RAMON BADARACCO
FLORECILLAS DE FRAY PEDRO DE CÓRDOBA.
Cumana 2013
EL DESCUBRIMIENTO DE
CAWANÁ.
Veamos
cómo nos cuenta el erudito historiador español Juan Manzano Manzano, el
descubrimiento de Cumaná. Debemos aclarar que la expedición enviada por el
Almirante Cristóbal Colón, estaba bajo el mando de su hijo Bartolomé.
“Vamos
ya a ocuparnos, con especial atención, de la Relación de Ángelo Trevisán,
teniendo siempre a la vista la versión de López de Gómara, ya conocida por
nosotros.
El
veneciano nos dice que los expedicionarios, saliendo de la Española, navegaron
primero con rumbo Oeste (“hacia la tierra cercana llamada Cuba”); con orden
precisa de dirigirse después hacia el sur y sudeste, hasta alcanzar un lugar,
donde, según los informes que poseía el Almirante, existía un rico vivero de
ostras perlíferas. Tras doce días de navegación, las cinco carabelas arribaron
a un puerto muy bueno. A su llegada, se aproximaron a los navíos españoles dos
canoas indígenas, con seis pescadores, los cuales mostraban claramente en sus
semblantes la alegría y contento por la visita de los recién llegados, dando la
impresión de que estos hubiesen estado otras veces allí (“COMO SE FOSSENO STATI
ALTRE VOLTE LI”).
Los
indios recibieron a los españoles con la natural satisfacción de los que
vuelven a encontrarse con unos viejos amigos, de los que guardaban un gratísimo
recuerdo, y por ello, desde el primer momento, los obsequiaron con pescado
fresco del que acababan de coger. En toda aquella costa habia muchos hombres,
mujeres y niños que hacían señales expresivas de su deseo de llegar a las
naves.
La
anterior frase de Trevisán (“como se fosseno stati altre volte li”) parece
aludir a una anterior visita de hombres blancos a aquel lugar. Cuando en líneas
anteriores Trevisán nos dijo que los expedicionarios habían recibido orden del
Almirante de navegar, con rumbos sur y sudeste, hacia cierto lugar, donde según
los informes que él tenía, existía un rico vivero de ostras perlíferas, podríamos
pensar que los informes colombinos procedían de los indígenas de la Española
(algunos de los cuales llevaban como guías e intérpretes en los navíos). Sin
embargo, ahora comprobamos que sus noticias muy bien podían proceder de gentes
europeas que en años anteriores habían arribado a aquellas lejanas playas.
Que
paraje era este donde recalaron las carabelas españolas? Escuchemos a Gómara:
El señor de Cumaná, que ansí llamaban aquella tierra y río, envió a rogar al
capitán de la flota que desembarcase y sería bien recibido”
Si
aquella tierra –como dice Gómara- era la de Cumaná, el puerto muy bueno –de la
Relación de Trevisan- donde fondearon los navíos, tenía que ser necesariamente
el gran golfo de Cariaco, de catorce leguas de fondo, a cuya entrada se encontraba
el río Cumaná, que daba nombra a toda la provincia.
Cumaná
era una rica región perlífera. Nos dice Trevisan que en aquel lugar los nativos
recogían perlas en gran cantidad. Con cestos especiales, provistos de peso y
pendientes de cuerdas, descendían al fondo del mar y pescaban allí las ostras
que les servían de alimento, y de ellas arrancaban las perlas; pero como
carecían de instrumentos adecuados para perforarlas, perdían y estropeaban
muchas. Eran verdaderas perlas orientales, muy bellas. Los nativos las
cambiaban fácilmente a los recién llegados por cascabeles y otras baratijas.
Aceptando
la amable invitación del cacique de aquella región –hecha por un hijo de éste
que había ido a las carabelas- el capitán español envió a tierra algunos marineros
para que visitaran la hermosa aldea del
reyezuelo, compuesta de unas doscientas casas y distante tres leguas de la
costa. La casa del cacique era “redonda” dividida en dos piezas. En una de
ellas, el dueño obsequió espléndidamente a sus huéspedes con majares de la
tierra y con agradables vinos elaborados con jugos de frutas.
Concluido
el convite, los españoles fueron trasladados a otra sala, donde, sentadas en el
suelo, se hallaban unas hermosas muchachas, vestidas decentemente con telas de
algodón de varios colores, que les cubrían el cuerpo por debajo de la cintura.
Todas ellas portaban en el cuello, brazos y orejas ricas sartas de perlas y
otros adornos.
¿Qué
otra particularidad ofrecían, además, las muchachas indígenas del cacique de
Cawaná? Una muy reveladora para nosotros. Según Gómara, estas jóvenes cumanesas
eran “amorosas, y, para ir desnudas, blancas, y para ser indias, discretas”
¡Asombrosa
combinación!, exclama Morison.
Poca
sorpresa nos causa a nosotros la anterior noticia del cronista, si la
relacionamos con la que nos proporciona el mismo historiador sobre las
costumbres de los cumaneses y con la muy probable anterior visita a la región
de otros hombres blancos”. Fin de la cita.
Después de leer la obra
de ese gran historiador español, don Juan Manzano Manzano, “Colón descubrió
América del Sur en 1994, y Colón y su secreto” donde prueba con documentos y
conclusiones irrebatibles, que el sitio al cual llegó el nauta, fue el pueblo
de Cumaná, como lo relata Ángelo Trevisan; yo he dedicado muchos día en
investigar al nauta desconocido que llegó al pueblo Kaima en la desembocadura
del río Chiribichií, la última luenga, como dice Las Casas, y después encontré
en el libro “Historia de las indias” de Fray Bartolomé de Las Casas, su versión
de los hechos, en el capitulo XIV, que se refiere al caso del nauta, imaginamos
que Las Casas adaptó el relato a su conveniencia, copiamos textualmente:
“El cual contiene una
opinión que a los principios en esta isla ¨Española¨ teníamos, que Cristóbal
Colón fue avisado de un piloto que con gran tormenta vino a parar forzado a
esta isla, para prueba de lo cual se ponen dos argumentos que hacen la dicha
opinión aparente, aunque se concluye como cosa dudosa. Pónense también ejemplos
antiguos de haberse descubierto tierras, acaso, por la fuerza de las tormentas¨.
Resta concluir esta
materia de los motivos que Cristóbal Colón tuvo para ofrecerse á descubrir
estas indias, con referir una vulgar opinión que hobo en los tiempos pasados,
que tenía ó sonaba ser la causa más eficaz de su final determinación, la que se
dirá en el presente capítulo, la cual yo no afirmo, porque en la verdad fueron
tantas y tales razones y ejemplos que para ello Dios le ofreció, como ha
parecido, que pocas de ellas, cuanto más todas juntas, le pudieron bastar y
sobrar para con eficacia á ello inducirlo; con todo eso quiero escribir aquí lo
que comúnmente en aquellos tiempos se decía y creía y lo que yo entonces
alcancé, como estuviese presente en estas tierras, de aquellos principios harto
propincuo. Era muy común á todos los que entonces en esta ¨Española¨ isla vivíamos, no solamente los que el primer
viaje con el Almirante mismo y á Cristóbal Colón á poblar en ella vinieron,
entre los cuales hobo algunos de los que se la ayudaron á descubrir, pero
también a los que desde á pocos días á ella venimos, platicarse y decirse que
la causa por la cual el dicho Almirante se movió a querer venir a descubrir
estas Indias se le originó por esta vía. Díjose, que una carabela ó navío que
había salido de un puerto de España (no me acuerdo haber oído señalar el que
fuese, aunque creo que del reino de Portugal se decía) y que iba cargada de mercaderías para Flandes
ó Inglaterra, ó para los tractos que por aquellos tiempos se tenían, la cual,
corriendo terrible tormenta y arrebatada de la violencia e ímpetu della, vino
diz que, a parar a estas islas y que aquesta fué la primara que las
descubrió.
Que esto acaeciese
ansí, algunos argumentos para mostrarlos hay: el uno es, que a los que de
aquellos tiempos somos venidos, á los principios, era común, como dije,
tráctarlo y practicarlo como por cosa cierta, lo cual creo que se derivaría de
alguno o de algunos que lo supiesen, o por ventura quien de boca del mismo
Almirante ó en todo ó en parte ó por alguno palabra oyese; el segundo es, que
entre otras cosas antiguas, de que tuvimos relación los que fuimos al primer
descubrimiento de la tierra y población de la isla de Cuba (como cuanto della, si Dios quisiere, hablaremos,
se dirá) fue una de esta, que los indios vecinos de aquella tuvieron ó tenían
de haber llegado á esta isla Española otros hombres blancos y barbados como
nosotros, antes que nosotros no muchos años. Esto pudieron saber los indios
vecinos de Cuba, por que como no diste más de diez ocho leguas la una de la
otra de punta a punta cada día se comunicaban en sus barquillos o canoas,
mayormente que Cuba sabemos, sin duda, que se pobló y poblaba de esta Española.
Que el dicho navío pudiese con tormenta deshecha (como la llaman los marineros
y las suele hacer por estos mares) llegar a esta isla sin tardar mucho tiempo,
y sin faltarles las viandas y sin otra dificultad, fuera del peligro que
llevaban de poderse finalmente perder, nadie se maraville, porque un navío con
grande tormenta corre 100 leguas, por pocas y bajas velas que lleve entre día y
noche, y á árbol seco, como dicen los marineros, que es sin velas, con solo el
viento que cogen las jarcias y másteles y cuerpo de la nao, acaece andar en
veinticuatro horas 30 y 40 y 50
leguas, mayormente habiendo grandes corrientes, como las hay por estas partes;
y el mismo Almirante dice, que en el
viaje que descubrió a la tierra firme hacia Paria, anduvo con poco viento desde hora de misa hasta completas 65 leguas,
por las grandes corrientes que lo llevaban: así que no fue maravilla que, en
diez o quince días y quizá en más, aquellos corriesen 1000 leguas, mayormente si el ímpetu del viento
Boreal o Norte les tomó cerca ó en paraje de Bretaña ó de Inglaterra ó de
Flandes.
Tampoco es de
maravillar que ansí arrebatasen los vientos impetuosos aquel navío y lo
llevasen por fuerza tantas leguas… y los otros navíos que salieron de Cádiz y
arrebatados de la tormenta anduvieron tanto forzados por el mar Océano hasta
que vieron las hierbas de que abajo se hará, placiendo a Dios, larga mención;
desta misma manera se descubrió la isla de Puerto Sancto, como abajo diremos.
Así que habiendo descubierto aquellos por estas tierras, si ansí fue tornándose
para España vinieron a parar destrozados; sacados los que , por los grandes
trabajos y hambre y enfermedades, murieron en el camino, los que restaron, que
fueron pocos y enfermos, diz que vinieron a la isla de madera, donde también
fenecieron todos.
El piloto del dicho
navío, ó por amistad que antes tuviese con Cristóbal Colón, ó porqué como
andaba solícito y curioso sobre este negocio, quiso inquirir del la causa y el
lugar de donde venía, porque algo se le debía traslucir por secreto que
quisiesen los que venían tenerlo, mayormente viniendo todos tan maltratados, ó
porque por piedad de verlo tan necesitado el Colón recoger y abrigarlo
quisiese, hobo, finalmente de venir a ser
y curado y abrigado en su casa, donde al cabo diz que murió; el cual, en
reconocimiento de la amistad vieja ó aquellas buenas y caritativas obras,
viendo que se quería morir descubrió a Cristóbal Colón todo que les había
acontecido y diole los rumbos y caminos que habían llevado y traído, por la
carta de marear y por las alturas, y el paraje donde esta isla, dejaba o había
hallado, lo cual todo traía por escripto.
Esto es lo que se dijo y tuvo por
opinión, y lo que, entre nosotros, los de aquel tiempo y en aquellos días
comúnmente, como ya dije, se platicaba y tenía por cierto, y lo que, diz que,
eficazmente movió como a cosa no dudosa á Cristóbal Colón.
Pero en la verdad, como
tantos y tales argumentos y testimonios y razones naturales hobiese, como
arriba hemos referido, que le pudieron con eficacia mover, y muchos menos de
los dichos fuesen bastantes, bien podemos pasar por esto y creerlo ó dejarlo de
creer, puesto que pudo ser que Nuestro Señor lo uno y lo otro les trajese a las
manos, como para efectuar obra tan soberana que por medio del, con la rectísima
y eficacísima voluntad de su beneplácito, determinaba ser. Esto, al menos, me
parece que sin alguna duda podemos creer: que, ó por esta ocasión, ó por las
otras, ó por parte dellas, ó por todas juntas, cuando él se determinó, tan
cierto iba de descubrir lo que descubrió, y hallar lo que halló, como si dentro
de una cámara, con su propia llave, lo tuviera.
VIDA Y OBRA DE PEDRO DE CÓRDOBA.
La vida y acción de Pedro de Córdoba esta unida a
la del obispo de Chiapas, Bartolomé
de Las Casas o Casuas. El notable historiador don Demetrio Ramos, dice: “La
autoridad que para Las Casas tenía el P. Córdoba se nos revela en la aceptación de un especial magisterio
con el que su personalidad queda dibujada en la del clérigo” (1)
Córdoba antigua capital del Califato, estrella de
la cultura mudéjar, que fue la patria chica de Lucio Anneo Séneca y Luis De Góngora, por citar dos inmortales,
también vio nacer a Pedro el 10 de septiembre de 1482, allí se educó y
creció en el seno de una noble familia cristiana, que influyó en su
determinación por la carrera eclesiástica: tomar la cruz y seguir el camino que le trazó el Señor.
Dice Bartolomé de Las Casas que Fray Domingo de
Mendoza, hermano de fray García de Loaiza, arzobispo de Sevilla y cardenal
Presidente del Consejo de Indias, seleccionó a Pedro para que lo sustituyera en
el mando de la avanzada dominica que vendría al Nuevo Mundo, y con él, tres sacerdotes
muy calificados que emprenderían la empresa de sembrar la orden dominica en la
capital de la risueña Quisqueya, la Española , sede del
imperio en América. (3)
Quisqueya, la isla descubierta por Colón el 5 de
diciembre de 1492, a
la cual llamó “La Española ”,
segunda isla en extensión territorial, de las antillas mayores del océano
atlántico, mar que conocemos como mar
Caribe o de las Antillas, sufrió como ningún otro lugar el impacto de la
conquista. La isla inmensamente poblada
en aquellos tiempos mide 1575 Km . cuadrados -hoy
conforma el territorio de dos repúblicas,
la
República Dominicana y
la Republica
de Haití- se dividía en muchos reinos aborígenes perfectamente definidos por
Las Casas, como luego veremos.
Pedro de
Córdoba, fue un sacerdote a quien Dios Nuestro Señor dotó de muchos dones, gracias
corporales y espirituales, que fue
elegido para una misión administrativa, si se quiere, pero él la convirtió en
una empresa sin igual. Los que lo
conocían nunca imaginaron que podría lograrlo, tenía el inconveniente de sufrir
un continuo dolor de cabeza que le impedía, en cierto grado, algunas
actividades, por ello Las Casas dice:
“Y lo que se moderó en el estudio, acrecentolo en
el rigor de la austeridad y penitencia todo el tiempo de su vida, cada y cuando
las enfermedades le dieron lugar”. (4)
Fue excelente predicador, ejemplo dentro del
sacerdocio en virtud y penitencia, que lo elevaron siempre entre sus
compañeros y feligreses. Agrega Las Casas: “Tiénese por cierto que salió de
esta vida tan limpio como su madre lo
parió” (5).
Estudio en el colegio “San Esteban” de Salamanca,
y probablemente, como dice Hernann
González Oropeza, fue “formado espiritualmente por fray Juan Hurtado de
Mendoza” (6), el formidable maestre de Salamanca; y se perfeccionó en Santo Tomás de Ávila, la
casa mayor de la “Cristiandad” para ese entonces. Fue compañero de estudios de
Antonio de Montesino, Tomás de Berlanga, Domingo de Betanzos, y otros ilustres
prelados, que luego fueron los seleccionados para acompañarlo en la empresa evangelizadora
de América; esto por si solo basta para considerar las dotes que adornaban a
este insigne conquistador del espíritu, cuya labor ilumina la terrible
experiencia humana de la conquista del Continente, y disipa, aunque sea un
poco, las oscuras nubes que denigran de la noble y heroica raza hispana.
A este hombre extraordinario
encomendaron los dominicos y el superior Fray Domingo de Mendoza, para que le
ayudase a realizar o proseguir la empresa fundacional en el Nuevo Continente;
igualmente convocó a otros religiosos para que lo acompañaran, entre ellos al
famoso Fray Antón de Montesinos y al padre Fray Bernardo de Santo Domingo “poco
o nada experto en las cosas de este mundo, pero entendido en las espirituales,
muy letrado y devoto y gran religioso”. (7)
Fray Pedro de Córdoba, hizo varias
expediciones para fundar y gobernar las misiones de Cumaná y Santa Fe; el Vicario de las Indias, el hombre más
importante después de Colón, venido al Continente a principios del siglo XVI,
autorizado para fundar las primeras misiones en la tierra firme, como lo dicen
los cronistas y el más importante de todos, Bartolomé de Las Casas (Biblioteca
de Autores Españoles. Obras Escogidas. Tomo XVVI. Pág. 133).
Dice Las Casas que, en las Islas,
Santo Domingo y Cuba, Pedro de Córdoba, se da cuenta de la forma inhumana y
despiadada como se realiza la conquista, y sabe que esta misma forma será
trasladada al Continente, por ello pide al rey Fernando El Católico, que le dé
licencia para trasladar su Orden a tierra firme, e inventa “La conquista
pacífica y evangélica de la tierra firme”; y el Rey mandó que se le dieran los
despachos a su voluntad. Los dominicos fueron los primeros misioneros que
llegaron al Puerto de Las Perlas, Cumaná, entre 1513 y 1514.
Toda esta historia está debidamente
corroborada por cédulas reales, cartas,
crónicas, y un asiento del 14 de junio de 1.510” (inserto en los
Documentos Americanos del archivo de protocolos de Sevilla, Siglo XVI. Madrid
1.935, p. 20). Consta que los ilustres padres dominicos disponían entonces lo
relativo a su viaje a la isla española. Dice el asiento: “libro del año 1.510,
Oficio: IV. Libro III. Escribanía: Manuel Segura. Folios: 1.812. Fecha 14 de
junio. Asunto: Fray Domingo de Mendoza, fraile profeso de la Orden de los Predicadores
del Sr. Santo Domingo, Vicario de los Frailes de Dicha Orden, que han de
residir en la Isla
Española , Indias, islas y Tierra Firme, en su propio nombre y
en el del R. P. Fray Pedro de Córdoba, vicario de las indias, y por, virtud de
las cartas y licencias que tiene el R. P. Fray Agustín Funes, Provincial de
dicha Orden en los Reinos de España y del dicho R. P. Pedro de Córdoba,
nombrado procurador al doctor Juan de Hojeda, físico, vecino de Sevilla en la
collación de Santa María Magdalena, para que cumpla lo contendido en las
citadas cartas y licencias”. (8)
Hay mucho que decir de este santo
maestro que debe ser considerado sin ninguna duda como el verdadero fundador de
la gloriosa y heroica ciudad de Cumaná., porque creció y se desarrolló al lado
de las misiones que él fundó y mantuvo mientras vivió.
Ahora les voy a contar la historia de
la obra de Pedro de Córdoba, tal y como yo la he vivido.
Recuerdo que aquella mañana de febrero de 1510, habíamos
salido a caballo de Ávila, la ciudad del silencio, hacia Salamanca. Pedro me
rogó que nos detuviéramos
en el viejo puente romano en el límite
del Norte, a la salida de las murallas, para ver desde el poniente las altas
torres de la catedral e la serpiente de piedras que la rodea. Un mar de trigo,
de la hacienda de Isabel, se extendía
frente a nosotros. Pedro rezaba en silencio… Luego continuamos la marcha e nos detuvimos en dos pueblos: Aveinte y Narros del Castillo, para cambiar cabalgaduras. Así llegamos a Babilafuente,
para tomar un baño caliente en sus famosas aguas termales. Pedro confesó, que una de sus pocas debilidades era
la de sumergirse en aquellas aguas. Dijo entonces: ¡hermanos, he pasado toda mi
vida en escuelas y conventos, me siento feliz de ello, hay algunas cosas materiales
que me gusta disfrutar, plugo a Dios que me permita hundir mi cuerpo en este
pozo, si en ello no hay pecado!.
–No lo hay Pedro -dijo alguno de sus compañeros-
que el propio Señor Jesús, bendito sea su santo nombre, se sumergió en las
aguas para que Juan lo bautizara.
Bien… continuamos el camino, siempre al lado del
río, hasta llegar al pueblo de Santa Teresita, Alba del Tormes. Los caballos
penetraron en el mar de trigo que se extiende en sus praderas, sembrado por
orden de Isabel, como dije; en un
terreno ondulado donde el viento se
distrae peinando las espigas, y los caballos trotan libremente.
Por fin,
después de tantas horas, llegamos a Salamanca, la blanca, por una calle larga
de grades edificios públicos e iglesias romanas, que termina en la Plaza Mayor; una estancia
armónicamente cuadrada, cuyas construcciones se cierran en cada esquina sobre fuertes arcos de piedra. Debajo de esos
arcos “vive” verdaderamente la ciudad, bulle el pueblo. Por cada esquina de
esta plaza entran dos calles, y en la tarde un torrente de gentes en romería,
entre gritos e risas van a divertirse, a conversar, tomar vino e cumplir con el rito del amor. Pedro y yo también lo hicimos, nos bajamos de los
caballos y confundimos entre ellos e
fuimos a dar vueltas con alegría infantil, tropezar con las parejas enganchadas
e recebir el soplo fugaz de la vida. La gente nos extrañaba, pero con
todo, saludaban entre risas e cariño.
Bastante tarde fuimos a Santisteban, donde nos esperaban gozosos los
compañeros de Pedro, que lo colmaron de atenciones. Entonces, se acercó presuroso, fray Antón de Montesinos,
y reclamó el retardo…
–Hombre Pedro… ¿donde estabais? Hace dos días que os esperamos.
Vaya hombre, pero ¿Cuál es la novedad? ¿Cuál la
urgencia?
Es que acaso ¿No sabéis nada?
Si no me lo decís vos…
Habéis sido nombrado Vicario de Las Indias.
Yo, y, ¿Qué méritos tengo para tanto peso?
¡Todos hombre todos…! pero venid, que os esperan
en Catedral en la sala conciliar. Apenas os divisaron, la noticia corrió e
agora están reunidos vuestros compañeros y el Maestro General de la Orden , fray Domingo de
Mendoza, muy nerviosos por cierto.
Pedro, apresuró el paso, se acercó al grupo y como
era de su natural comportamiento, se
arrodilló ante fray Domingo, el cual lo tomó de la mano y lo levantó hasta que
sus ojos quedaron parejos.-
Pedro le dijo –ya se a lo que habéis venido.
Hágase en mi según lo tenéis mandado. Os
ruego que no me deis explicaciones.
Bien, hijo mío, vuestras virtudes han salido con
alas de estas paredes. El Arzobispo de Sevilla y Cardenal Presidente del
Consejo de Indias, me ha ordenado comunicaros que habéis sido elegido Vicario
de Indias, y que debéis partir cuanto antes con destino a “La Española”, cita en América; es una nación del
Nuevo Mundo, tu nueva casa.
El Vicario también escogió allí mismo, a sus
acompañantes, cuya fama de santidad
también está probada: Antón de Montesinos, Tomás de Berlanga, Domingo de
Betanzos y Bernardo de Santo Domingo, y les dijo:
- De luego irán otros a haceros compañía, los que
sean necesarios para ayudaros en la infinita tarea que se os ha asignado. Se
que no defraudaréis las esperanzas puestas en vosotros.
Desde ese momento Pedro no tuvo descanso e yo lo
acompañé e ayudé en todo lo que fue menester. Nadie supo jamás de sus
dolencias, aunque lo presentían.
El viaje a Santo Domingo se retrasó, por enredos
burocráticos, hasta el 6 de agosto de ese mismo año de 1510, e también por los
permisos que debía firmar el Papa, e otros requisitos para lograr la
impetración de la Orden
Dominica en el Nuevo Mundo.
En Sevilla
trabajaron con urgencia y culminaron los trámites e los preparativos, que
rubricaron cuando fray Domingo de Mendoza, autorizado por el Provincial de la Orden en España, fray
Agulatín de Funes, en representación de Pedro de Córdoba, Vicario General de
Indias, e nombró Procurador de la
Orden en Sevilla a Don Juan de Ojeda, lo que dejó a Pedro
totalmente libre de sus obligaciones en el reino y pudo viajar en el término
previsto.
Partimos de Sevilla, a los 6 días de agosto,
como ya dije, en una carabela de 50
toneladas, e llegamos a La
Española el 10 de setiembre de 1510. Al parecer nadie sabía
de la misión, surgimos al norte de la isla en un sitio desolado, La Isabela , pueblo fundado
por el Almirante Cristóbal Colón; abatido a poco tiempo por un huracán. Había
tres o cuatro casuchas ocupadas por un
puñado de marineros que solo deseaban
regresar, y esperaban una oportunidad. Ese día, Pedro cumplía 28 años e quiso
festejar con ellos. Los consoló, ofició la santa misa, su primera oblación en
aquella tierra bendita de Dios; partió
el pan, cenó con ellos, leyó las sagradas escrituras, e les habló. Aquellas
gentes sintieron muy cerca la presencia del Señor Jesús, bendito sea su santo
nombre, por haberles mandado el auxilio espiritual e la conformidad deseada.
Entre los indígenas se corrió la noticia de la
misa que presidió Pedro al aire libre, y vinieron muchos caciques con sus
cortes a conocerlo. Ellos hablaban diversas lenguas, aunque bastante parecidas,
y Pedro los entendía a todos. Desde un
principio Pedro les enseñó la doctrina, varios jóvenes se aficionaron tanto a
Pedro que se quedaron a su servicio.
Pedro tenía el raro don de lenguas. E le contaba la doctrina como un
cuento apropiado para los niños.
Los misioneros pasaron algunos meses en Isabela, y
construyeron una primera iglesia de madera, barro y palmas, e todos hicieron
amistad con los aborígenes.
En los primeros días de octubre de ese año de
1510, llegó a la Española
El Almirante Don Diego Colón,
hijo del Visorey Cristóbal Colón, acompañado de su mujer Doña María de
Toledo, e se hospedó en la pequeña ciudad de “Concepción de La Vega ”. En sabiéndolo Pedro,
dijo:
-Preparad los morrales que saldremos muy de
madrugada para Concepción, a ver e hablar con el Almirante. Dejaremos a fray
Antón encargado de todo nuestro hato, para que luego lo lleve a donde asentaremos definitivamente.
Como no acostumbrábamos contradecirlo, hicimos tal
como lo mandó, aunque no estábamos de acuerdo por múltiples razones, entre otras la distancia que deberíamos recorrer; no conocíamos el territorio infestado de
indios peligrosos e amotinados, e además, desconociendo casi por completo sus
lenguas.
De todas formas partimos. En la jornada solo
comíamos casabi, pescado salado, ají e
berros, que nos dieron los indios; además teníamos agua abundante de los arroyuelos e alguna que otras raíces, a las que ya estábamos acostumbrados.
Encontramos muchos guerreros; pero
ellos, al ver y conocer a Pedro,
abandonaban sus armas, lo saludaban como si lo conocieran de toda la vida; lo
seguían, le hablaban en sus lenguas y él
respondía y los bendecía. No se si lo entendían, pero sus demostraciones de afecto y acatamiento,
así lo daban a entender. En algún momento miraba a Pedro y veía más bien a
Jesús, bendito sea su santo nombre, era un milagro.
Días después, llegamos a presencia del Almirante y
su mujer, fuimos recibidos de inmediato. Pedro se adelantó y se arrodilló ante
él, pero este, tomándolo de la mano, le
dijo –No lo haga, no soy digno ni de recibir su bendición, soy un pecador
–Pedro respondió– Todos somos pecadores, pero si vos lo reconocéis, lo confesáis y estáis arrepentido; yo en
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, os perdono los pecados de los
cuales os habéis arrepentido y de todo otro pecado que queráis confesar. Os doy
la paz para vuestro espíritu y no peques más. Que la paz del Señor entre en
vuestro corazón y permanezca en vos para
siempre. Suplica al Señor que te proteja del poder que todo lo corrompe y
te de la fuerza necesaria para no caer
en tentaciones; que abra tu corazón al Espíritu Santo consolador.
El Almirante,
se arrodillo contrito, secó sus lágrimas, y dijo en alta voz – Me siento
reconfortado. El Señor os ha enviado. Gracias, padre. Será muy difícil
mantenerme limpio, pero lo intentaré.
Doña María de Toledo, le suplicó a Pedro, que
escuchase su confesión y lo llevó de la mano al interior de la casa, donde
permanecieron largo rato.
Pedro decidió que nos quedásemos en Concepción de La Vega , y el Almirante le cedió
un galpón medio abandonado, que servía de depósito de mercancías, ubicado fuera
del poblado. Allí acomodamos la segunda iglesia de la Orden Dominica en la Española , y allí cantó la
primera misa que se dio en la isla para los
indios, que vinieron de todas partes a
ver y oír “al padrecito de los indios”, que les hablaba en su propia lengua. En
esta iglesia se destacó mucho fray Antón de Montesinos, segundo en el
mando de la Orden , sobre todo en bondad, laboriosidad, solidaridad,
y el que siempre estaba dispuesto al trabajo y sacrificio. Un verdadero
apóstol, como Pedro.
Esta misa le trajo a la Orden muchos inconvenientes
con los españoles, pero el prestigio de Pedro rebasaba cualquier dificultad. En
poco tiempo sus filas crecieron. A los 5 que la iniciaron se le sumaron 8 venidos de España; y algunos frailes y legos que ya estaban en la Española al servicio
de otras órdenes, y se vinieron a
enriquecerla y cobijarse con el manto de
los dominicos; pese a que vivían en la mayor pobreza y las reglas de Pedro eran
extremadamente rigurosas; sin embargo, milagrosamente todo sobraba, el Señor
Jesús, bendito sea su santo nombre, nos auxiliaba de mil maneras.
Nos vimos en la necesidad de construir otra
iglesia en La Vega
con ayuda de los indios, y ya estaba terminada para mayo de 1511 cuando
Pedro decidió partir para la ciudad de Santo Domingo, dejando La Vega a cargo de fray Tomas de
Berlanga, y con él se quedaron también fray Jerónimo y Domingo de Betanzos.
Pedro era incansable, apenas llegó a la
ciudad de Santo Domingo, la más
antigua del Nuevo Mundo, fundada por Don
Bartolomé Colón, hermano del Almirante, en 1496, trasladada por el gobernador Nicolás
de Ovando en 1504 a
las orillas del río Ozama, donde la ciudad florecía, era
verdaderamente señorial. Pedro se empeñó en construir un monasterio e
inició de inmediato los trámites para la impetración de la Orden y todo se daba por la
gracia de Dios. La construcción, con la
única ayuda de los indios, a los cuales
se ganó en muy poco tiempo, hablándoles en su idioma como si hubiese vivido con
ellos largo tiempo, se adelantó tanto, que era la admiración de todo el pueblo
que lo veía incrédulo. Fue algo inaudito, milagroso, los materiales aparecían como por arte magia y teníamos que ahuyentar a los voluntarios, por que a la
hora de comer había más de la cuenta, y parecía no alcanzar para todos: sin
embargo todos los días se repetía el milagro de los panes y los peces. Apenas
le informaban a Pedro que faltaba algo,
cuando se aparecía alguien a quien se le ocurrió llevarlo y donándolo era de
admirar. Al principio, todos dormíamos en el suelo, y fue un buen hombre llamado Pedro de Lumbreras, el que nos
ofreció su casa; Pedro no quiso aceptar, y se conformó, para no desairarlo, con
tomar prestado el patio de la casa. Allí acomodamos unos catres y una mesa, si
es que podía llamarse así, para las cosas e instrumentos sagrados. Mal que
bien, nos acomodamos todos, pero al poco tiempo nos mudamos para el monasterio.
En la octava de todos los santos de ese año de
1511, Pedro dio misa en el templo a medio concluir, y predicó. Los que lo
oyeron quedaron prendados d’el. Muchos españoles fueron a la misa, y a ellos
les pidió, que al llegar a sus casas, enviaran a los indios que tuviesen bajo
su autoridad. Fue así la primera vez que en la cuidad de Santo Domingo,
aquellos indios esclavos de los
españoles oyeron la misa y la palabra, y así lo hizo siempre que pudo.
En diciembre de ese año llegó a la Española, fray
Domingo de Mendoza, con varios sacerdotes dominicos. Fue una sorpresa para
Pedro verlo entrar a la Iglesia. Cuando
ellos se abrazaron, Jesús, bendito sea su nombre, estaba allí, doy testimonio
de ello, caí de rodillas y adoramos al Señor durante muchas horas, hasta que
nuestros cuerpos lo soportaron.
Con fray Domingo llegaron cuatro
sacerdotes de la misma orden Dominica. Por una rara coincidencia se
habían juntado 12 apóstoles por tercera vez en la historia. Se repetía el milagro
de Jesús, y de Francisco de Asís. Doce
hombres que debían intentar la conquista espiritual del Nuevo Mundo.
La construcción de la Iglesia se desarrollaba
con rapidez, y con la llegada de los
refuerzos, su efecto fue multiplicador. Una vez terminada la obra se le
agregaron claustros, seminario, una huerta protegida por una fuerte y muy bien
construida empalizada; y muy pronto fue
hervidero de individuos de todas
clases, que llegaban llenos de fervor con
gracia divina, tras el llamado de Pedro. Aquel santo lugar se convirtió
en refugio de arrepentidos. Sus frutos
espirituales no se hicieron esperar,
pero también: la envidia, la codicia, la política, confluyeron en un todo.
A
nuestros oídos llegaban las historias de las crueldades de Juan Ponce de
León, del famoso perro “Becerrillo”, a quien los indios temían más que a diez
españoles juntos; las maldades de Juan Cerón, de Moscoso, de Cristóbal de Mendoza, que practicaban la
captura y matanza de indios en la tierra
firme. Las expediciones de Nicuesa y Ojeda, que asolaron el pueblo de indios de
“Calamar”, y de cómo los indios se amotinaron en el sitio de “Turbaco”, e hicieron gran matanza de españoles, de donde los que se salvaron
regresaron luego con más fuerza, y
fiereza y tomando a los indios desprevenidos, hicieron gran carnicería de mujeres
y niños indefensos.
Las costumbres de los españoles de Santo Domingo
se habían relajado de tanta codicia y
soberbia. Se olvidaron de Dios, de sus principios, de la caridad cristiana, se predicaba el odio
contra los indios, se había perdido el orden moral en aquella colectividad.
Esos españoles olvidaron su misión en
aquellas tierras. Había llegado la hora de Pedro y Dios lo reclamaba.
Pedro reunió a los doce miembros de su comunidad
eclesial, y discutió con ellos el tema indigenista, y concluyeron y acordaron,
que tenían el deber moral de intervenir ante ese estado de cosas que alteraba
el orden moral e iba contra la esencia misma de la doctrina que predicaban.
Hacía ya algún tiempo, que el Almirante Don Diego
Colón había trasladado la sede de Gobierno
a la ciudad de Santo Domingo, que había prosperado admirablemente. Pedro
consideró, que tocaba a él poner remedio a tal conducta. Me dijo – Fernando
mañana muy temprano iremos a ver al Almirante; voy a pedirle a Don Antón que
nos acompañe, él sabrá expresarse mejor que yo…
Despachaba el Almirante, en una casa muy
confortable, ubicada frente a lo que daban en llamar la Plaza Mayor , en todo
el centro de la ciudad, al lado del convento de los Jerónimos, con quienes
tenía magníficas relaciones.
Pedro, Montesinos y yo fuimos recibidos por el
Almirante, inmediatamente. Nos trasladaron a una sala muy cómoda y bien
amueblada, pero nosotros que vestíamos rudimentariamente, a pesar de los ruegos
que hizo el Almirante, no quisimos sentarnos, por no ensuciar y transmitir
nuestros olores a aquellos magníficos y decorados muebles. Preferimos
permanecer de pie, y el Almirante así lo entendió. Pedro tomó la palabra y le
fue diciendo uno a uno todos los crímenes y delitos que estaban cometiendo los
españoles. Al final de aquel discurso, todos estábamos llorando, y el Almirante
dijo:- Padre Santo… yo se lo que esta ocurriendo y tengo despachos del Rey para
ponerle fin a tanta maldad, pero me siento impotente de poder hacerlo. Se
necesitaría un ejército, que no tengo, para perseguir a los delincuentes por
tierra y por mar; sin embargo os prometo hacer cuanto pueda… para contener y
castigar a los que abusan contra estos pueblos indefensos; pero atenta contra
mis deseos, no solo la flojedad de nuestras fuerzas preventivas, sino las
distancias y el desconocimiento de estas
ilimitadas fronteras. Por todas partes aparecen los mercaderes de esclavos, los
rescatadores, como ellos mismos se titulan… Creo que a vuestros oídos ha
llegado sobre castigos ejemplares que he impuesto y decretado; me he visto
obligado a ajusticiar a muchos ladrones y esclavistas, sin embargo, proliferan…
tanto aquí como en tierra firme… Solo me puedo comprometer, a despecho de mi
palabra con vos, a continuar… con las escasas fuerzas que me dan las Cédulas
Reales e otros instructivos, que me veo obligado a cumplir… con esos bandidos
que trafican con vidas humanas… Las limitaciones que os ofrezco, no son obra
mía, pero eso no me exculpa… se que es mi deber y debo agotar todas las medidas
para impedir que continué la masacre, e implementar otros castigos… para los
culpables…
Hermano -lo interrumpió Pedro- se lo que estáis sufriendo. No veo como podré
ayudaros, sin embargo el Señor Jesús, bendito sea su santo nombre, me inspirará para buscar un camino, una forma
para ayudaros. Por lo pronto contad con
todo lo que tenemos, que es muy poco,
pero está a vuestras órdenes. Dios os bendiga y que el Espíritu Santo
permanezca en vos.
Nos marchamos contritos, en silencio; por nuestros
espíritus pasaban las ideas, confusas, no brotaban las palabras. Meditábamos
con absoluto recogimiento. Éramos
incapaces de formular una idea exponer algún razonamiento equilibrado, ni
siquiera una posible, pequeña alternativa.
El drama era terrible y continuaría.
Al otro día, después de la misa, Pedro invitó a
todos los frailes a una reunión para
discutir la situación y el resultado de la entrevista con el Almirante, y luego
de largas deliberaciones, dijo:
-Hermanos, tenemos que acabar con este estado de
cosas. No podemos permitir que continúe
esta guerra insólita, o estaremos incurriendo en complicidad. El Señor, no nos
perdonará. He decidido iniciar una campaña desde el púlpito, vamos a denunciar la
corrupción, a los violadores de la Ley, corruptos, criminales, esclavistas, con
nombres y apellidos, vamos a atacar el
mal con todas nuestras fuerzas, y las que nos dará el Señor Jesús, bendito sea
su santo nombre. Denunciaremos los crímenes que se han cometido y aportaremos
las pruebas y los testimonios que sean necesarios, acudiremos a todas las
instancias, iremos a la Corte
si es necesario. Comenzaremos ya, y he
elegido a fray Antón de Montesinos, para que en la homilía del domingo cuarto
de adviento, haga las denuncias de las crueldades, vejámenes y crímenes y
criminales, enumerándolos, delitos que
se están cometiendo en nombre de Jesuscristo, Dios y hombre verdadero.
Para 21 de diciembre de 1511, cuarto domingo de
adviento, se invitó a la misa de 8.30 de la mañana, en la iglesia de Santo
Domingo, especialmente al Almirante Don
Diego Colón, a los oficiales del Rey,
demás autoridades civiles y militares,
letrados, ciudadanos notables, comerciantes, armadores y demás personalidades de la ciudad. Todos
alagados por la deferencia inusual. Llegada la hora, Antón de Montesinos ocupó el púlpito, leyó el evangelio sobre San Juan el Bautista,
que se inicia con aquella advocación, hermosa pero ahora terrible: “Ego sun vox
clamati in decerto”, yo soy la voz que
clama en el desierto. Al principio habló con palabras moderadas, habló del
adviento y de la esterilidad del desierto de la conciencia de los españoles que
viven en esta isla, y el peligro de la condenación eterna. Luego elevando la
voz enumeró los pecados que venían
cometiendo y el castigo que les reservaba la justicia divina. Uno a uno
denunció los crímenes y a los criminales, y sus artes de tortura e impiedad,
muchos de los cuales estaban allí presentes.
“Para os lo dar a conocer –dijo- yo soy la voz de
Cristo que habla en el desierto de esta isla…” “Estas palabras serán las más
duras que jamás pensasteis oír –
vosotros sois reos de excomunión… Su voz había crecido, tenía un tono de
autoridad inexplicable. Las mujeres lloraban y los hombres se alborotaban; y él
continuaba: “todos estáis en pecado mortal, en el vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas
criaturas. Decid ¿Con que autoridad habéis hecho tan detestable guerra? ¿Con
cual los tenéis oprimidos, sin darles de comer ni curarlos, que mueren de
fatiga o enfermos, por vuestra codicia en sacarles todo el oro sin proveer, tan siquiera, que
sean bautizados y que conozcan la
doctrina de la iglesia. ¿Acaso estos no son hombres, no tienen alma?...
Terminada la misa, la mayor parte de los
feligreses se marchó en compañía del
Almirante. Al parecer decidieron de
común y tácito acuerdo, reprender al predicador por escandaloso y calumniador,
para lo cual necesitaban el apoyo del
jefe del gobierno. Todo hace pensar que
el Almirante, en cuenta como estaba de la campaña que emprendieron los
dominicos, de alguna manera se
desembarazó de aquellos sujetos.
Otros se quedaron en la iglesia
y pidieron hablar con fray Pedro de Córdoba, que los recibió con
dulzura, santa paciencia y los escuchó con atención: muchos de ellos dijeron
que tenían poco tiempo en Santo Domingo,
no tenían nada que ver con los indios, no eran encomenderos, ni “resgatadores”, ni esclavistas, ni
traficantes de indios, ni nada que se les pareciera, y exigían que el
predicador se disculpara, porque después de ese sermón, ellos serían
considerados y tratados como criminales.
Pedro, no se disculpó, sino que les dijo: -Aquel
que no tenga pecado que lance la primera piedra. Soy el único responsable de esa homilía.
Desde que llegue a esta nación, no escucho
otra cosa que los crímenes espantables
que se cometen contra los indios. Es la hora de denunciarlos, no vaya a ser
cosa que el Señor, nos considere a
nosotros cómplices de tantas crueldades.
Sin embargo, los invito para el próximo domingo, ya se verá lo que se puede
hacer, el Señor tendrá la última palabra. Id en paz.
Pedro les habló con tanta paz que la comitiva se
marchó pensando que habían logrado hacer
recapacitar a la Vicaría ,
la institución más poderosa de aquellos tiempos, representada en el Nuevo
Mundo por aquel santo varón de hermosa
presencia, todo amor y bondad.
La homilía del tercer domingo de adviento, también
le fue asignada a Montesinos. La iglesia estaba hasta los bordes, abarrotada de
feligreses dentro y fuera del tempo.
Llegado el momento leyó el
evangelio y tomó la cita del santo Job, que dice: “Tornaré a referir desde su principio mi ciencia y mi verdad” Comenzó luego, muy
despacito y con voz apenas audible, a
fundamentar la verdad del domingo
anterior. Repasó todos los errores, crímenes, pecados, crueldades, cometidos
por aquellos ciudadanos encumbrados sobre la sangre y el dolor de toda una
raza… luego conminolos a retractarse, a pedir perdón a los oprimidos, a dejar
en libertad a sus esclavos, a darles de
comer y curarlos, a respetar sus derechos, acatar las leyes de ellos conocidas,
y si no el derecho natural de gentes. Sabían que era ilegal, contra las leyes
de Dios, y por lo tanto pecado mortal.
Comprar por esclavos a indios libres y dejarlos morir de hambre. Aquellos que
lo han hecho y no se arrepienten, serán excomulgados.
Luego que terminó la misa, un grupo de gente
influyente se quedó para hablar con
Montesinos, pero este no los atendió, por lo cual decidieron apelar a las
autoridades y hasta la Corte, de ser necesario; como lo fue, y el caso fue denunciado ante la Audiencia.
Sabemos que las cartas enviadas al rey alborotaron a todo mundo, por cuanto
muchos de los principales jerarcas de la
Audiencia hy de la misma iglesia, estaban involucrados en aquellas
negociaciones esclavistas. y en las explotaciones mineras donde tantos
indígenas morían de fatiga y de hambre. También sabemos que el propio Monarca
llamó al Arzobispo de Sevilla, García de Loaiza, Cardenal Presidente del
Consejo de Indias, al Vicario de la
Orden Dominica, fray Agulatin de Funes,
que menos mal, conocía muy bien las andanzas de los revoltosos; y no
solo al Rey escribieron los isleños, sino que se confabularon contra Pedro y
sus compañeros, y el propio Tesorero
Real, Don Miguel de Pasamonte, que tenía sus intereses en aquella
desgraciada empresa.
La conspiración de los isleños avanzó, y lograron
involucrar a los franciscanos de Santo Domino, que llegaron a la isla quisqueyana muchos años antes que
los dominicos y convivían perfectamente bien con aquel estado de cosas.
Entre estos estaba el padre Alonso de Espinal, que
era un hombre de oración, amable y caritativo, pero cándido en extremo. A este
convencieron para que viajara a la Corte y hablara en nombre del pueblo de
Santo Domingo, con el Rey, so pretexto del amotinamiento de los indios con lo
cual lo sedujeron.
El buen padre aceptó el encargo más por ignorancia
que por maldad, y preparó su viaje. Con él enviaron cartas al Obispo de Burgos, Don Juan de Fonseca,
también al Secretario del Rey, Lope
Conchillos; al Camarero Real, Juan Cabrero, y en fin, a todo el Consejo que se ocupaba a de las cosas de Indias.
Pedro supo de toda esta conspiración y habló con
el Vicario de Indias Fr. Domingo de Mendoza, para pedir su consejo. Fray Domingo lo escuchó con tristeza, puso
sus manos sobre los hombros de Pedro,
oraron largo rato y al cabo le dijo:
-Hijo mío, vais a tener que viajar a la Corte. Os
esperan días aciagos. Tendréis que velar a las puertas de Palacio para que os
reciban, tal vez mucho tiempo, pero
debéis defender vuestra causa, que es la causa de Jesús, bendito sea su santo
nombre. No podéis permitir que estos pecadores esclavistas, inhumanos, terminen
con lo que tanto os ha costado, a vos y a todos los que os acompañamos.
Pedro no podía ir en esos momentos de crisis, por
no dejar solos a sus compañeros, entonces
decidió enviar a Fr. Antón de
Montesinos a España a defender su causa, que ya se llamaba y era
conocida como La Causa de los Cristianos, y para ello el combativo Fr.
Montesinos, porque conociendo a Fr. Antón,
sabía que hablaría con el propio Rey, si fuese necesario.
Así que
partieron para España por una parte, Alonso de Espinal, y por la otra, Antonio
de Montesinos.
Ya en la
Corte , a Montesinos no
lo recibieron, en cambio a fray Alfonso de Espinal, no solo lo recibieron con bombos y platillos, ya que los caudillos
de la Isla le
habían abonado el terreno. Apenas llegó a Palacio, el tal Juan Cabrero, se ingenió para introducirlo en el Despacho
del Rey, y este lo sentó a su lado para escucharlo, y lo trató como un santo,
que en verdad se lo ganaba por su
modestia y la hermosura de su semblante, y sus maneras dulces y discretas. Alonso de Espinal entrego
al Monarca un memorial con las denuncias, y las cartas que traía; y el Rey, que
era Don Fernando el Católico, las
recibió con harto placer. Era un informe
pormenorizado, del cual no se tiene noticias ciertas, ni creo que nadie lo haya
leído; pero por la deferencia que
mostraban con él los esclavizadores y comerciantes de perlas y
minas de oro y plata, se da por seguro que el informe iba por esos caminos, llenos de elogios para
ellos y de mentiras contra los dominicos y sus obras.
El pobre Montesinos, no podía dar cumplimiento a
su misión y desesperaba, porque se le oponían mil dificultades. Todos los días
iba a las puertas del Palacio y nadie se
fijaba en él. Trataba inútilmente de ver al Rey o a cualquier otra persona
influyente, y nada adelantaba. Las cosas marchaban de mal en peor.
El Provincial de Castilla escribió a Pedro, mientras
el pobre Montesinos sufría tantas calamidades, ordenándole que se retractase de
las cosas dichas en los sermones, porque había alarmado y perjudicado a personas muy allegadas al
Rey, y todo ello había creado una gran consternación en el Reino. Sin embargo al final de la carta, el
Provincial, que bien conocía a Pedro, suplicaba humildemente a su superior
espiritual, y él lo entendía así.
Montesinos, entre tanto, decidió hablar con el
propio Rey Fernando; viajó a Burgos, donde estaba don Fernando por entonces; pasaban los días penitente en las puertas del
Palacio Real, ya los guardias ni se daban cuenta del padrecito que esperaba una
llamada del interior del palacio. Pero él
no se daba por vencido en su
empeño de ver al Rey. Sucedió, que un día, estando Montesinos haciendo su “guardia”, el portero que bien lo conocía y tenía orden
de no dejarlo pasar por ningún motivo, se descuidó o se hizo el descuidado, en
el momento en que un fraile de servicio,
entró al Despacho del Rey y dejó abierta
la puerta. Montesinos no esperó más, y
entró como alma penante, y fue a caer de rodillas a los pies de Fernando.
Don Fernando de Aragón, el monarca más poderoso de
la tierra, quedo estupefacto, pero rápidamente se repuso, y dijo: -Padre, ¿Qué os pasa, porque entráis
así?. ¿Quien os persigue? ¿Qué
buscáis? Y lo tomó de las manos y
levantolo hasta que sus ojos quedaron parejos.
“Solo quiero que me escuchéis…un momento…nada más
os pido. Quiero hablar con vos sobre cosas que interesan a vuestros súbditos…
del Nuevo Mundo,,, y que de otra suerte no podré hacerlo…
Don Fernando comprendió cuantas dificultades
habría pasado el buen padre para llegar hasta él. Venid conmigo, dijo. Sentose
en el trono y se dispuso a escucharlo. En ese momento entraron varios dignatarios
con el Cabrero al frente, para sacar a Montesinos. El Rey les hizo una seña y
todos salieron… y buscando los ojos de Antón, dijo –
Bien padre, os escucharé, soy todo oídos… todo lo
que tengáis que decirme… hablad…no temáis… y plugo a Dios por que no me hagáis
perder el tiempo…
Montesinos llevaba consigo un pergamino en el cual
había escrito capitulo por capitulo, todos los pecados, maldades, vejaciones y
crímenes, cometidos por los españoles en la isla y en sus otros dominios en el
Nuevo Mundo; con nombres, lugares, fechas y testigos de las denuncias que
habían hecho los dominicos y sus circunstancias, y sobre todo, suscritas,
firmadas y refrendadas por fray Pedro de Córdoba, su Vicario de las Indias; y
al terminar de leer el pergamino, preguntó a su majestad - ¿Vuestra Alteza manda hacer y cometer estos
crímenes…?
Fernando, levantándose respondió - ¡No por Dios,
ni tal mandé en mi vida…! Pues…no puedo
yo responder por todos en mi reino… Pero comprendió la magnitud de la denuncia
y agregó – Hijo proveeré que se resuelva a vuestra satisfacción y os creo, ya
se algo de lo que pasa en mi reino.
Luego dando unas palmadas, aparecieron dos
sirvientes y les mando –Llevad al padre y dadle alojamiento en palacio, desde
hoy el será mi huésped, atendedlo con diligencia.
Es indudable que el Rey quedó impresionado con la
personalidad de Montesinos, por su elocuencia, sus maneras y el halo de
santidad que lo elevaba sobre los demás.
Al otro día, de esta intempestiva entrevista, el
Rey convocó un Consejo Extraordinario formado por el obispo de Palencia Don
Juan Rodríguez de Fonseca, Hernando de La Vega, hombre prudente y sabio; Luis
Zapata, de iguales dones y que era conocido como el Rey Chequito, por la
influencia que tenía en la Corte; el licenciado Moxica, el doctor Palacios
Rubio, jurista ilustre y consejero de la Corte; y el licenciado Sosa, consejero
perpetuo. También convocó El Rey, a los
frailes Tomás Duran, Pedro de Cobarubias y Matías de Paz, sabios teólogos,
catedráticos de Salamanca.
La primera reunión de este Consejo extraordinario
se efectuó en Burgos, y hasta allí se fue Montesinos, para ver de participar.
Más otra vez los esbirros se lo impedían. Entonces fue en busca de Alfonso de
Espinal, que ya estaba en Burgos con todas las prerrogativas. Fue al Convento
que los franciscos tiene en esa ciudad y le halló en la puerta, en momentos en
que salía para el Consejo; allí mismo lo sermoneó con todas sus artes y
conocimiento de la cuestión que se iba a resolver. Al principio, el buen
sacerdote se oponía y no quería escucharlo, pero Montesinos estaba preparado
para convencerlo. Solo él, en aquellas circunstancias podía lograrlo. Lo tomó
fuertemente por el brazo y lo inmovilizó para que lo escuchase, y le recito
desde la A hasta la Z, el Memorial que habia entregado al Rey. y le dijo hasta
del mal de que iba a morir.
Le contó
sobre el memorial que le trajo al Rey, le habló de los crímenes,
torturas, vejaciones, que cometía los esclavistas, y se los enumeró uno por
uno, y le dijo:
-Si vos compartís esos delitos también compartirás el infierno; y el peor es
el que llevarás aquí en la tierra,
cuando se conozcan todos los crímenes que se cometen contra esas criaturas
inocentes. Vos no podéis ser cómplice de tantos crímenes contra Jesús, bendito sea
su santo nombre. Vos estudiásteis para hacer el bien, para sacrificaros, para
no pecar, para trasformar el odio en amor, para llevar la paz, para no padecer
de codicia. Pero ¿Qué vais a hacer con vuestra vida? ¿Y peor aun, con vuestra
alma? ¿Es que no podéis entenderlo? ¿Qué clase de hombre sois?.
En el corazón del buen padre operó la maravilla
del Espíritu Santo, y entre sollozos respondió
–Padre sea por amor de Dios, la caridad que me
hace, de iluminarme en todo esto, decidme, ¿Qué debo hacer para enmendar mi
culpa, mi ignorancia, o tal vez mi
vanidad y soberbia?.
Hermano, si sois sincero, que Dios os perdone, y
yo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, os absuelvo de todos los
pecados que habéis cometido, pero en adelante no peques más, y apartaos de los
malvados, abriga en vuestro corazón solo amor. Dios tiene paciencia y perdona.
Yo os ayudaré a salir de esta emboscada que os ha tendido el Maligno. Busca en
tu vida material la senda del dolor y el sacrificio, el amor al prójimo, como nos enseñó Jesús, bendito sea su santo
nombre: entre los pobres, los que sufren, los que lloran, los que no tiene
nada, los enfermos, los afligidos, los indiecitos de La Española , que esa es la
senda en la cual encontrarás la paz y el
auxilio para tu espíritu. Solo tienes
que arrepentirte y apartarte de la maldad, no permitas que otra vez os utilicen
aunque en ello vaya vuestra vida. Id en paz.
Desde ese día Montesinos contó con la devoción del
franciscano, que lo amó tiernamente como era de su natural temperamento; tenía acceso al Consejo y precisamente allí
fue su mejor aliado, pues le informaba de cada y como iban los acontecimientos,
y él los manejaba por los hilillos que
le dejaban.
Cuando el Consejo de Burgos aprobó la Ley, que fue
la primera de Indias, el de Espinal voló en solicitud de Antón, y le dijo:
-Hermano, habéis obtenido un triunfo inigualable, el mismo Rey Fernando, dijo
que esa ley os pertenecía, que aspiraba que hiciese mucho bien para sus
súbditos del Nuevo Mundo.
Antón, no respondió inmediatamente, se arrodilló y
oró largo rato, tomado de la mano de Alfonso de Espinal, que respetuosamente lo
acompañó en sus oraciones, y ambos dieron gracias y alabanzas al Señor. Luego
Antón dijo: -
Es cierto que merezco ese reconocimiento, pero si
mi superior no me hubiese enviado y fortalecido con sus enseñanzas y ejemplo,
no lo hubiese logrado. Esto es el resultado de un trabajo comunitario que no me
pertenece ni puede pertenecerme. Vos también
tenéis buena parte de ese triunfo de la virtud. Allí estuviste
vigilante, participando activamente en las deliberaciones y en la aprobación
definitiva de esas reglas. Ahora decidme ¿cuales son los aspectos que se
trataron y aprobaron?
No puedo repetir todo el texto de la Ley , ya se verá publicada,
pero si os puedo informar sobre algunos
aspectos, tratados y aprobados. Por ejemplo, se aceptó que los indios son
libres y deben ser instruidos en la fe;
que su trabajo debe ser remunerado y de tal naturaleza, que no atente
contra la dignidad de su persona, que deben trabajar en condiciones justas; que
el salario sea suficiente; que se les respete el descanso semanal. Ya las
estudiaréis, os procuraré una copia de la Cédula Real que la promulgará, para
que hagáis las observaciones que quisiéredes.
Las leyes de Burgos abrieron el camino para otras
leyes, cada vez mas acertadas; el Consejo trabajó desde entonces,
incasablemente. A ese movimiento se le
conoce como Capítulo de Pedro de Córdoba, y a Montesinos y demás
de su Orden, como Los Cruzados de Pedro de Córdoba.
Así comenzó
la gran batalla de aquellos dominicos, que avanzaron en nombre de Jesús,
bendito sea su santo nombre. No pocos obstáculos se presentaron para
iluminar el corazón del Imperio, pero
con el desarrollo de una actividad permanente, el sacrificio y las oraciones,
contra todo un poder constituido, la codicia, los intereses creados, se logró
el tesoro inextinguible de las Leyes de Indias.
Montesinos regresó a Santo Domingo; Pedro recibió
de sus manos, las leyes de Burgos, y no se conformó con ellas, aunque le
pareció un paso gigantesco, y sobre todo admiró
y bendijo el trabajo de su comisionado, y también justificó al bueno de
Alfonso de Espinal, por su arrepentimiento y su actitud valiente en defensa de
los indios. Desde entonces los dominicos
y los franciscanos trabajaron juntos en la cruzada evangelizadora.
Las leyes no surtieron el efecto que se esperaba.
No mejoró en nada la condición de los indígenas. Los encomenderos procuraron y
lograron burlarse de ellas, pese a que algunos fueron a la cárcel, casi de
inmediato fueron puestos en libertad por los jueces, la mayor parte
comprometidos en el tráfico de esclavos y en la explotación de las minas.
Luego aquellos que fueron enjuiciados
arremetieron y se vengaron de la persecución de la justicia, en los mismos
esclavos y con más saña. Se aprovecharon de las rendijas que les dejaba la ley.
Pedro no lo pensó más, decidió irse a La Corte,
además tenía que responder al Provincial de su Orden, sobre la inquisición
formulada en su misiva. Así fue como
partió para España en 1512. Se trasladó al puerto de Isabela, donde había un
galeón a punto de partir. La jornada entre Santo Domingo e Isabela, fue larga y
peligrosa. Se fue con algunos compañeros, salió de madrugada a pie, porque no
había otra forma de ir hasta aquel puerto.
Durante cuatro días caminó por parajes inhóspitos, dormían poco y al
descampado, se alimentaban con algunas cosillas que encontraban en el camino,
sobre todo frutos silvestres que ya conocían, porque no quisieron llevar absolutamente
nada de sus viandas habituales, que les impidieran ir rápido y libremente, y también contaban con
muchas cosas de los naturales que los trataban con simpatía, como si
supiesen a lo que iba aquel apóstol que sufría por ellos. En ningún momento hubo nada que lamentar del
trato de los indios. Llegaron a Isabela
y la encontraron en peores condiciones, totalmente destruida por los
vientos, desde la vez anterior estaba
abandonada; pero allí estaba el galeón, el más hermoso que jamás habían visto.
Un barco de guerra bien guarnecido, el “Ramón Berenguer” de de cien cañones y
un velamen desplegado, demasiado grade pero hermoso; especialmente hacia el
palo mayor y los trinquetes, por donde flotaban las velas infladas por el
fuerte viento. Ese detalle no le pareció bien a Pedro, pero en lo demás era cuasipefecto, le recordó
entonces al barco portugués Santa Catherine do Monte SINAI, en el cual hizo un
viaje desde Barcelona, siendo estudiante.
El capitán del galeón los recibió con alegría, ya
sabía de quien se trataba, y desde que supo que Pedro lo acompañaría en aquella
travesía, no había dejado de soñar, y le dijo –Padre lo esperaba con ansiedad,
he oído mucho de Ud., pero mi primera impresión es superior a lo que imaginé-.
Se arrodilló y le pidió humildemente su bendición, y agrego – Si creéis que la
merezco porque soy un pecador-.
Hermano, yo soy quien debe pediros la bendición en
nombre del Señor, que todo lo hace posible y vos sois su instrumento, porque lo lleváis en el
corazón. Se que estáis limpio de pecado. Vuestro espíritu respira la alegría de
la paz de Jesús, bendito sea su santo nombre. Dios os bendiga y que
conservéis la paz, con pureza de alma, y
vuestra alegría, por siempre, amen. El
Capitán permanecía de rodillas, Pedro puso sus manos sobre su cabeza y oro unos
instantes. Luego los dos se abrazaron como viejos amigos y conversaron largo
rato de las cosas de la vida y del mar. Una simpatía mutua se recreaba en
aquellos dos seres.
Aun pasamos en La Isabela diez días
fondeados, haciendo algunos arreglos y esperando bastimentos negociados con los
indígenas, sobre todo casabe, maíz y pescado salado.
Uno de los viajeros, del mismo pueblo de Pedro,
llamado Fernando se les unió, porque
tenia harta experiencia en navegación y
resultó un gran conversador. Había
trabajado en la construcción de grandes navíos en la escuela de Sagres, bajo la
protección del Rey Don Juan II de
Portugal, llamado el Príncipe Perfecto,
en cuyas expediciones, por la costa
occidental de África, había participado.
El día de
la partida desde el puerto de Isabela,
nos reunimos en la cabina del Capitán, y después de acordarnos en varios
asuntos despegamos a las seis de la mañana,
del día de Reyes, 5 de enero de 1512. Seguiríamos las cartas del Almirante del Mar Océano, que Dios guarde en la gloria, buscando la
isla de La Trinidad ,
donde deberíamos surgir para tomar otras provisiones que harían falta, y así lo
hicimos. Tomamos dos días en puerto Colón, donde admitimos seis pasajeros,
personas importantes que viajaban a España.
El día1 6 salimos para las Islas
Canarias, al puerto de Las Palmas, donde
surgimos el 15 de febrero. Negros
nubarrones anunciaban tormenta, pero no
era lo que podía detenernos, así que continuamos el viaje. El Capitán, nos pidió que rezáramos, porque el peligro
nos acechaba, los vientos alisios son traicioneros- había dicho- No tengo temor
de mi porque creo que mi alma esta
limpia, no tengo deudas con nadie, y agora me siento mejor a vuestro lado, siento muy cerca de mi
al Señor. Pedro respondió –Lo mismo me
pasa a mí a vuestro lado, me siento muy
cerca del Señor. Vos tenéis un alma pura, soy templo de Jesús, bendito sea su
santo nombre, me fortalece estar a
vuestro lado. Sin embargo el proveerá lo mejor para nosotros. Confiemos en El y
que se haga su santa voluntad.
Como lo presentía el capitán, al atardecer del
tercer día de navegación, estando aun
cerca de las islas Canarias, comenzó a
soplar el alisio, con tanta fuerza que nos obligó a recoger las velas. En esta
acción tuvimos que colaborar todos, tripulantes y pasajeros. Había que bracear
las vergas y largar las culebras de las bonetas mayores, y sucedió lo que nadie
podía imaginar ni esperar, una de las vergas se desplomó y dio con Gabriel, y
le partió la cabeza. No pudimos parar para socorrerlo, y además de que había
muchos inocentes en peligro, no había nada que hacer, estaba herido de muerte.
Cuando hubo amainado la tormenta, estaba en mis brazos y le daba los últimos
auxilios espirituales. Los marineros lloraban
cada uno en su puesto, entendiendo que esto quería su ídolo. El sabía de
seguro que se moría y por ello ordenó a su segundo oficial, como era su deseo,
que Fernando condujese el barco hasta Barcelona, y que su cuerpo fuese llevado
a tierra y se le diese cristiana sepultura, como mandan los cánones; más no se
pudo hacer y tuvimos que arrojarlo al mar porque no se corrompiera, no sin la
consternación de todos.
El 25 llegamos al Puerto de Barcelona, donde nos
esperaba una comitiva de la empresa naviera. El puerto queda en la desembocadura de “Las Ramblas”, que es un
lecho grande de arenas por donde pasan las aguas de lluvia de la gran ciudad. Salidos del barco, Pedro fue directamente a la iglesia de Santa Catherine, que es la de
su Orden, donde tenía amigos. Esta
Iglesia, bastante modesta, queda cerca de la Catedral , fuera de sus extendidas murallas. Habíamos
subido Las Ramblas, caminamos casi
toda la calle Hospital, bordeamos la muralla, unas callejuelas que
dan a la Plaza Nueva ,
y llegamos a la iglesia. Me despedí y el se quedó varios días preparando su viaje para
Castilla.
Supe luego que salió a pie de Barcelona, Reino de
Aragón, y no había caminado mucho de la vía a
Zaragoza, tomando la ruta de Sitges, pasando por Villanova, Tarragona,
Lleida y Huesca, cuando unos arrieros lo invitaron a que los acompañase.
Subió a una de esas carretas con quien debía ser
el jefe de la caravana, y trabó con este hombre
una amistad, que más bien parecía que se conocían desde muy pequeños,
tal eran los abrazos que se daban y mutuamente se regocijaban, para admiración
de los caravaneros, porque a según, y que este hombre era un ogro.
Manso como un cordero resultó este Don Manuel de
Osorio, que era su nombre, y que le dijo a Pedro –Mire oste, Santo Padre, yo
hasta hoy es la primera vez que trato a un cura, siempre recelé, me he alejado
d’ellos, pero si son como vos, ya
mismo voy a buscar a dos o tres para quererlos como si jueran mis hijos, que nunca tuve,
porque tampoco me he arrimado a mujer en toda mi vida. Soy una bestia, padre, y tal vez no encuentre perdón mi alma.
Creo que Dios me aborrece, no por ser tan malo, sino porque nunca he tenido
cariño para nadie.
Pedro lloró ante aquella confesión franca y tan
íntima. Después de un rato, mirándole a los ojos, le dijo: Manuel, hermano, derrama ese corazón
que llevas y que esta lleno de bondad. Te acostumbraste a ser duro, porque ese
es tu trabajo, es así de duro, como las rocas; pero Jesús, bendito sea su santo
nombre, te ama tanto que me ha puesto a
mí, indigno y pequeño, para que lo abra. Vamos a hacerlo los dos, llamemos a
toda esta gente que esta bajo tu mando, y alegrémonos con ellos. Vamos a darle
una fiesta al espíritu, que corra el vino y las palabras, y que los corazones
sientan que están con un hermano mayor,
que los protege y cuida. E así lo hicieron en el pueblo de Sitges, en un
cobertizo que había en el camino. Manuel con grandes voces, convocó a la fiesta en honor de Pedro. Los arrieros
estaban sorprendidos, y cuando vieron a Manuel que sacaba los cueros de vino, y
llamó a unos jóvenes músicos, que iban con ellos, para que animaran la fiesta,
todos se alegraron tanto que olvidaron sus prevenciones contra su amo. Pedro
entonces los reunió y les habló, muy, pero muy pausadamente.
Hermanos escuchadme. Os voy a contar un cuento
que me se de niño, y que sirve para
esta ocasión… Había una vez un hombre muy rudo, casado con una bella doncella,
tímida y callada. El la amaba en silencio y ella se sentía desdichada. Pasaron
muchos años, hasta que un día ella
enfermó gravemente, y el hombre lo dejó todo por atenderla, y cuando la vio a
punto de morir, le dijo: Maria, no te mueras, porque si mueres yo moriré
contigo. Ella extrañada, le preguntó: ¿Por qué vas a morir si yo muero? Y él, entonces le dijo: Porque mi amor es tan grande que mi
corazón estallaría. Ella, asombrada, le
recriminó: Entonces ¿Tú me amas?
y ¿Por qué nunca me lo has dicho…? Ella también le confesó su amor
silencioso. María se curó y los dos se amaron por muchos años.
Entre ustedes solo falta que se digan cuanto se
aman los unos a los otros. Háganlo, serán muy felices y podrán soportar las
durezas del trabajo. Pídanle al Padre Eterno que les de la sabiduría y la paz,
oren unos por los otros, y escuchen la palabra de Jesús, bendito sea su santo
nombre, que les habla a vuestros corazones y los inflama de amor.
Cuando Pedro terminó de hablar todos estaban
llorando, pero en sus corazones latía santa alegría. Pedro levantó los brazos y
los invitó: ¡Ale ale!... Ahora vamos a
celebrar, el vino es un buen medio para comulgar y acercarnos.
Cuando llegó la hora de marcharse, tuvo que hacer
un gran esfuerzo para despedirse de los carabaneros, y Manuel le dijo: -Amigo,
que daño me haces con tu partida, tengo el corazón a punto de estallar, a lo
mejor muero, pero muero muy feliz. Que tu Dios te acompañe, y tengas la paz que
nos dejas, donde quiera que estés.
Llegó a Burgos el 10 de marzo, por la vía de
Logroño, e allí le informaron que el Rey estaba en Valladolid. Se quedó
varios días recabando información sobre el trabajo del Consejo y de sus
miembros, por ver si alguna de aquellas personalidades le podía ayudar en su
misión, pero todos habían partido con la Corte. De Burgos salió a pie, porque no pudo encontrar otro medio, y
a él le complacía caminar. Sin embargo
en el camino siempre encontraba gente amable que lo invitaba a cabalgar con
ellos o montar en sus carretas; así llegó a las puertas del Palacio Provincial en Valladolid a las 6 de la mañana del día
19, y ya se sabía que venía, porque de
inmediato le dejaron entrar. Lo
condujeron al comedor y le brindaron un buen desayuno, un trozo de pan con
queso manchego y un tarro de leche de cabra. Luego van al
salón, donde Pedro, como era su costumbre, se mantuvo bastante rato de pie, hasta que vio un crucifijo en un altarcillo
con reclinatorio, muy bien dispuesto. Allí cayó de rodillas, oro y sumióse en
profunda meditación y adoración del
Señor, sin percatarse del tiempo. Había trascurrido más o menos una hora,
cuando escuchó a su lado una tocesilla, se incorporó presto para ver de donde venía, y se encontró
cara a cara con fray García de Loaiza, Cardenal Presidente del Consejo de
Indias, y con fray Agulatín de Funes, Provincial de la Orden Dominica en
España. Pedro se acercó preferentemente
al Cardenal, se arrodilló según su costumbre y esperó que le hablase. El
Cardenal le dijo dulcemente –Hace mucho tiempo
que espero veros, hijo mío; pero venid, no quise interrumpir
vuestro diálogo con el Santísimo,
se que es vuestro consuelo; y también se que os escucha. He oído muchas cosas
vuestras y todas son admirables a los ojos de Dios. Venid, acompañadnos,
caminemos un poco y hablemos. En este salón
hay demasiados oídos. Todos espían nuestros pasos, debes tener mucho
cuidado con lo que haces y dices.
Que alegría me da oírlo hablar así, Santo Padre
–dijo Pedro, con manifiesta complicidad-
sin embargo lo único que me preocupa cuidar, y es lo que temo perder, es
mi alma; pero también considero y creo, que mi Señor Jesús, bendito sea su santo nombre, la tiene
muy protegida. Usted si tiene que cuidarse, porque es el Pastor de un
numeroso rebaño, y si el Pastor se
pierde, se pierde el rebaño.
El Cardenal insistió y dijo – Bien, Pedro,
contadnos ¿Por qué os persiguen en la Española? –
Los tres dignatarios se detuvieron en un jardincillo, cerrado de
parrales, y se acomodaron en un banquillo de madera labrada bastante cómodo
para los tres. -Pedro, les pidió que lo perdonaran si el relato se hacía
largo y tedioso; pero os lo voy a referir con todos los detalles. Entonces les contó con pelos y señales, todo
lo que sucedía en el Nuevo Mundo, y sobre todo lo que había visto y oído desde
que llegó a La Española ;
y las denuncias que se había visto obligado a hacer por no parecer cómplice de
tantos crímenes.
Díjoles-
cuando llegaron nuestros hermanos a la Española , había cinco
provincias ordenadas y densamente pobladas; con sus familias y gobernantes, que son los que llaman
Caciques. Hoy todo ha desaparecido. Había una provincia que ahora se llama La Vega , que se extiende de
Norte a Sur, que conozco muy bien por
que la he recorrido dos veces. Ocupa diez leguas españolas, tiene altas montañas y ríos
navegables como el Ebro, Duero o Guadalquivir, es la provincia o reino del cacique Guarionex, de
quien seguramente habéis oído hablar por su riqueza; es fama que tenía una
servidumbre de diez y seis mil hombres en la sola provincia del Cibao, donde
están las minas de oro mas ricas que puedan imaginar. Este Rey ordenó a cada
uno de sus súbditos llenar de oro un
cuenco hecho de cuero de cascabel para obsequiar a su Alteza Real, a condición
de que no obligaran a su pueblo a buscar mas oro porque no sabían
hacerlo en las minas; que su pueblo si podía trabajar labranzas desde Isabela
hasta Santo Domingo, si se lo mandase su Alteza Real. No fue escuchado, fue
perseguido hasta la provincia de Ciguayo, donde mataron a sus defensores, lo
tomaron prisionero y lo enviaron a Castilla con una gran carga de oro que se
perdió en el mar, junto con sus captores.
Aquellos dos hombres lloraban, sus lagrimas
corrían libremente, pero el Cardenal le dijo a Pedro –Continúa hijo mío, sabes
que soy un viejo muy tonto- Y Pedro continuó… En otra parte de la Española , esta una
provincia que dimos en llamar Puerto Real, lindando con La Vega o Cibao, que fue
totalmente destruida; era el territorio del cacique Guacanagarí, Provincia de Marién, con más
superficie que le Reino de Portugal. Los
señores de esta tierra eran harto ricos; los conozco, traté mucho con ellos. El
cacique fue quien recibió al Almirante Cristóbal Colón, y lo colmó de
presentes y atenciones, en su primer
viaje en 1492, y el premio que se le dio
fue la persecución más infame y odiosa que imaginarse pueda; para
su familia, todo su pueblo y con toda saña, para él. El cacique se
internó en las montañas y allí murió. ¡Solo Dios sabe como!
El Cardenal se llevó las manos al rostro y exclamó: ¡Apiádate de mi Santo Padre, no soporto más oír tantas
crueldades. ¡¿Es posible que el hombre sea capaz de tanta crueldad, sin ningún
motivo?!
Señor.
Creo que vuestra excelencia conoce la
historia de Canoabo, porque se han
contado tantas versiones temerarias y complacientes, acerca de su muerte. El
cacique era de la provincia de Maguana,
que sirvió al reino más y mejor que
ningún otro súbdito en aquellas provincias ultramarinas. Lo tomaron preso y lo
encadenaron en uno de seis navíos que se perdieron en medio de terrible
tormenta, frente al puerto de santo Domingo.
Luego persiguieron y mataron a sus cuatro hermanos, para que no quedaran
testigos. Y del cacique Behechio y su hermana la hermosa princesa Anacaona,
del reino de Xaraguá, que junto con otros personajes de su Corte, fueron
perseguidos sin ningún motivo, apresados y encadenados. Luego los encerraron en
una casa grande y le prendieron fuego, menos a la bella princesa que
ajusticiaron en medio de torturas espantosas y burlas inenarrables. La
ahorcaron junto a su madre la anciana reina
Higuanama, de la provincia de
Higuey. ¡Oh Señor!, yo vi exterminar a estos pueblos. Lo que os relato es una
visión sutil de lo que verdaderamente está ocurriendo.
El Cardenal
lo escuchaba con el corazón a punto de estallarle, pero lo alentó a continuar en su cruzada, mas le
dijo: -Hijo mío, en esto te va la vida, vais a luchar no solo contra esos
criminales, sino contra sus intereses,
que valen para ellos más que sus propias vidas y sus ánimas. Vais a luchar
contra la distancia, que creo es vuestro peor enemigo, pues se de cierto, que
el Católico, os escuchará cuantas veces quisiéredes, y tratará de ponerle
remedio, pero sus órdenes no serán oídas, ni acatadas o serán burladas con sutiles artimañas.
Pedro lo escuchó con devoción, y sus lágrimas
corrían por sus mejillas por comprender lo imposible de aplacar los crímenes
que se cometían y continuarían cometiéndose con aquellos pobrecillos
indefensos, que ya quería y amaba como si fueran sus verdaderos hijos. Entonces
recordaba sus ojillos llenos de espanto y no sabía que podía hacer; pero
volvería a procurar de hacerlo. Cristo, bendito sea su santo nombre, debería ver por él y darle el valor y la
sabiduría necesarias para proceder mas conforme con su misión.
Vi a Pedro tantas veces arrodillado ante el
Santísimo, pidiéndole a la
Virgen Purísima , nuestra Santa Madre, que intercediera ante
el Padre Eterno, en nombre de su hijo Jesús Cristo, para que le diera el valor y la inteligencia
necesaria para afrontar su compromiso con los más débiles. Entonces lloraba
mansamente durante días y noches enteras. Mortificaba su cuerpo hasta que iban
a sacarlo y alimentarlo, porque caía sin sentido.
En Valladolid le informaron sobre las peripecias
de Montesinos, y esa fue una de sus pocas alegrías que celebró con una sonrisa
y una oración. De las leyes aprobadas
para favorecer a los indígenas de toda la América Española ,
lo que Pedro agradeció, por el esfuerzo que significaba y el destino provisor
que de ello se derivaría para el futuro,
y pese a todo lo que continuaría en esta
generación. Sin embargo la lucha de él apenas comenzaba, y ya iba a formular
objeciones a esas leyes para perfeccionarlas.
No había quedado conforme porque había muchas maneras de violarlas
dentro de la legitimidad porque no señalaban castigos para los infractores, mas
bien se les respetan sus privilegios, y decidió planteárselos al Monarca, para
ponerlo al tanto de sus preocupaciones, y así se lo manifestó al Cardenal, por
lo cual pidió con respeto y acatamiento, el permiso necesario y la solicitud de
una audiencia con El Católico.
La audiencia se le concedió inmediatamente, no
solo por lo importante del asunto, sino que el Rey deseaba conocerlo. Y fue ante él, solo con su gran amor en el
corazón, con el mismo vestido que trajo para el camino. Se detuvo frente al
portero del Palacio, y le dijo tan solo: -Hijo mío, Don Fernando me espera,
anda y dile que Pedro está aquí. El portero sorprendido, lo miró de abajo arriba, sonrió, y no se movió. Pedro se
hizo el desentendido, sacó la carta del Rey y se la entregó. El hombre entre
incrédulo y curioso, vio la carta de la audiencia, se encogió de hombros y le
dijo: ¿Pues ve, si os reciben con esa facha. Que el diablo me coja!
Así mismo se presentó ante Fernando, cubierto con
el polvo de tantas jornadas; pero el Rey, que Dios bendiga, no se fijó en eso,
sino en los ojos de Pedro, porque casi lo esperaba y cuando supo que era
llegado, mandó luego que lo trajeran y
cuando lo tuvo en su presencia lo tomó de los brazos y lo besó en las mejillas
como a un viejo amigo. Pedro se
arrodilló para dar gracias a Dios que había escuchado sus plegarias y así se
manifestaba. De luego el rey le ruega que se ponga de pie y porfía que no debe
hacerlo ante él por no ser digno de ello, mas Pedro no lo escuchaba, estaba en
intima comunión con Jesús y así lo supo el Rey y aguardó pacientemente que se
levantara y saliera de aquel estado de arrobamiento.
Perdonadme Majestad, estoy cansado, y sus lágrimas
corrían libremente y también al viejo monarca se le saltaba las lágrimas y su
mente, sin saber porque viajaba a su amada Isabel sin saber a que se debía
aquel acceso de ternura. Luego más calmado, Pedro comenzó a explicarle el propósito que lo
llevaba. Habló mucho tiempo. Sus palabras taladraban el corazón del Monarca,
que escuchaba prendado al espíritu de Cristo, que hablaba por aquella santa
boca. Pedro historió desde que fue nombrado y enviado a La Española , habló de las
cosas que había conocido y de las que había hecho junto con sus colaboradores;
de las maravillas del Nuevo Mundo, de su gente, de sus naciones. El Rey, por
saber algo de los indios, le preguntó sobre algo que había escuchado, sobre si
los indios eran bárbaros, antropófagos, haraganes, borrachos, y si es verdad
que había que darles de comer como a incapaces, y otras consejas que le contaba
gente como Lope Conchillos, Fonseca, etc.,
interesados en mantener sus encomiendas y “rescates”. A todo ello
respondió Pedro sencillamente: -Esos hombres y sus familias han vivido en sus
naciones tantos siglos como nosotros en la nuestra, y nunca necesitaron que
fuésemos a darles de comer. Ahora en
cautiverio, pues, si no comen se mueren-.
El Rey no preguntó otra cosa, sino que le
demandó que se hiciese cargo del
gobierno de las Indias, como las llamaba, a ver de remediar los males que él no
podía hacer. Mas Pedro se rehusó, y le
respondió humildemente: -Alteza, no es de mi profesión meterme en negocios tan
arduos, cada uno a su responsabilidad; os suplico que no me lo mandéis; pero si quiero pediros
un gran servicio. -De que se trata-inquirió el Rey. Quiero proponer algunas modificaciones a las
leyes de Burgos, por cuanto no son suficientes para mejorar el trato que se da
a los naturales de las Indias, y tampoco son dignas de vuestra Majestad; y creo
que Cristo Jesús, bendito sea su santo nombre,
no las tomará por venidas de vos y de vuestra sabiduría, sino impuestas
por gente interesada en no modificar el orden establecido con su secuela de crueldad, especulación y codicia.
Oyolo atónito el Rey; creía haber hecho todo lo más, ordenado a sus mejores consejeros que hiciesen una leyes
humanitarias para aquellos pueblos, y venía uno solo que le decía que había
mandado mal y así parecía que era. Al Rey le dolió mucho la cabeza aquel día y
no pudo entender como soportaba a Pedro, y sin embargo así fue y hasta le dio explicaciones
y razones que a nadie podía dar, ni que
lo obligasen. Entonces dijo a Pedro: -Bien, si no son buenas para Cristo,
tampoco son buenas para mí y se deben modificar, y así se hará. Convocaré un
nuevo Consejo, y vos le explicaréis lo que deseas. El resultado os será
consultado y cuando sean buenas, serán promulgadas y si son malas, serán
retenidas.
Así fue que el Rey más poderoso del Orbe, convocó
en Valladolid, un nuevo Consejo, formado por los anteriores dignatarios que
formaron el Consejo de Burgos, ahora reforzados
por otras personas destacadas,
como el licenciado Santiago, Don Juan de Fonseca y los teólogos de
Salamanca, fray Tomás de Matienzo y Alonso Bustillo, a los cuales mandó buscar
y casi obligolos a asistir y concurrieron muy cumplidos para escuchar a Pedro, que era la voz del
propio Jesús, bendito sea su santo nombre.
Pedro asistió a esas sesiones como crítico y consejero, aunque no aparece entre
los firmantes de esas leyes. Tampoco se quedó en Palacio, pese a la invitación
del Rey, eso no era de su habitual comportamiento. La casa donde se alojó, está
muy cerca de Palacio, pertenece a una dama muy respetada a quien apodan María La Brava ; que se la ofreció la
propia dama a Pedro por haber oído del Rey, que era un caballero de gran
autoridad, y persona en si que fácilmente, quien quiera que lo veía,
hablaba y oía conocía morar Dios en él y
tener dentro de si adoramiento y
ejercicio de santidad y que él, el Rey, concibió grandísima estima y tractábalo
como santo.
Las leyes de Valladolid, después de amplias discusiones con la
intervención de juristas y teólogos,
fueron firmadas por Tomás de Matienzo, Alonso de Bustillos, Lic.
Santiago y Dr. Palacios Rubio. Pedro se sintió burlado, pero se conformó con la
inclusión de algunas reglas a pesar de saber que eran insuficientes, y que le
aguardaba una larga lucha y no pararía de hacerla en toda su vida.
Pedro se quedó en Valladolid un tiempo más y trabó
muy buenas relaciones con el Rey, de tal
suerte que enviaban de la Corte a por el,
y el Rey le consultaba en cosas familiares que debía decidir, e
inclusive de política que a veces se veía obligado a suscribir y aplicar. También porfiaba casi
siempre, que Pedro debía aceptar el gobierno de las Indias, hasta que un día
Pedro le dijo: _Alteza, he pensado en un
modo de volver a las Indias- El Rey
entusiasmado apremió -Muy bien… os
escucho. –Quiero ir a tierra firme en parte donde españoles no vayan. Solo con
la cruz de Cristo y unos pocos misioneros para evangelizar a los indios en la
paz de Cristo, porque ya en La
Española , el mal ha crecido tato que no se podrá erradicar,
sino a un costo muy alto, y Alteza, no podréis aplacarlo con leyes, ni por la
fuerza. Pero un proyecto nuevo, con misioneros honrados y trabajadores, así lo
quiero, si vos me lo ordenáis.
Fernando que había soñado con aquella idea, y que
días antes, el 14 de mayo de 1513, había
consultado con sus consejeros sobre la
posibilidad de mandar a Tierra
firme, una expedición para iniciar la
colonización de aquellas provincias; y
¡Dios bendito! El propio Pedro, a
quien tanto amaba, se lo pedía ¿Qué más podía desear?. Le dijo –Os lo prometo,
iréis este mismo año a tierra firme, con todo lo que queráis. Hacedme de
inmediato un memorial detallado de lo que necesitéis, y ya esta concedido.
Seréis mi representante en tierra firme lo que ordenéis lo manda el Rey, lo que
neguéis lo niega el Rey.
La noticia corrió
como pólvora encendida por los corrediles del palacio; no se hababa de otra cosa. Aquellos que antes
se atrevían contra él, fueron los más sumisos y sus mejores consejeros. Desde
ese momento, Pedro fue asediado por decenas
de personas interesadas en el proyecto, no le dejaron descanso. Para el
10 de junio salieron los primeros despachos reales: dos cédulas dirigidas a los oficiales de la Casa de la
Contratación de las Indias en Sevilla, y otra para el Dr. Sancho de Matienzo,
tesorero de la dicha casa, para que se le diera pasaje y mantenimiento vía La Española , a fray Pedro de Córdoba y 15 frailes
más, que le acompañan, y así mismo lo proveáis a su contentamiento de lo
contenido en el memorial que os
presentará, y así me serviréis.
Pedro se trasladó a Sevilla con su comitiva,
presentó las catas credenciales a los oficiales y al Dr. Sancho de Matienzo, que
de inmediato le dio cabida y procedió con la mayor diligencia, según la
orden de su Majestad, en preparación de
la expedición. Se gastaron, según Don Sancho más de 400 mil maravedíes; se
ofrecieron y fueron contratados los mejores artesanos del Imperio no se regateó
en el matalotaje ni bagatelas, sino que todo se adquirió en abundancia en
especial las imágenes de la
Virgen y del Crucificado, y para la construcción de iglesias
y todo lo relacionado con la albañilería fue de primera importancia los ladrillos,
ornamentos, clavos, las
herramientas, todo ello según proyectos
de los arquitectos y matemáticos del reino, supervisado personalmente por
Pedro. El 14 de junio todo estaba preparado
en Sevilla, un buen navío de 150
toneladas, bien equipado, con 50 tripulantes y 150 pasajeros. Pocos días
después partieron para la
Española.
Pedro daba la misa en la cubierta del navío todos
los días a las 7 de la mañana, la buena
noticia era el principal alimento
esperado por todos a bordo, la paz de Pedro confortaba a los viajeros, la mayor parte
asustados ante la inmensidad del océano. Muchos se le acercaban para
buscar alivio a sus tormentos y
frustraciones y de verdad lo encontraban. Pedro se recostaba luego en la cuaderna y allí lo rodeaban, él
confesaba y daba la paz de su palabra. Les contaba anécdotas de los santos y
parábolas nuevas, que servía de modelo para sus vidas. Cierta vez, Pedro decía,
que los hombres inventaban nuevas religiones, creaban sectas, nuevos credos,
muchas muy bellas y bien intencionadas, pero que esos modos de amar a Dios,
eran simples sustituciones de la verdadera iglesia de Cristo. La iglesia instituida es la católica, y ahora
tiene 1500 años estudiando la mejor manera
de amar a Dios. Los doctores de la iglesia se han esmerado en
perfeccionar el acto amatorio que debemos al Creador. No es fácil llegar a
Dios, ni siquiera dentro de la liturgia católica, entonces ¿Cómo será dentro de
estas sustituciones imperfectas? Si no creemos en los sacerdotes católicos que
pasan la vida estudiando la forma de
acercarse a Dios, ¿Cómo lo pueden lograr otras formas menos perfectas? La
filosofía ha ido avanzando y dispersándose mediante el sistema de las
sustituciones del tronco común del conocimiento
de Dios, en ramas que a la vez también se han dividido y el hombre se pierde entre tantas ramas
diversas, aunque tengan una meta común.
Uno del los viajeros le dijo: Padre creo que he
perdido todos estos años de mi vida. Siempre he estado buscando e investigando,
leyendo todo cuanto ha caído en mis manos, y ahora me doy cuenta de mi necedad
¿Como puedo mejorar lo que la Iglesia ha
tejido en tantos años? Gracias
padre, nunca pensé encontrar tan cerca
el tesoro que buscaba y me libera.
40 días después, sorteando algunos contratiempos,
llegamos al puerto de Santo Domingo, en La Española. Las
autoridades, de la isla el lic. Marcelo de Villalobos y Juan Ortiz de Matienzo,
el Vicario Domingo de Mendoza y los dominicos: Montesinos, Betanzos, Tomas de
Ortiz, y los franciscanos Alfonso de Espinal y Francisco de Córdoba, nos
esperaban en el puerto. Pedro entregó las cartas reales y pidió que lo condujeran a presencia
del Almirante Diego Colón, para entregarle personalmente los despachos y la
carta del católico. Y así fue conducido
ante él, y le entregó la carta y los despachos reales, en los que se daba
cuenta de la misión que se le había encomendado.
Don Diego se mostró muy preocupado, y le dijo a
Pedro: -Padre, sabéis a lo que os exponéis, en ello os va la vida. Vos no conocéis esas tierras ni esas gentes.
Se que no teméis, pero, atended un ruego de esta persona que os ama, tomad las
precauciones necesarias. Deseo que llevéis una escolta. No me sobran hombres,
sin embargo puedo disponer de por lo
menos 10 hombres diestros en el trato con los indios. Están a vuestras órdenes.
¡No
Alteza!, solo necesito un hombre o mujer que sirva de intérprete. No
quiero hombres armados a mi lado, solo las cosas sagradas son
imprescindibles, y los bastimentos que
están en el navío. Necesito una orden vuestra para cargar casabi
en la Isla
de la Mona , lo
demás lo tenemos en abundancia. Mas vos tenéis razón en cuanto a las precauciones que debo tomar,
y mientras preparamos la expedición definitiva para asentarnos en un buen lugar
en la tierra firme, las tomaremos, no tengáis cuidado; enviaremos exploradores,
para ver donde pararemos. Todo saldrá bien.
Pedro hizo tres expediciones para fundar las misiones
de Cumaná y Santa Fe, las primeras de la tierra firme del Nuevo Mundo, a las cuales dedicó su vida. Su enviado Fray Francisco Fernández de Córdoba,
dio la primera misa en tierra firme. Pedro introdujo la palabra de Dios a la tierra firme del Continente Americano.
Fr. Pedro de Córdoba murió en Santo Domingo el 4
de mayo de 1521, víspera entonces, de la festividad de Santa Catherina de
Siena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario