. Una mujer valiente es su alegría. Pasará en la paz de los años su vida.  Una mujer buena es un don reservado  para el que teme al Señor. Rico o pobre su corazón es dichoso, muestra siempre alegre el rostro (aplausos y hurras).  Tres cosas me alteran y una me espanta: una ciudad dividida,  un motín del pueblo y una acusación falsa, todo esto es malo pero una mujer celosa es peor que la muerte, su lengua es un azote que a todos alcanza…” Fin del versículo.
No toméis estas palabras literalmente… no soy aguafiestas… sé que estas damas de finos modales y cultas nos traerán muchos ratos de alegría. Ojalá que cada pareja encuentre felicidad en sus relaciones, y que ninguno de vosotros tenga que arrepentirse de haberse conocido. Por ahora, vamos a beber, comer y bailar… ¡Que seáis muy felices…!
Este discurso fue recibido con  fuertes aplausos y hurras. Todo transcurría dentro de un  marco de tolerancia. Las bebidas y las viandas no cesaban. Los cocineros se habían esmerado.
 Las damas aceptaban los galanteos y hasta ciertas lisuras  y atrevimientos de aquellos bandidos, con la mayor desenvoltura, como si lo hubiesen tenido por costumbre. Era de admirar la sangre fría de aquellas damas en tan singular momento. Sin embargo hubo varios conatos de riña que terminaban apenas Laping levantaba la ceja. Le bastaba una mirada para controlar esos brotes inevitables. Un escarceo se produjo cuando el bruto de Gavilán le quitó la dama  muy hermosa por cierto a un hideputa, como lo llamó, porque su pareja era “pequeñaja”  y a él le gustaban altas y bien proporcionada; sin embargo este escarceo contó con la protección del Tuerto, y el hideputa se conformó con la “pequeñaja”, y por eso no pasó a mayores, Otras situaciones  se produjeron cuando los facinerosos  pretendieron basuquear y manosear a las féminas y estas se resistieron; la calma  volvió cuando Láping se levantó y dijo:

Amigos… portáos bien, ya tendréis tiempo en vuestras casas para estas u otras delicadezas; recordad que estas damas no están acostumbradas a esta situación, y que serán vuestras mujeres durante mucho tiempo. Quiero que todo salga bien, no me obliguéis a imponer mi autoridad. Os recomiendo que os mantengáis en forma para la noche… Id y divertíos sanamente…

Es de contar las viandas que  sirvieron aquellos facinerosos. Los cocineros buscaron cuantas piezas  de cacería o aves de corral se encontraran, y eran abundantes en la ciudad, y ¡vaya que encontraron…! en cada casa hallaron: gallinas, patos, cochinos, chivos,  conejos, palomas… una variedad infinita de vituallas, frijoles silvestres, que eran muy abundantes; frutas variadas y otras maravillas que son silvestres en este suelo.  Y vino, mucho vino español del mejor, en barricas y botellas de que los cumaneses son muy aficionados. En fin, las “Bodas de Camacho se quedaron cortas”, según  expresión de Peter Harper.

Todo salía a pedir de boca. A las 6 y 30  de la tarde, caído el sol, las damas pidieron permiso para ir a sus casas  y acicalarse para el baile, que con tanto esmero preparó  y  ofreció el Gran Capitán, Walter Láping.

 Hasta  bien entrada la tarde Juana Isabel y la Griega, se quedaron en Puerto de la Madera en la casa de Chito Vásquez, a quién pusieron en autos del plan que llevaban.  
Antes de salir, Juana Isabel le dijo a Chito Vásquez, ya sabes Chito, necesito 20 guerreros, los mejores que tengas, entrégale estas 20 dagas, ellos limpiarán  lo que quede de los piratas. Tienes que estar en el puerto de Toporo a las 7 de la noche, allí te esperaremos.
“No te preocupes niña, yo mismo iré con ellos, tu solo nos dices que debemos hacer”.

No faltaré…Nunca he  faltado a mi palabra…

 Luego, subrepticiamente, partieron  en una curiara que se deslizaba como cuchillo sobre la tersa piel del río. Dos indios de su confianza: Antón Cagüé y Eliseo Tunata se encargaron de cargar el equipaje y conducirlas hasta el puerto de Toporo. Todo en silencio, nadie habló, nadie dijo nada, no hacía falta.   Llegaron como estaba previsto a las 6 de la tarde, las damas bajaron de la curiara, en la oscuridad, no se veía nada;  los indios se ocuparon del equipaje, lo bajaron y enseguida partieron sin decir ni esta boca es mía. Se perdieron en la inmensidad de la noche. 
En la dársena las esperaban: Teresa de Jesús, Marta y Leonor.
Juana Isabel, nerviosa les preguntó:

¿Trajeron la caretilla?

Tal como fue convenido –fue la queda respuesta-
Muy bien, vamos a cargar  las dagas… Trajimos 500. Fue un trabajo fatigoso… pero aquí están… son las dagas toledanas que usan nuestros milicianos, de hojas largas como espadillas. Tienen dos cortes con su guarnición para cubrir el puño de cruz. Van embutidas en su vaina de lona, confeccionadas por nuestras amigas. No nos preguntéis como las obtuvimos, después os contaremos.
Teresa de Jesús tomó en sus manos una daga, y pensando y mirándola, acotó con una leve sonrisa: Bien, no creo que haya nada mejor. Es el arma perfecta…
Luego acercó la carretilla y las cinco mujeres diligentemente acomodaron las bolsas de cuero en las cuales venían  las dagas, en una especie de cajón de madera rectangular, que había sido adaptado al chasis del vehículo para trasportar botellas de vino.  Se internaron por la Alameda hacia el centro de la ciudad. En una callejuela al lado de una acequia que fluye hacia el río, que allí se llama Santa Catherina,  se detuvieron frente a la casa de don Antonio Peinado y Rocafuerte, donde las aguardaban doña Carmen Lourdes Rengel y dos damas del mismo vecindario: doña Rebeca Ramírez de Arellano y doña Enma Sebastián Gutiérrez Coll y Bermúdez.  Dos de las conjuradas, Marta y Leonor, bajaron una bolsa  con 100 dagas y la lista de mujeres que las recibirían, cada una con sus instrucciones escritas, que deberían seguir al pie de la letra y de inmediato.  Cualquier error  abortaría el plan  y sus vidas no valdrían nada.  Cada conjurada recibiría una daga que clavetearían bajo la cama en el lateral izquierdo, con la empuñadura hacia los pies, de tal suerte que volteándose  pudieran alcanzarla con la mano derecha, sacarla, levantarla  y usarla sin ningún inconveniente. Las zurdas lo harían por el lado contrario. Se les recomendó ejercitarse convenientemente, aunque ya lo habían practicado bajo la vigilancia de La Griega.  Estas tres damas contactarían tres más y estas tres más, y así sucesivamente, en 30 minutos calcularon que todas las dagas estarían en poder de las conjuradas.
Luego las cinco mujeres traspusieron la muralla protegidas por las sombras y por el movimiento de las damas viajando escoltadas hacia sus casas. Llegaron a la calle San Carlos, pasando La Catedral en construcción, y la plaza Felipe II, y fueron directamente a la casa de don Laureano Frontado y Pedroza, donde impaciente esperaba doña Gilda Acosta Ramírez de Frontado, en compañía de doña Carmencita Gómez Bruzual de Toledo, y doña Pirucha Silva de León, con las cual repitieron la misma operación. Desde allí partieron hacia la ermita del Carmen, donde aguardaban varias damas, entre las cuales se destacaban por su talante y valentía: Doña Gracia Guerra Madriz de San Martín, Doña Elsa Jacinta Sánchez Guerra de  Bruzual y Matajudíos, y Doña Tita Bermúdez de Castro y Rivero. Continuaron su marcha hacia la iglesia Matriz, para poner otras cien dagas en manos de Doña Nora Madrid y Román Figueras de Salaverría, Doña Victoria Alejandra López de Brito y Vallenilla,  Doña Ana Teresa Lares y Level de Goda, y Doña María Alejandra Correa de Alcalá. Entregadas las dagas, las cinco mujeres se dirigieron a sus aposentos, a acicalarse para el baile.  

  Llegó la noche confabulada con la luna y el cielo clarísimo, al fuerte de Santa María. Nunca estuvo mejor iluminado. Se colocaron luminarias en el espacioso patio de armas, se colgaron en los vetustos muros, en las garitas y almenas, en las amplias salas de las oficinas, desocupadas al efecto, y en los almacenes y dormitorios, igualmente habilitados para la gran fiesta.
Por cierto que en Cumaná, además de velones, hay cierto aceite que mana de la tierra que llaman betún que da muy buena iluminación, con el solo defecto de producir mucho humo, por eso las luminarias  de betún las colocaron lo más alto posible y en espacios abiertos.  En los salones se usó solo velones, muy buenos fabricados en Cumaná por cierto y hermosamente decorados.  También hay una madera que llaman “hacho”, que da muy buena luz y se usa como antorcha. Es muy común ver a los transeúntes alumbrándose con ellas.
Era bastante tarde cuado la orquesta inició el baile con una chacona, y las parejas salieron a bailar.
La Griega entró discretamente con un grupo de mujeres e inmediatamente varios hombres se acercaron a ellas y las invitaron a bailar.
Duval levantó la voz y dijo -un momento rufianes, a mí me toca escoger primero, porque soy vuestro superior.  Esa rubia alta  -señalando con el dedo a la Griega- es mía… y sacando la espada agregó: ¡Voto a Belcebú!... Si alguno de vosotros la pretende debe ponerse frente a mi espada… -Nadie osó disputarle a Duval la dama, el cual tenía bien ganada su fama de espadachín. Luego se abrió paso entre los rufianes y elegantemente tendió su bazo a la Griega, la cual con una hermosa sonrisa, se engarzó en él y salieron a bailar.
En una mesa, al final del salón de baile, estaba el Tuerto con Teresa de Jesús abrazado con desenfado.  Laping  vestía etiqueta: chaqué gris pálido, chaleco blanco, calzón negro, banda azul y botines negros relucientes. El parche ordinario sobre el ojo izquierdo desentonaba.  Cuando entró Juana Isabel, el Tuerto quedó como hipnotizado, envarado. Entonces dijo a su compañera:
¿Cómo es esto?... ¿Quién es esa mujer?... ¿Quién la tiene?... Esa mujer tiene que ser para mi, -y muy quedo agregó- Es lo más hermoso que han visto mis ojos… ¡Anda, traedla aquí…!
Teresa de Jesús se revolvió como una gata en celo, y clavando los ojos en El Tuerto, le gritó:
¡Oye tú…! ¡Hijo de perra…! ¡¿No os conformáis conmigo…?!

Láping, se paró y replicó- Vos dijísteis que todo lo que quisiera sería para mí… ¡No me discutáis…!  ¡No deseo oír  vuestras razones…!

Teresa de Jesús se enterró las uñas en las manos hasta sangrar, pero comprendió que se estaba dejando llevar por los celos y un sentimiento peligroso, recapacitó y humildemente dijo: Está bien… Creí que estábais conforme conmigo, pero vos sois el que manda… esperad un momento.

Al rato volvió con Juana Isabel, a la que encontró rodeada de hombres que se la disputaban. Se la presentó.   El Tuerto la esperaba de pié, una sonrisa de suficiencia alegrábale el rostro. Juana Isabel se mostró humilde al extender su mano. Laping, con extremada delicadeza, la tomó mirándole fijamente a los ojos,  besó la delicada mano apasionadamente, pero no dijo nada.
Yo soy Juana Isabel, para mis amigos Nuna, que quiere  decir en dialecto guaraní Luna.
Laping no soltó la perfumada mano, y replicó –Entonces serás mi luna –la tomó del brazo y la rogó que se sentara a su lado y luego de cruzar algunas palabras, salieron a bailar para deleite de la concurrencia, que los aplaudió alborozada.

Ya en la sala de baile donde sonaba la orquesta, cuando iniciaban un giro, se oyó detrás de la pareja  una voz cavernosa de un hombretón al que llamaban “Hornero”, dizque porque una vez, siendo panadero mató al dueño del negocio, metiéndolo en el horno; pero cuyo nombre era Homero Weller. Estaba borracho y había conversado con Juana Isabel durante la comida de la tarde, y ya se creía su dueño.



 DUELO  A ESPADAS

“¡Oye Tuerto…! ¡Deja quieta a mi mujer…! ¡Esa mujer, esa que tú tienes, es mía…!  -Homero Weller daba grandes voces- ¡Todos  saben que esa es mi mujer…! ¡A mi nadie me hace un desaire…! ¡Todo mundo sabe quien es Homero Weller… El Hornero…! ¡Todos saben que esa mujer es mía y a mi… no me la quita nadie…!  ¡Y tú menos… chulo… marica…!  ¡Escuchen todos… No quiero ser aguafiestas… pero me siento burlado por este hombre y quiero una satisfacción…! ¡Reto a duelo al Tuerto… Que escoja el arma que quiera… ¡  ¡Se dice jefe de esta expedición y no es más que un cabrón, que ha causado la muerte  a más de doscientos hombres… ¡ ¡Me cago en su alma… ¡ ¡Maldito cabrón…! Ya no soporto más tus atropellos y traiciones… ¡Eres un hideputa y escupo el suelo que pisas… te voy a matar…Maldito… Mil veces maldito…! -Homero Weller sacó la espada y se le fue encima al Tuerto… Varios amigos trataron de calmarlo. El baile se detuvo… Todo mundo quedó expectante. Las miradas se concentraron en Walter Laping, que lucía sereno en medio del salón.

El Tuerto, alto, arrogante. Una palidez de muerte subió hasta su rostro. El solo ojo, normalmente azul profundo, cobró un color amarillo fuego, despedía chispas. Lentamente sacó la espada vigilando los movimientos del Hornero; mientras los amigos del contrincante, Homero Weller, trataban inútilmente de calmarlo y someterlo; pero el Homero respondió con la punta   de la espada, se la pasó a todos por los ojos, diciendo: “El que trate de detenerme  morirá, os lo juro…”; sin embargo  lograron desarmarlo… hablaron con el Tuerto, para aplacarlo, pero ya estaba fuera de sí. En ese estado no era posible controlarlo. Una ira sorda le subió desde los pies hasta la cabeza. Apartó a Juana Isabel, que temerosa se apegaba a él… y grito:

Denle una espada a ese malnacido, que le voy a enseñar buenos modales… A morderse la lengua viperina que heredó de su maldita madre… ¡Puerco borracho…! ¡Por Belcebú… ¡ Te mataré como lo que eres, un inútil…!
Juana Isabel aun trató de detenerlo, aferrándose a su brazo pero Laping la empujó brutalmente, y Juana… dando traspiés retrocedió, viniendo a caer en la misma silla de donde se había levantado a bailar, y allí se quedó atónita.
Homero tomó la espada que alguien le ofreció, y dijo: En guardia… vas a morir Walter Láping… ¡Hideputa, maricón…!  Soy mejor que tú… No sabes con quién te has metido…

Los forajidos son respetuosos de los duelos.  Los divierten más que nada en este mundo; cruzan apuestas, se ríen a carcajadas. Lentamente fueron formando un círculo alrededor de los contrincantes. Ahora los estudiaban detenidamente. Alguien grito: ¡Voy al Tuerto! Cojo apuestas contra mi fortuna. Así se inició el duelo. Llovieron las apuestas.

Los dos contrincantes, fijas las miradas cruzaron los aceros con dominio absoluto del arte. Laping derecho, imperturbable. Un poco inclinado hacia el hombro derecho. El brazo firme pero estirado. Homero un tanto encorvado hacia delante con la espada recogida, diestro en la defensa y en el manejo del acero. Repentinamente saltó hacia delante, atacó con furia, tirando golpes técnicos, repetidos y acompasados como quien estudia al adversario.  Láping los rechazaba diestramente y repelía con igual contundencia. Se reconocían mientras avanzaban las incidencias. Se desplazaban por la sala que  se hizo pequeña. Homero golpeó a un forajido con el puño de la espada, cundo le impidió un movimiento; le dio en la frente con tanta violencia  que el hombre cayó mal herido en medio de los que formaban el óvalo. Sus amigos lo recogieron entre risotadas y gritos endemoniados y lo dejaron en el suelo  fuera del círculo; luego Homero con nuevos bríos y una carcajada estentórea, se lanzó a la lid buscando herir a Laping. Este esperó la arremetida, que fue tan violenta, que le hizo resbalar y caer por una corta escalinata que separaba los dos salones en los que se desarrollaba el baile. Ambos gladiadores ya estaban tocados y sangraban abundantemente. Homero salvó las escalinatas de un salto, y se preparaba para el acto final, creía tener al Tuerto cansado y rendido, pero al lanzar el espadazo final, el Tuerto dio un salto increíble y lo tocó en el hombro izquierdo, sacándole un grito de dolor. Homero gritó: ¡Maldito hideputa… No escaparás…! -Laping sonreído lo animaba a atacarlo- No caeré en tu trampa, tú ya no vales nada… eres mío Laping… Volvió a atacarlo mejorando la estrategia, su idea ahora era cansar al Tuerto; sin embargo el que parecía cansado era él, jadeaba. Laping lucía tranquilo aunque no encontraba el cuerpo de Homero, que se defendía con gran habilidad. Laping saltó un banco que maliciosamente colocaron detrás de él, y Homero aprovechó para empujar el banco y darle a Laping en la pierna izquierda haciéndolo perder el equilibrio, Homero se abalanzó contra él, pero al lanzar el espadazo, en trance mortal, los ojos de Láping se cruzaron con los ojos de Juana Isabel, que emocionada se levantó de su asiento y le dio con el pie sin querer  a un banquillo pequeño, lo que llamó la atención de Homero, fracciones de  segundos que aprovechó Laping para reponerse y levantar el banquillo, y el espadazo mortal lanzado por Homero se clavó en la madera. La hoja de la espada de Homero se partió contra el improvisado escudo dejándolo en precarias condiciones. Sin embargo un amigo de Homero lo alertó y le lanzó una espada, que ya Homero  iba a tomar en el aire, cuando Laping, con la fuerza y la furia que lo caracterizaba, se le fue encima con una siniestra y terrible carcajada, que ha debido ser lo último que oyó Homero, porque entonces Laping lo atacó sin tregua, impidiendo que tomara la espada que viajaba en el aire hacia la mano abierta de Homero. Laping levantó el acero a la altura de la cara de su contrincante y se la clavó en el corazón, en el centro del pecho, matándolo ipsofacto.  Un murmullo sobrecogedor fue el epitafio de aquel terrible duelo.

Casi de inmediato, como si todo estuviese previsto recogieron el cadáver de Homero y lo sacaron del fuerte. Láping parado en medio de la turba que lo ovacionaba, gritó:

¡Pardiez…! ¡Que siga la fiesta… aquí no ha pasado nada… ¡


EL GUACAMAYO.

Juana Isabel, al lado de Láping, muy nerviosa, aprovechó para hacer su teatro, aplaudió, lo besó en los labios, y le dijo:
Señor… yo no fui nunca de ese tipejo, ni lo hubiese sido jamás porque me dio asco. Yo seré suya cuando quiera, aunque me da pena con Teresa de Jesús… Ella se hizo muchas ilusiones con vos…
Laping la tomó por la cintura, la atrajo y  besó apasionadamente en los labios. Luego mirando al lado derecho, donde había varias parejas, dijo señalándolas…
“Pierde cuidado por tu amiga Teresa de Jesús, mire usted misma, ya encontró su pareja, que va mucho mejor con ella…
En efecto, Teresa de Jesús estaba en los brazos de general Lawriman. Por cierto que este veterano bucanero, de mediana estatura, usaba siempre una pañoleta que le cubría la calva cabeza, y a un lado siempre llevaba unas plumas de loro, por lo cual sus íntimos amigos lo llamaban “Guacamayo”, pero muy pocos se atrevían  a darle ese trato, por qué si estaba irritado o el tipo le caía mal, seguro que lo consideraba un insulto, que siempre terminaba en duelo. Cuando Laping le dijo a Juana Isabel, con una picarísima sonrisa, que Teresa de Jesús estaba con Lawriman,  le causó tanta risa que dijo en voz alta:

“¡Guacamayo… cómo Guacamayo…!

Láping, con un gesto rápido le tapó la boca a Juana Isabel, pero el mal ya estaba hecho. Lawriman, se puso rojo como un tomate y se acercó a Juana Isabel por detrás y de mal talante le dijo:

“¡Señora, usted me llama…!”

Juana Isabel se volteó. Se lo quedó mirando, levantó su delicada mano y dándole un pequeño golpecito en las plumas de la pañoleta. Con un mohín encantador, le respondió:

“Pero si es solo un lorito” -Luego se le acercó y lo besó en las mejillas. Lawriman quedó desarmado y volvió sonriente a su sitio al lado de Teresa de Jesús.

Pero Juana Isabel se jugó otra carta, estaba al lado de Laping, que era todo el poder, y le dijo:

Señor, no será mejor suspender esta fiesta. Después de este hecho tan lamentable… No os parece prudente…mucha gente esta dolida. A lo mejor quieren decir algunas oraciones, no sé, debe tener muchos dolientes entre esta gente…

“¡Callaos…! Dijo Laping, y agregó: “No sabéis lo que decís… ¿cómo creéis que voy a paralizar mi fiesta por esa carroña…?

Juana Isabel sonreía,  la noche avanzaba y no llegaba la bebida, de repente hubo una gritería en los salones,  y Laping dijo:  
“Llegaron los hombres con las bebidas… Ahora brindaremos por nosotros…

Marta se refugió en los brazos de Harper; la música sonaba, y Harper seguía el compás. Como quien dirige una orquesta imaginaria. Marta le dijo:
Peter… ¿Acaso tocáis la pianola?

Aunque usted no lo crea, distinguida Señora, fui alumno de Arcángelo Corelli. Tengo algún conocimiento de música sacra, recuerde que fui sacerdote.
Yo también soy aficionada a la música mi instrumento favorito es el violín. Me gusta la música de Corelli, sus sonatas y el concerti Grossa.
¡Oh señora…! Usted me trae recuerdos que creí olvidados… - Harper sin darse cuenta tarareaba al oído de Marta el “Concerto Fatto per la Notte di Natale”. Cuando Harper terminó su canto, Marta le preguntó:

“¿Acaso conocéis la música de Heinrich Schütz?

¡Señora… por favor…!  Tengo todas sus partituras, es el gran realizador de la música nueva, de la cual soy “habitué…” Luego hablaremos de todo esto… mientras, escuchemos a estos bárbaros que no lo hacen del todo mal… hablaré con ellos.
“Yo puedo ayudar… soy maestra de música…

Usted y yo haremos una buena pareja…

Así espero…

Le gustaría bailar…

A eso vine… y su compañía me agrada mucho…

Uno de los aduladores de Láping, le llevó dos copas de cristal veneciano llenas hasta el borde del runrún de las islas Summers.  Juana Isabel jamás había tomado de aquella bebida, pero tenía que hacerlo; llegó el momento de probar su temple. Láping a su lado, le obsequiaba una copa. Interiormente se encomendó a la Santísima Virgen de la Soledad, porque esa copa podría trastornar sus planes; le pidió fuerzas para soportarla y salir bien de aquel trance, el más difícil por el que tenía que pasar, para ella terrible por que nunca lo había hecho. Tomó la copa, cerró los ojos y bebió. La garganta se le trancó. Respiro profundo, pero se mareó e iba a caerse.  Láping caballeroso la sostuvo. Durante unos segundos perdió el dominio sobre su voluntad, apretó los labios. Sentía las manos de Laping que la sostenían, se dio ánimo y en el interior de su alma, escuchó una voz que le gritaba: “Ten valor, no te desanimes, todo saldrá bien… Poco a poco fue tomando piso y dominando la situación. Tosió un poco y por fin exclamó:

¡Dios mío!… ¿Qué bebida es ésta…?

Láping la tranquilizó, le dijo muy quedito:

No os preocupéis, no la beberéis más, os lo prometo. Esta es una bebida para hombres curtidos, lobos de mar, trabajadores del campo, para gente ruda… no para vos…

El runrun volvió locos a los hombres, por que las mujeres no lo bebieron. Daban voces destempladas; aquellos bárbaros cantaban canciones vulgares y bailaban cómicamente unos con otros; hacían ruedas  y seguidillas; disparaban sus mosquetes; escenificaban riñas por doquier, se acuchillaban. Era la locura. El fuerte parecía un manicomio. Así trascurrió casi toda la noche.
Como a la medianoche, a una orden de la Griega, las mujeres comenzaron a llevarse a los hombres a sus casas… porfiaban con ellos, les quitaban la bebida y la derramaban; pero al fin lograban calmarlos y llevárselos casi a rastras, en muchos casos con ayuda de otros más sobrios. También hubo algunos que no bebieron runrún sino vinos, estos se quedaron bailando un tiempo más hasta la madrugada, entre los que  estaban Láping y Juana Isabel, Duval y La Griega.
A eso de las tres de la mañana, Juana Isabel melosamente y después de un apasionado beso, le dijo a Láping:
Mi amor, vamos a casa, estoy cansada y ansiosa… ¿Hasta cuándo beberéis? Si os emborracháis no podréis amarme como decís que amáis.

Láping, dirigiéndose a Duval, preguntó:

Qué decís Duval… ¿Nos vamos o nos quedamos?

La Griega miró a los ojos de Duval y le dijo: “¡Vamonós!

Duval mirando a Láping, haciendo abstracción de la dama: Yo digo lo que vos, y hago lo que mandéis. No tengo opinión…Estoy aquí sobre todo para acompañaros…

¿Cómo es eso… -terció irritada  la Griega- soy tan poca cosa…?
Por favor señora, no os ofendáis. Su señoría es mi jefe y le debo obediencia… Sólo a eso me refiero, no tiene nada que ver con vos… os ruego que me perdonéis, pero esa es nuestra realidad… Su señoría es nuestro gobernador y le debemos obediencia…

Usted misma debe entenderlo así…

Bien, no se hable más del asunto –interrumpió Láping- y complazcamos a las damas… Esperan y tienen razón… Creo que tienen toda la razón del mundo… Brindemos el último trago por esta noche mágica e inolvidable –Láping levantó la copa hacia las estrellas y tocando con la suya la copa de Duval, agregó: ¡Brindo por estas mujeres que nos han traído la felicidad que faltaba…
Duval dijo: Creo que su señoría ha hablado por mí, porque abrigo los mismos sentimientos.
Entonces vamonós…A las damas que nos guíen hasta sus casas… -y dirigiéndose a ellas preguntó- ¿Quedan muy lejos vuestras casas?... Porque de ser así pediremos un coche...
No os preocupéis –intervino La Griega- nuestras casas son colindantes de este mismo vecindario. Están al bajar la colina de Quetepe, frente al convento de los franciscos, donde vosotros tenéis el Cuartel General.
Entonces… andando… -Sobre la marcha, Láping engarzó a Juana Isabel y Duval hizo lo mismo con La Griega.

Las parejas salieron de la casa del gobernador, atravesaron el Patio de Armas, pasaron el puente sobre el foso y se dirigieron a la salida de la izquierda que da a una calzada de piedras que evade el cerro de Quetepe por la orilla del río, lado noroeste, y cae al barrio de San Francisco, atravesando una finca de cocos y charas, y sigue por una vía amplia que va del río hasta el fondo del barrio, en el cerro de los Chaimas;   cuya vía se conoce con el nombre de calle de Las Infantas, que es una de las más importantes de la ciudad.



PACTO DE  AMOR Y  MUERTE.

El barrio de San Francisco tiene una ubicación estratégica, está en un abra, en el centro de dos filas de cerros que se cierran sobre el río, el cerro que ahora llaman de la Virgen de la Soledad   -Nuestra Señora de la Soledad o de los Dolores se venera también en el templo de San Francisco de Caracas- por una Cruz señalada para construir una iglesia; y el Quetepe, son dos murallas naturales que lo protegen de toda perturbación. Las viviendas de las dos damas son mansiones contiguas, de dos plantas y cuatro ventanas, construidas con permiso real frente al Convento, muchos años ha. Cada pareja entró a la casa correspondiente y subieron al piso alto, a la alcoba matrimonial. Ambas mujeres, como seguramente todas, más de 400, se desvistieron con ayuda de aquellos hombres, sin remilgos, como si fuesen sus esposos legítimos, estaban decididas a todo, y luego hicieron el amor apasionadamente, sin término ni pausa, hasta el agotamiento. Las dos mujeres, cansadas fingieron dormir, y los hombres cayeron extenuados en profundo sueño.
Juana Isabel observó al hombre desnudo, tendido boca abajo. Un ronquido característico denotaba la profundidad del sueño. Pasaron lentos algunos minutos. Juana Isabel con la determinación que da el acto heroico, fríamente, tal como lo había concebido se levantó sigilosamente, se vistió con toda calma, buscó  bajo la cama el alero y tomó la toledana. Calculó exactamente el sitio del corazón de Walter Láping, que  dormía satisfecho su ego. Levantó la daga con su mano derecha,  no tanto, sino lo necesario, y descargó el golpe mortal. No hubo grito. Láping trató de incorporarse. No vio nada y se desplomó sin vida. Cayó pesadamente en la misma posición en que estaba con su solo ojo abierto y un grito seco en la garganta. Juana Isabel estuvo a punto de desfallecer. Como pudo escapó de la escena, se ocultó largo rato tras la puerta. Se le paralizó el corazón. Tomó la mantilla  negra y se cubrió el rostro para que el herido no pudiese verla, no supiese que había pasado, no pudiera sentirla, identificar la mano que lo hería. Nunca podría saber cuanto tiempo pasó sin pensar,  aunque,  lentamente se repuso; respiró, abrió los ojos, se arrodilló, rezó muchos padrenuestros y avemarías; se encomendó a la virgencita de la Soledad. Después volvió a la habitación, fue a ver el cadáver, estaba en la misma posición, se acercó, lo volteó, le cerró el único ojo y lo cubrió con la sábana. Ya no podía soportar más, huyó despavorida, bajó las escaleras que le parecieron interminables, corrió sin aliento por el pasillo que daba al zaguán. El corazón parecía saltar de su pecho, salió a la calle y corrió, atravesó la plaza de San Francisco, entró al templo de Nuestra Señora de las Aguas Santas, cuyas puertas estaban abiertas, y cayó frente a la imagen de la venerada virgencita de Soledad. No podía articular palabra, su mente estaba en blanco, no tenía ningún recuerdo ni la turbaba pensamiento alguno, sólo era capaz de sollozar, las lágrimas corrían libremente por sus mejillas.
Casi detrás de ella llegó la Griega, que la vio pasar cuando iba alocada, sin control, caminando hacia ninguna parte. Se colocó detrás, susurró algo para calmarla, le pasó la mano dulcemente por el hombro, y le dijo:
Amiga… no te atormentes… hemos cumplido un rito, doloroso pero necesario… ya todo pasó… salvé mi vida milagrosamente… Duval  tuvo fuerzas para atraparme, golpearme y acorralarme… casi me mata…pero yo tenía la espada de mi esposo como último recurso, la había colgado en la pared detrás de un vestido, la tomé como pude, aprovechando un desfallecimiento de Duval, me zafé de sus garras y tuve el valor de atravesarlo… en ese momento casi me desmayo… sentí que me atravesaba el corazón… No sé cómo salí de la habitación… Estoy bañada en la sangre de Duval y no tengo consuelo… cuando saliste corriendo, tenía tiempo sentada en el “quicio” de la puerta de mi casa sin respirar, sin poder hacer nada, impotente, esperándote.

Poco a poco se fue poblando el templo. Las mujeres como espectros, temblando, gimiendo, fueron llegando como sombras. Nadie hablaba. Todas temían que algo pudiese haber salido mal. Esperaban las represalias de los forajidos… Teresa de Jesús avanzó hacia Juana Isabel, y compungida le preguntó:

¿Él… está muerto?

Si… -fue la parca respuesta-

Teresa de Jesús reprimió un sollozo, se arrodilló al lado de Juana Isabel, y le dijo:

Gracias… yo no hubiese podido…

Lo sé…

Las dos mujeres se abrazaron y lloraron largo rato. Teresa de Jesús entre sollozos dijo:
“Hubiese querido conocerlo en otras circunstancias”

 Juana Isabel no dijo nada. Sus ojos negros se elevaron hacia la imagen  de la Virgen y oró en silencio. Pasó un tiempo prudencial, y se pudo comprobar que todas las mujeres estaban presentes, habían cumplido su misión, sin embargo faltaban los guardias, le dijo a la Griega:

“Comprueba si la gente de Chito Vásquez llegó, y ordénales que cumplan su misión, deben rastrear y eliminar a cualquier forajido que quede con vida. Entrarán a los fuertes con prudencia, es probable que estén todos borrachos, pero no se sabe.  Dales el santo y seña, para que no tengan problemas.  Ninguno puede quedar con vida…

La Griega respondió: “Yo me encargo, iré con ellos…”

La Griega salió y llamó a Chito Vásquez, que esperaba sus órdenes . El hombre se acercó. La Griega le preguntó:
Dónde está la gente… ¿Vinieron…?
Eso no se pregunta niña…
Bien… llámalos que vamos a cumplir una misión muy delicada.
Ya lo sé,  niña… Vamos andando… -Chito se puso las manos sobre la boca y emitió un sonido poco audible y enseguida aparecieron los guerreros chaimas.
La Griega le dijo:
“¡Chito! … Vamos hacia el fuerte de Santa María.
Todos partieron sigilosamente. Al llegar al puente del fuerte, la Griega, en alta voz dio el santo y seña:

¡La Victoria es del rey!

Nadie respondió, deberían decir:  Aquí no hay más rey que Walter Laping.  La Griega le dijo a Chito: Manda a tus hombres que suban la muralla y abran la puerta, que vamos a entrar… Si hay guardias vivos, los quiero muertos.
            Así lo hicieron. Había dos guardias dormidos, borrachos, que nunca sabrían lo que les pasó. Entraron en los salones y no había nadie, pero en la cocina encontraron tres hombres dormidos, también los eliminaron. En la puerta del polvorín, había otro y también lo eliminaron. Subieron a los dos baluartes, y allí eliminaron a  dos  guardias más. Cuando no quedó nadie con vida se trasladaron al fuerte de San Antonio y Santa Clara, eran las cinco de la mañana, todo mundo dormía; y allí hicieron la misma operación, eliminaron cinco hombres, sin ningún inconveniente, no quedó nadie más.

            La Griega se despidió de Chito,  le dijo:

            Queda el fuerte de Santa Catherina, eso lo dejo en tus manos. Tengo que regresar, hay mucho por  hacer y tenemos poco tiempo.

            Vaya niña, yo me encargo de todo, confíe en mí; además ese es mi terreno…
 
            La Griega entró al templo y caminó hacia el altar.  Parecía una mártir romana caminando por las arenas del circo, era una imagen blanca, luminosa, manchada de sangre, llena de gracia como el Ave María y ajena al temor.  Fue lentamente por el centro del templo, dobló a la derecha y subió al púlpito. Todas las miradas y los corazones estaban en ella. Ya sosegada elevó la voz, con gran reposo, dijo:

            “Amigas… escuchadme. Creo, mejor dicho estoy segura, porque todas estamos aquí… Quiero decir que se ha cumplido totalmente la misión y los forajidos están muertos… En cada caso se ha cumplido un acto sublime. Matar un hombre no es un acto que pueda sobrellevarse en paz… Lo sé… En mi corazón luché, como sé que vosotras luchasteis para evitar ese trance terrible… El Señor también quiso evitar beber  el cáliz… No tenía otra alternativa… Por nuestros hijos somos capaces de darlo todo… Pensemos en eso… Pensemos que si esos asesinos los hubiesen apresado ya estarían muertos y nuestras vidas secas… Hemos llorado…  Si, a lo mejor continuaremos llorando… Pero… revisemos la historia y busquemos… ¿Qué otra alternativa nos quedaba?  Hablo de la fortaleza que debemos tener… Eso es lo que os pido y no os torturéis… Si nos hemos sentido culpables… Somos mujeres, eso hace la diferencia… Sé que estos hechos nos afectan profundamente, pero tenemos mucho que hacer… La tarea que tenemos por delante no espera… es muy difícil. No sólo es reconocer y recoger los cadáveres, sino después limpiar  y organizar nuestras casas y la misma ciudad; tenemos que dejarlo todo como estaba antes de llegar los forajidos, para que cuando lleguen nuestras familias  no sientan el espanto  ni el terror por el que hemos pasado nosotras… Ustedes tienen las instrucciones… Hay que salir, hay que recoger los cadáveres y trasladarlos, tal vez hasta las sabanas de Chiclana para incinerarlos… No nos hemos puesto de acuerdo  en ello… Hay que enterrarlos o esparcir las cenizas… lo que quede de ellos… mis amigas del alma… no tenemos derecho a llorar… Doña Josefa Mariana Gómez  de Seans,  Graciela de los Ángeles de la Portilla y Doña Arelis Gómez de Serpa, tienen conocimiento de un sistema de incineración que aplicaban  los romanos a los crucificados… Pues es el momento de probarlo… Doña Susana Bruzual  de Aguilera, doña Rosa  García de Urbaneja, doña Natalia Silva de Salaverría, deben partir, como lo hemos convenido, con su grupo a buscar las bestias de carga que ya deben estar en Gamero. Doña Maria Elisa Berris de San Martín, doña Bety Barrios de Hernández y Vallejos, doña Araceli Bruzual y De La Rosa, con su grupo, deben partir a buscar los maderos y llevarlos hasta Chiclana u otro sitio que ahora mismo vamos a determinar. Y otra comisión formada por  doña María Gabriela  Rincón de Vélez, doña Victoria Alejandra Mejía Centeno,  y doña María Elena de Azeros y Amundaray, responderán de la comida. De todas formas  aquí en la ciudad hay todo lo necesario para lo que nos proponemos, y tenemos la ayuda de Chito Vásquez y sus hombres, por lo tanto deben movilizarse de inmediato. Todas las comisiones deben salir a cumplir  su papel… Basta de lloriqueos…

            Juana Isabel, la heroína indiscutible de aquella jornada, se levantó de su asiento y pidió la palabra. Se produjo un silencio seco, pero el mismo templo  pareció cobrar vida y de sus paredes brotaba, algo así como una música insondable, se escuchaba el latido del corazón de aquella mujer, aquella efigie levantada, ahora inmóvil, esperando para hablar sólo una señal.  La Griega con un gesto la invitó a subir al púlpito, ella aceptó y se dirigió al sitio  indicado –todas las miradas la siguieron-  subió la escalerilla de madera ricamente labrada, y desde el púlpito, cuando todos los corazones latían con ella, mansamente dijo:

            Amigas… perdonadme que otra vez os abrume con mis pensamientos, ruego a ustedes y a mi Dios que perdone mi soberbia, pero no puedo callar ahora, estoy de acuerdo con casi todo lo expuesto por mi amiga, a quien todas cariñosamente llamamos La Griega. Ella encarna todo lo que hemos hecho hasta ahora, sin su valor, creo muy difícil que hubiésemos logrado  esta victoria; sin embargo, creo que podemos deshacernos de los cadáveres y de todo vestigio de esta historia, simplemente quemándolos conjuntamente cos sus barcos y sus armas. Todos sabemos que frente a nosotros, en la boca  del mismo golfo, hay un abismo infinito, y lo que allí se hunde desaparece para siempre, me refiero a lo que llamamos “El Canto”, casi en la desembocadura del río... Pues propongo que llevemos los cadáveres de los forajidos,  y todo cuanto a ellos pertenece, a sus barcos y les prendemos fuego en el mar, en el sitio indicado, hasta que desaparezcan en sus profundidades.  No es necesario llevar maderos, ni herramientas, ni exponernos a un espectáculo macabro. Simplemente, simplificamos la tarea y de una sola vez borramos todo vestigio de esos infelices; ellos vinieron del mar y al mar vuelven convertidos en cenizas, tal vez de esa forma  el Creador se apiade de ellos y de nosotras, y nos conceda la paz y el perdón que necesitamos…  De todas formas someto a vuestra consideración esta proposición.

            La Griega esperó que Juana Isabel concluyera y bajase del púlpito, luego dijo:

            Es muy cierto lo que dice Juana Isabel… la verdadera y única líder de esta experiencia insólita… Ella y no yo, ni ninguna otra, nos ha dirigido con tanto tino y responsabilidad; con aplomo, con sabiduría, aunque por su modestia lo quiere compartir con nosotras… Eso no quiere decir  que no hemos hecho nuestra parte… la victoria se obtiene juntando pequeños éxitos, a cada una le correspondió hacer su parte con absoluta entrega de su vida y de su fuerza, y dado el caso, exponiendo más, su miedo, honestidad,  espiritualidad, todo… Y… por otra parte, que no estaba planteado, teníamos que salir de los barcos… y tal como lo ve ella, se simplifica la operación. En realidad no había pensado en la forma de deshacernos de los forajidos y sus pertenencias de una sola vez… Considero que la proposición de Juana Isabel llena esos extremos… es muy afortunada y desde ahora la apruebo incondicionalmente… pero si hay algo mejor y más sencillo, pues… que se diga y seguro contará con nuestro apoyo.
             
 Varias damas se levantaron para apoyar la proposición de Juana Isabel, y después, todas por unanimidad la aprobaron, y la Griega continuó en  uso de la palabra.

“Ahora bien, aprobado el “modus operandi” tenemos que sacar nuestras pertenencias de esos barcos, pues los forajidos, al parecer, las ocultaron en ellos, por lo tanto… vamos a trabajar…”

Aquellas mujeres salieron del templo reconfortadas a sepultar aquella terrible historia… Una comisión se encargó de verificar las ejecuciones una por una, Algunas salieron a pie porque sus casas y obligaciones, estaban cercanas del Convento. Pero otras buscaron caballos y carretas de las milicias que estaban abandonados por toda la ciudad. Todo fue actividad. Cada comisión cumplió sus instrucciones al pie de la  letra. Tomaron las caretas e improvisaron otras  y fueron recogiendo  los cuerpos  para llevarlos al puerto de Toporo; algunas cargaron los cadáveres en mulas y caballos, de muchas maneras fueron acarreándolos hasta la dársena. Muchas horas se dedicaron a la macabra tarea que terminó muy avanzada la noche. Un grupo de intrépidas mujeres se ocuparon en fabricar un artilugio con una polea y una gúmena para izar los cadáveres hasta el interior  de los barcos, y desde allí otras mujeres se encargaban  de arrastrarlos hasta las bodegas; otro grupo se encargo de recuperar las partencias y tesoros aculados por los facinerosos depredadores en los barcos y  otros sitios de la ciudad; y por último, la tarea más difícil, dirigida personalmente por La Griega, fue sacar los barcos del río y llevarlos al sitio escogido, al Oeste de la península de Araya, en “El Canto”,  profundidad mítica que dicen los indígenas, queda en  ese sitio.  Y una vez allí asegurados unos barcos con otros, con gruesas gúmenas, les prenderían fuego, tal como se hizo, para que no quedaran rastros de aquellos malhadados acontecimientos.

El trabajo fue muy duro, desde la madrugada hasta la tarde, haciendo guardias, sin alimentos suficientes, guardando espaciados y pequeños reposos, según órdenes estrictas de La Griega.  No podemos decir cual, quien, fue la que más sacrificios hizo, fue una labor de conjunto, disciplinada, constante, dentro de un terrible drama, entre llantos inimaginables, con flaquezas y desmayos, y un dolor como una daga en el corazón. Cada mujer vivió su propio drama, porque nunca, que se recuerde y esté escrito,  unas mujeres se hayan concertado para matar a los hombres  a  los que se habían entregado voluntariamente.

Al anochecer, los 8 barcos ardían frente a la ciudad, iluminando el mar; todas aquellas valientes mujeres, expectantes, contemplaron el espectáculo desde las orillas blanquísimas de San Luis. Muchas de ellas lloraron sin poderlo evitar… No se perdonaban su audacia… En el fondo de su alma un dolor de amante, se clavaba hasta la empuñadura.

Al otro día se inició la limpieza de las casas y de la  ciudad para que todo volviese a la normalidad.  Todas trabajaron en todas partes: Juana Isabel y La Griega, comandaron batallones de mujeres que recorrían las calles arreglándolo todo.  Dejaron pasar varios días, en los cuales solo se dedicaron a la vigilancia y a revisar las oficinas de gobierno, los negocios que habían sido destruidos y saqueados, acomodar una que otra cosa en ellos;  a las iglesias les devolvieron sus joyas e imágenes, todo para que no quedara vestigio  de los hechos ni del paso de los forajidos por la ciudad; y Juana Isabel más calmada, convocó una asamblea plenaria en el Convento de San Francisco.

Todas asistieron. Juana Isabel, en un discurso improvisado, anunció, que había llegado el momento de avisar a sus familiares y al pueblo de Cumaná, que la ciudad había sido evacuada por los forajidos.  Recordó a todas, el juramento de guardar el secreto, a toda costa, y ordenó a las mujeres que se trasladaran unas para el Convento de los Frailes y otras para sus haciendas  y pueblos cercanos, porque desde allí enviarían aviso a las autoridades dándoles la buena nueva de la desaparición de los piratas. Así se cumplió.

UN DIA CUALQUERA.

En una lluviosa noche de agosto, Don Sancho, Don Juan y Chito Vásquez, jugaban una partida de Tresillo en la Casa de Gobierno, y preguntaba el Gobernador:
Don Juan… ¿Y que dice su mujer de las cosas que hizo o no hizo durante la invasión de los corsarios?
“Esa mujer, al parecer se refugió en el Convento de Los Frailes, y allá la atendieron muy bien. Tengo que hacerle una visita al padre Manuel Bartolomeo, para agradecerle las atenciones que tuvo para con ella… ¿Y su mujer, Don Sancho, que dice…?

“Más o menos lo mismo, tal vez tengamos que ir juntos a ver a fray  Manuel Bartolomeo… Por favor Juana Isabel… por favor… sírvenos…  vamos a disfrutar ese vino fresco… no me dejaron mis tabacos Habanos, esos malandrines… ese vino que nos trajo el edecán Don Bernardo Bermúdez… ¡Anda mujer… anda…!

¡Por supuesto, no faltaba… más…! ¡Espérese un momento…!

Pero hay algo que me perturba, Don Juan…

¿Y que será?

“Es que esos piratas no se llevaron nada, y más bien todas las cosas las dejaron en su sitio, y al parecer se pusieron a limpiar  las casas y la ciudad, como para quedarse  en ella y luego desaparecieron… No…no lo entiendo… verdaderamente no lo entiendo…

“Tal vez se cansaron de esperarnos… consumieron todo nuestro vino... Se robaron nuestros vestidos… esa gente pelea por gusto…

“Eso debe ser… pero… ¿Cómo se lo explico al Rey…Dios Mío…?
  
Desde entonces las mujeres de Cumaná se cruzan miradas que disimulan el secreto… de La Noche de los Cuchillos…

FIN








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