lunes, 3 de octubre de 2016

FLORECILLAS DE FRAY PEDRO DE CÓRDOBA

RAMON BADARACCO












FLORECILLAS DE FRAY PEDRO DE CÓRDOBA.





















Cumana 2013

EL DESCUBRIMIENTO DE CAWANÁ.


     Veamos cómo nos cuenta el erudito historiador español Juan Manzano Manzano, el descubrimiento de Cumaná. Debemos aclarar que la expedición enviada por el Almirante Cristóbal Colón, estaba bajo el mando de su hijo Bartolomé.

     “Vamos ya a ocuparnos, con especial atención, de la Relación de Ángelo Trevisán, teniendo siempre a la vista la versión de López de Gómara, ya conocida por nosotros.

     El veneciano nos dice que los expedicionarios, saliendo de la Española, navegaron primero con rumbo Oeste (“hacia la tierra cercana llamada Cuba”); con orden precisa de dirigirse después hacia el sur y sudeste, hasta alcanzar un lugar, donde, según los informes que poseía el Almirante, existía un rico vivero de ostras perlíferas. Tras doce días de navegación, las cinco carabelas arribaron a un puerto muy bueno. A su llegada, se aproximaron a los navíos españoles dos canoas indígenas, con seis pescadores, los cuales mostraban claramente en sus semblantes la alegría y contento por la visita de los recién llegados, dando la impresión de que estos hubiesen estado otras veces allí (“COMO SE FOSSENO STATI ALTRE VOLTE LI”).

     Los indios recibieron a los españoles con la natural satisfacción de los que vuelven a encontrarse con unos viejos amigos, de los que guardaban un gratísimo recuerdo, y por ello, desde el primer momento, los obsequiaron con pescado fresco del que acababan de coger. En toda aquella costa habia muchos hombres, mujeres y niños que hacían señales expresivas de su deseo de llegar a las naves.

     La anterior frase de Trevisán (“como se fosseno stati altre volte li”) parece aludir a una anterior visita de hombres blancos a aquel lugar. Cuando en líneas anteriores Trevisán nos dijo que los expedicionarios habían recibido orden del Almirante de navegar, con rumbos sur y sudeste, hacia cierto lugar, donde según los informes que él tenía, existía un rico vivero de ostras perlíferas, podríamos pensar que los informes colombinos procedían de los indígenas de la Española (algunos de los cuales llevaban como guías e intérpretes en los navíos). Sin embargo, ahora comprobamos que sus noticias muy bien podían proceder de gentes europeas que en años anteriores habían arribado a aquellas lejanas playas.

     Que paraje era este donde recalaron las carabelas españolas? Escuchemos a Gómara: El señor de Cumaná, que ansí llamaban aquella tierra y río, envió a rogar al capitán de la flota que desembarcase y sería bien recibido”

     Si aquella tierra –como dice Gómara- era la de Cumaná, el puerto muy bueno –de la Relación de Trevisan- donde fondearon los navíos, tenía que ser necesariamente el gran golfo de Cariaco, de catorce leguas de fondo, a cuya entrada se encontraba el río Cumaná, que daba nombra a toda la provincia.

     Cumaná era una rica región perlífera. Nos dice Trevisan que en aquel lugar los nativos recogían perlas en gran cantidad. Con cestos especiales, provistos de peso y pendientes de cuerdas, descendían al fondo del mar y pescaban allí las ostras que les servían de alimento, y de ellas arrancaban las perlas; pero como carecían de instrumentos adecuados para perforarlas, perdían y estropeaban muchas. Eran verdaderas perlas orientales, muy bellas. Los nativos las cambiaban fácilmente a los recién llegados por cascabeles y otras baratijas.

     Aceptando la amable invitación del cacique de aquella región –hecha por un hijo de éste que había ido a las carabelas- el capitán español envió a tierra algunos marineros para que visitaran  la hermosa aldea del reyezuelo, compuesta de unas doscientas casas y distante tres leguas de la costa. La casa del cacique era “redonda” dividida en dos piezas. En una de ellas, el dueño obsequió espléndidamente a sus huéspedes con majares de la tierra y con agradables vinos elaborados con jugos de frutas.

     Concluido el convite, los españoles fueron trasladados a otra sala, donde, sentadas en el suelo, se hallaban unas hermosas muchachas, vestidas decentemente con telas de algodón de varios colores, que les cubrían el cuerpo por debajo de la cintura. Todas ellas portaban en el cuello, brazos y orejas ricas sartas de perlas y otros adornos.

     ¿Qué otra particularidad ofrecían, además, las muchachas indígenas del cacique de Cawaná? Una muy reveladora para nosotros. Según Gómara, estas jóvenes cumanesas eran “amorosas, y, para ir desnudas, blancas, y para ser indias, discretas”

     ¡Asombrosa combinación!, exclama Morison.

     Poca sorpresa nos causa a nosotros la anterior noticia del cronista, si la relacionamos con la que nos proporciona el mismo historiador sobre las costumbres de los cumaneses y con la muy probable anterior visita a la región de otros hombres blancos”. Fin de la cita.
      
Después de leer la obra de ese gran historiador español, don Juan Manzano Manzano, “Colón descubrió América del Sur en 1994, y Colón y su secreto” donde prueba con documentos y conclusiones irrebatibles, que el sitio al cual llegó el nauta, fue el pueblo de Cumaná, como lo relata Ángelo Trevisan; yo he dedicado muchos día en investigar al nauta desconocido que llegó al pueblo Kaima en la desembocadura del río Chiribichií, la última luenga, como dice Las Casas, y después encontré en el libro “Historia de las indias” de Fray Bartolomé de Las Casas, su versión de los hechos, en el capitulo XIV, que se refiere al caso del nauta, imaginamos que Las Casas adaptó el relato a su conveniencia, copiamos textualmente:

“El cual contiene una opinión que a los principios en esta isla ¨Española¨ teníamos, que Cristóbal Colón fue avisado de un piloto que con gran tormenta vino a parar forzado a esta isla, para prueba de lo cual se ponen dos argumentos que hacen la dicha opinión aparente, aunque se concluye como cosa dudosa. Pónense también ejemplos antiguos de haberse descubierto tierras, acaso, por la fuerza de las tormentas¨. 

Resta concluir esta materia de los motivos que Cristóbal Colón tuvo para ofrecerse á descubrir estas indias, con referir una vulgar opinión que hobo en los tiempos pasados, que tenía ó sonaba ser la causa más eficaz de su final determinación, la que se dirá en el presente capítulo, la cual yo no afirmo, porque en la verdad fueron tantas y tales razones y ejemplos que para ello Dios le ofreció, como ha parecido, que pocas de ellas, cuanto más todas juntas, le pudieron bastar y sobrar para con eficacia á ello inducirlo; con todo eso quiero escribir aquí lo que comúnmente en aquellos tiempos se decía y creía y lo que yo entonces alcancé, como estuviese presente en estas tierras, de aquellos principios harto propincuo. Era muy común á todos los que entonces en esta ¨Española¨  isla vivíamos, no solamente los que el primer viaje con el Almirante mismo y á Cristóbal Colón á poblar en ella vinieron, entre los cuales hobo algunos de los que se la ayudaron á descubrir, pero también a los que desde á pocos días á ella venimos, platicarse y decirse que la causa por la cual el dicho Almirante se movió a querer venir a descubrir estas Indias se le originó por esta vía. Díjose, que una carabela ó navío que había salido de un puerto de España (no me acuerdo haber oído señalar el que fuese, aunque creo que del reino de Portugal se decía)  y que iba cargada de mercaderías para Flandes ó Inglaterra, ó para los tractos que por aquellos tiempos se tenían, la cual, corriendo terrible tormenta y arrebatada de la violencia e ímpetu della, vino diz que, a parar a estas islas y que aquesta fué la primara que las descubrió. 

Que esto acaeciese ansí, algunos argumentos para mostrarlos hay: el uno es, que a los que de aquellos tiempos somos venidos, á los principios, era común, como dije, tráctarlo y practicarlo como por cosa cierta, lo cual creo que se derivaría de alguno o de algunos que lo supiesen, o por ventura quien de boca del mismo Almirante ó en todo ó en parte ó por alguno palabra oyese; el segundo es, que entre otras cosas antiguas, de que tuvimos relación los que fuimos al primer descubrimiento de la tierra y población de la isla de Cuba  (como cuanto della, si Dios quisiere, hablaremos, se dirá) fue una de esta, que los indios vecinos de aquella tuvieron ó tenían de haber llegado á esta isla Española otros hombres blancos y barbados como nosotros, antes que nosotros no muchos años. Esto pudieron saber los indios vecinos de Cuba, por que como no diste más de diez ocho leguas la una de la otra de punta a punta cada día se comunicaban en sus barquillos o canoas, mayormente que Cuba sabemos, sin duda, que se pobló y poblaba de esta Española. Que el dicho navío pudiese con tormenta deshecha (como la llaman los marineros y las suele hacer por estos mares) llegar a esta isla sin tardar mucho tiempo, y sin faltarles las viandas y sin otra dificultad, fuera del peligro que llevaban de poderse finalmente perder, nadie se maraville, porque un navío con grande tormenta corre 100 leguas, por pocas y bajas velas que lleve entre día y noche, y á árbol seco, como dicen los marineros, que es sin velas, con solo el viento que cogen las jarcias y másteles y cuerpo de la nao, acaece andar en veinticuatro horas 30 y 40 y 50 leguas, mayormente habiendo grandes corrientes, como las hay por estas partes; y el mismo Almirante dice,      que en el viaje que descubrió a la tierra firme hacia Paria, anduvo con poco viento  desde hora de misa hasta completas 65 leguas, por las grandes corrientes que lo llevaban: así que no fue maravilla que, en diez o quince días y quizá en más, aquellos corriesen 1000  leguas, mayormente si el ímpetu del viento Boreal o Norte les tomó cerca ó en paraje de Bretaña ó de Inglaterra ó de Flandes.

Tampoco es de maravillar que ansí arrebatasen los vientos impetuosos aquel navío y lo llevasen por fuerza tantas leguas… y los otros navíos que salieron de Cádiz y arrebatados de la tormenta anduvieron tanto forzados por el mar Océano hasta que vieron las hierbas de que abajo se hará, placiendo a Dios, larga mención; desta misma manera se descubrió la isla de Puerto Sancto, como abajo diremos. Así que habiendo descubierto aquellos por estas tierras, si ansí fue tornándose para España vinieron a parar destrozados; sacados los que , por los grandes trabajos y hambre y enfermedades, murieron en el camino, los que restaron, que fueron pocos y enfermos, diz que vinieron a la isla de madera, donde también fenecieron todos.

El piloto del dicho navío, ó por amistad que antes tuviese con Cristóbal Colón, ó porqué como andaba solícito y curioso sobre este negocio, quiso inquirir del la causa y el lugar de donde venía, porque algo se le debía traslucir por secreto que quisiesen los que venían tenerlo, mayormente viniendo todos tan maltratados, ó porque por piedad de verlo tan necesitado el Colón recoger y abrigarlo quisiese, hobo, finalmente de venir a ser  y curado y abrigado en su casa, donde al cabo diz que murió; el cual, en reconocimiento de la amistad vieja ó aquellas buenas y caritativas obras, viendo que se quería morir descubrió a Cristóbal Colón todo que les había acontecido y diole los rumbos y caminos que habían llevado y traído, por la carta de marear y por las alturas, y el paraje donde esta isla, dejaba o había hallado, lo cual todo traía por escripto.

Esto es lo que se dijo y tuvo por opinión, y lo que, entre nosotros, los de aquel tiempo y en aquellos días comúnmente, como ya dije, se platicaba y tenía por cierto, y lo que, diz que, eficazmente movió como a cosa no dudosa á Cristóbal Colón.

Pero en la verdad, como tantos y tales argumentos y testimonios y razones naturales hobiese, como arriba hemos referido, que le pudieron con eficacia mover, y muchos menos de los dichos fuesen bastantes, bien podemos pasar por esto y creerlo ó dejarlo de creer, puesto que pudo ser que Nuestro Señor lo uno y lo otro les trajese a las manos, como para efectuar obra tan soberana que por medio del, con la rectísima y eficacísima voluntad de su beneplácito, determinaba ser. Esto, al menos, me parece que sin alguna duda podemos creer: que, ó por esta ocasión, ó por las otras, ó por parte dellas, ó por todas juntas, cuando él se determinó, tan cierto iba de descubrir lo que descubrió, y hallar lo que halló, como si dentro de una cámara, con su propia llave, lo tuviera.


VIDA Y OBRA DE PEDRO DE CÓRDOBA.


La vida y acción de Pedro de Córdoba esta unida a la del obispo de Chiapas, Bartolomé de Las Casas o Casuas. El notable historiador don Demetrio Ramos, dice: “La autoridad que para Las Casas tenía el P. Córdoba se nos revela  en la aceptación de un especial  magisterio  con el que su personalidad queda dibujada en la del clérigo” (1)

Córdoba antigua capital del Califato, estrella de la cultura mudéjar, que fue la patria chica de Lucio Anneo Séneca y  Luis De Góngora, por citar dos inmortales, también vio nacer a  Pedro  el 10 de septiembre de 1482, allí se educó y creció en el seno de una noble familia cristiana, que influyó en su determinación por la carrera eclesiástica: tomar la cruz  y seguir el camino que le trazó el Señor.

Dice Bartolomé de Las Casas que Fray Domingo de Mendoza, hermano de fray García de Loaiza, arzobispo de Sevilla y cardenal Presidente del Consejo de Indias, seleccionó a Pedro para que lo sustituyera en el mando de la avanzada dominica que vendría al Nuevo Mundo, y con él, tres sacerdotes muy calificados que emprenderían la empresa de sembrar la orden dominica en la capital de la risueña Quisqueya,  la Española, sede del imperio en América. (3)

Quisqueya, la isla descubierta por Colón el 5 de diciembre de 1492, a la cual llamó “La Española”, segunda isla en extensión territorial, de las antillas mayores del océano atlántico, mar que conocemos como  mar Caribe o de las Antillas, sufrió como ningún otro lugar el impacto de la conquista.  La isla inmensamente poblada en aquellos tiempos  mide 1575 Km. cuadrados -hoy conforma el territorio de dos repúblicas,   la República Dominicana  y la Republica de Haití- se dividía en muchos reinos aborígenes perfectamente definidos por Las Casas, como luego veremos.

 Pedro de Córdoba, fue un sacerdote a quien Dios Nuestro Señor dotó de muchos dones, gracias corporales y espirituales, que  fue elegido para una misión administrativa, si se quiere, pero él la convirtió en una empresa sin igual.  Los que lo conocían nunca imaginaron que podría lograrlo, tenía el inconveniente de sufrir un continuo dolor de cabeza que le impedía, en cierto grado, algunas actividades, por ello  Las Casas dice:

“Y lo que se moderó en el estudio, acrecentolo en el rigor de la austeridad y penitencia todo el tiempo de su vida, cada y cuando las enfermedades le dieron lugar”. (4)
Fue excelente predicador, ejemplo dentro del sacerdocio en  virtud y  penitencia, que lo elevaron siempre entre sus compañeros y feligreses. Agrega Las Casas: “Tiénese por cierto que salió de esta vida tan limpio  como su madre lo parió” (5).

Estudio en el colegio “San Esteban” de Salamanca, y probablemente, como dice  Hernann González Oropeza, fue “formado espiritualmente por fray Juan Hurtado de Mendoza” (6), el formidable maestre de Salamanca;  y se perfeccionó en Santo Tomás de Ávila, la casa mayor de la “Cristiandad” para ese entonces. Fue compañero de estudios de Antonio de Montesino, Tomás de Berlanga, Domingo de Betanzos, y otros ilustres prelados, que luego fueron los seleccionados para acompañarlo en la empresa evangelizadora de América; esto por si solo basta para considerar las dotes que adornaban a este insigne conquistador del espíritu, cuya labor ilumina la terrible experiencia humana de la conquista del Continente, y disipa, aunque sea un poco, las oscuras nubes que denigran de la noble y heroica raza hispana.

         A este hombre extraordinario encomendaron los dominicos y el superior Fray Domingo de Mendoza, para que le ayudase a realizar o proseguir la empresa fundacional en el Nuevo Continente; igualmente convocó a otros religiosos para que lo acompañaran, entre ellos al famoso Fray Antón de Montesinos y al padre Fray Bernardo de Santo Domingo “poco o nada experto en las cosas de este mundo, pero entendido en las espirituales, muy letrado y devoto y gran religioso”. (7)

         Fray Pedro de Córdoba, hizo varias expediciones para fundar y gobernar las misiones de  Cumaná y Santa Fe;  el Vicario de las Indias, el hombre más importante después de Colón, venido al Continente a principios del siglo XVI, autorizado para fundar las primeras misiones en la tierra firme, como lo dicen los cronistas y el más importante de todos, Bartolomé de Las Casas (Biblioteca de Autores Españoles. Obras Escogidas. Tomo XVVI. Pág. 133).

Dice Las Casas que, en las Islas, Santo Domingo y Cuba, Pedro de Córdoba, se da cuenta de la forma inhumana y despiadada como se realiza la conquista, y sabe que esta misma forma será trasladada al Continente, por ello pide al rey Fernando El Católico, que le dé licencia para trasladar su Orden a tierra firme, e inventa “La conquista pacífica y evangélica de la tierra firme”; y el Rey mandó que se le dieran los despachos a su voluntad. Los dominicos fueron los primeros misioneros que llegaron al Puerto de Las Perlas, Cumaná, entre 1513 y 1514.         

Toda esta historia está debidamente corroborada por  cédulas reales, cartas, crónicas, y un asiento del 14 de junio de 1.510” (inserto en los Documentos Americanos del archivo de protocolos de Sevilla, Siglo XVI. Madrid 1.935, p. 20). Consta que los ilustres padres dominicos disponían entonces lo relativo a su viaje a la isla española. Dice el asiento: “libro del año 1.510, Oficio: IV. Libro III. Escribanía: Manuel Segura. Folios: 1.812. Fecha 14 de junio. Asunto: Fray Domingo de Mendoza, fraile profeso de la Orden de los Predicadores del Sr. Santo Domingo, Vicario de los Frailes de Dicha Orden, que han de residir en la Isla Española, Indias, islas y Tierra Firme, en su propio nombre y en el del R. P. Fray Pedro de Córdoba, vicario de las indias, y por, virtud de las cartas y licencias que tiene el R. P. Fray Agustín Funes, Provincial de dicha Orden en los Reinos de España y del dicho R. P. Pedro de Córdoba, nombrado procurador al doctor Juan de Hojeda, físico, vecino de Sevilla en la collación de Santa María Magdalena, para que cumpla lo contendido en las citadas cartas y licencias”. (8)

Hay mucho que decir de este santo maestro que debe ser considerado sin ninguna duda como el verdadero fundador de la gloriosa y heroica ciudad de Cumaná., porque creció y se desarrolló al lado de las misiones que él fundó y mantuvo mientras vivió.

Ahora les voy a contar la historia de la obra de Pedro de Córdoba, tal y como yo la he vivido.

Recuerdo que aquella mañana de febrero de 1510, habíamos salido a caballo de Ávila, la ciudad del silencio, hacia Salamanca. Pedro me rogó  que nos  detuviéramos  en el viejo puente romano  en el límite del Norte, a la salida de las murallas, para ver desde el poniente las altas torres de la catedral e la serpiente de piedras que la rodea. Un mar de trigo, de la hacienda de Isabel,  se extendía frente a nosotros. Pedro rezaba en silencio… Luego continuamos la marcha e  nos detuvimos en dos pueblos: Aveinte  y Narros del Castillo, para cambiar  cabalgaduras. Así llegamos a Babilafuente, para tomar un baño caliente en sus famosas aguas termales. Pedro  confesó, que una de sus pocas debilidades era la de sumergirse en aquellas aguas. Dijo entonces: ¡hermanos, he pasado toda mi vida en escuelas y conventos, me siento feliz de ello, hay algunas cosas materiales que me gusta disfrutar, plugo a Dios que me permita hundir mi cuerpo en este pozo, si en ello no hay pecado!.

–No lo hay Pedro -dijo alguno de sus compañeros- que el propio Señor Jesús, bendito sea su santo nombre, se sumergió en las aguas para que Juan lo bautizara.  

Bien… continuamos el camino, siempre al lado del río, hasta llegar al pueblo de Santa Teresita, Alba del Tormes. Los caballos penetraron en el mar de trigo que se extiende en sus praderas, sembrado por orden de Isabel, como dije;  en un terreno ondulado  donde el viento se distrae peinando las espigas, y los caballos trotan libremente.

 Por fin, después de tantas horas, llegamos a Salamanca, la blanca, por una calle larga de grades edificios públicos e iglesias romanas,  que termina en la Plaza Mayor; una estancia armónicamente cuadrada, cuyas construcciones se cierran en cada esquina  sobre fuertes arcos de piedra. Debajo de esos arcos “vive” verdaderamente la ciudad, bulle el pueblo. Por cada esquina de esta plaza entran dos calles, y en la tarde un torrente de gentes en romería, entre gritos e risas van a divertirse, a conversar, tomar vino e  cumplir con el  rito del amor. Pedro y yo  también lo hicimos, nos bajamos de los caballos y  confundimos entre ellos e fuimos a dar vueltas con alegría infantil, tropezar con las parejas enganchadas e recebir el soplo fugaz de la vida. La gente nos extrañaba, pero con todo,  saludaban entre risas e  cariño.  Bastante tarde fuimos a Santisteban, donde nos esperaban gozosos los compañeros de Pedro, que lo colmaron de atenciones. Entonces, se  acercó presuroso, fray Antón de Montesinos, y  reclamó el retardo…

–Hombre Pedro… ¿donde estabais?  Hace dos días que os esperamos.
Vaya hombre, pero ¿Cuál es la novedad? ¿Cuál la urgencia?
Es que acaso ¿No sabéis nada?
Si no me lo decís vos…
Habéis sido nombrado Vicario de Las Indias.
Yo, y, ¿Qué méritos tengo para tanto peso?
¡Todos hombre todos…! pero venid, que os esperan en Catedral en la sala conciliar. Apenas os divisaron, la noticia corrió e agora están reunidos vuestros compañeros y el Maestro General de la Orden, fray Domingo de Mendoza, muy nerviosos por cierto.

Pedro, apresuró el paso, se acercó al grupo y como era  de su natural comportamiento, se arrodilló ante fray Domingo, el cual lo tomó de la mano y lo levantó hasta que sus ojos quedaron parejos.-
Pedro le dijo –ya se a lo que habéis venido. Hágase en mi según  lo tenéis mandado. Os ruego que no me deis explicaciones.

Bien, hijo mío, vuestras virtudes han salido con alas de estas paredes. El Arzobispo de Sevilla y Cardenal Presidente del Consejo de Indias, me ha ordenado comunicaros que habéis sido elegido Vicario de Indias, y que debéis partir cuanto antes con destino a “La  Española”, cita en América; es una nación del Nuevo Mundo, tu nueva casa. 

El Vicario también escogió allí mismo, a sus acompañantes, cuya fama de santidad  también está probada: Antón de Montesinos, Tomás de Berlanga, Domingo de Betanzos y Bernardo de Santo Domingo, y les dijo:
- De luego irán otros a haceros compañía, los que sean necesarios para ayudaros en la infinita tarea que se os ha asignado. Se que no defraudaréis las esperanzas puestas en vosotros.

Desde ese momento Pedro no tuvo descanso e yo lo acompañé e ayudé en todo lo que fue menester. Nadie supo jamás de sus dolencias, aunque lo presentían.
El viaje a Santo Domingo se retrasó, por enredos burocráticos, hasta el 6 de agosto de ese mismo año de 1510, e también por los permisos que debía firmar el Papa, e otros requisitos para lograr la impetración de la Orden Dominica en el Nuevo Mundo.

 En Sevilla trabajaron con urgencia y culminaron los trámites e los preparativos, que rubricaron cuando fray Domingo de Mendoza, autorizado por el Provincial de la Orden en España, fray Agulatín de Funes, en representación de Pedro de Córdoba, Vicario General de Indias, e nombró Procurador de la Orden en Sevilla a Don Juan de Ojeda, lo que dejó a Pedro totalmente libre de sus obligaciones en el reino y pudo viajar en el término previsto.

Partimos de Sevilla, a los 6 días de agosto, como  ya dije, en una carabela de 50 toneladas, e llegamos a La Española el 10 de setiembre de 1510. Al parecer nadie sabía de la misión, surgimos al norte de la isla en un sitio desolado, La Isabela, pueblo fundado por el Almirante Cristóbal Colón; abatido a poco tiempo por un huracán. Había tres o cuatro casuchas  ocupadas por un puñado de marineros  que solo deseaban regresar, y esperaban una oportunidad. Ese día, Pedro cumplía 28 años e quiso festejar con ellos. Los consoló, ofició la santa misa, su primera oblación en aquella tierra bendita de Dios;  partió el pan, cenó con ellos, leyó las sagradas escrituras, e les habló. Aquellas gentes sintieron muy cerca la presencia del Señor Jesús, bendito sea su santo nombre, por haberles mandado el auxilio espiritual e la conformidad deseada.

Entre los indígenas se corrió la noticia de la misa que presidió Pedro al aire libre, y vinieron muchos caciques con sus cortes a conocerlo. Ellos hablaban diversas lenguas, aunque bastante parecidas, y Pedro los entendía a todos.  Desde un principio Pedro les enseñó la doctrina, varios jóvenes se aficionaron tanto a Pedro que se quedaron a su servicio.  Pedro tenía el raro don de lenguas. E le contaba la doctrina como un cuento apropiado para los niños.
Los misioneros pasaron algunos meses en Isabela, y construyeron una primera iglesia de madera, barro y palmas, e todos hicieron amistad con los aborígenes.

En los primeros días de octubre de ese año de 1510, llegó a la Española El Almirante Don Diego Colón,  hijo del Visorey Cristóbal Colón, acompañado de su mujer Doña María de Toledo, e se hospedó en la pequeña ciudad de “Concepción de La Vega”. En sabiéndolo Pedro, dijo:
-Preparad los morrales que saldremos muy de madrugada para Concepción, a ver e hablar con el Almirante. Dejaremos a fray Antón encargado de todo nuestro hato, para que luego lo lleve a donde  asentaremos definitivamente.

Como no acostumbrábamos contradecirlo, hicimos tal como lo mandó, aunque no estábamos de acuerdo por múltiples razones,  entre otras la  distancia que deberíamos recorrer;  no conocíamos el territorio infestado de indios peligrosos e amotinados, e además, desconociendo casi por completo sus lenguas.

De todas formas partimos. En la jornada solo comíamos casabi,  pescado salado, ají e berros, que nos dieron los indios; además teníamos agua abundante de los  arroyuelos e alguna que otras  raíces, a las que ya estábamos acostumbrados. Encontramos muchos  guerreros; pero ellos, al ver y conocer  a Pedro, abandonaban sus armas, lo saludaban como si lo conocieran de toda la vida; lo seguían, le hablaban en sus lenguas y él  respondía y los bendecía. No se si lo entendían, pero  sus demostraciones de afecto y acatamiento, así lo daban a entender. En algún momento miraba a Pedro y veía más bien a Jesús, bendito sea su santo nombre, era un milagro.

Días después, llegamos a presencia del Almirante y su mujer, fuimos recibidos de inmediato. Pedro se adelantó y se arrodilló ante él, pero este, tomándolo de la mano,  le dijo –No lo haga, no soy digno ni de recibir su bendición, soy un pecador –Pedro respondió– Todos somos pecadores, pero si vos lo reconocéis,  lo confesáis y estáis arrepentido; yo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, os perdono los pecados de los cuales os habéis arrepentido y de todo otro pecado que queráis confesar. Os doy la paz para vuestro espíritu y no peques más. Que la paz del Señor entre en vuestro corazón y permanezca en vos  para siempre. Suplica al Señor que te proteja del poder que todo lo corrompe y te  de la fuerza necesaria para no caer en tentaciones; que abra tu corazón al Espíritu Santo consolador.

El Almirante,  se arrodillo contrito, secó sus lágrimas, y dijo en alta voz – Me siento reconfortado. El Señor os ha enviado. Gracias, padre. Será muy difícil mantenerme limpio, pero lo intentaré. 

Doña María de Toledo, le suplicó a Pedro, que escuchase su confesión y lo llevó de la mano al interior de la casa, donde permanecieron largo rato.

Pedro decidió que nos quedásemos en Concepción de La Vega, y el Almirante le cedió un galpón medio abandonado, que servía de depósito de mercancías, ubicado fuera del poblado. Allí acomodamos la segunda iglesia de la Orden Dominica en la Española, y allí cantó la primera misa que se dio en la isla  para los indios, que vinieron de todas partes  a ver y oír “al padrecito de los indios”, que les hablaba en su propia lengua. En esta iglesia se destacó mucho fray Antón de Montesinos,  segundo en el  mando de la Orden,  sobre todo en bondad, laboriosidad, solidaridad, y el que siempre estaba dispuesto al trabajo y sacrificio. Un verdadero apóstol, como Pedro.

Esta misa le trajo a la Orden muchos inconvenientes con los españoles, pero el prestigio de Pedro rebasaba cualquier dificultad. En poco tiempo sus filas crecieron. A los 5 que la iniciaron se le sumaron 8  venidos de España; y algunos  frailes y legos que ya estaban en la Española al servicio de  otras órdenes, y se vinieron a enriquecerla y  cobijarse con el manto de los dominicos; pese a que vivían en la mayor pobreza y las reglas de Pedro eran extremadamente rigurosas; sin embargo, milagrosamente todo sobraba, el Señor Jesús, bendito sea su santo nombre, nos auxiliaba de mil maneras.

Nos vimos en la necesidad de construir otra iglesia en La Vega con  ayuda de los indios, y ya  estaba terminada para mayo de 1511 cuando Pedro decidió partir para la ciudad de Santo Domingo, dejando La Vega a cargo de fray Tomas de Berlanga, y con él se quedaron también fray Jerónimo y Domingo de Betanzos.

Pedro era incansable, apenas llegó a la ciudad  de Santo Domingo, la más antigua  del Nuevo Mundo, fundada por Don Bartolomé Colón, hermano del Almirante, en 1496, trasladada por el gobernador Nicolás de Ovando en 1504 a las orillas del río Ozama, donde la ciudad florecía,  era   verdaderamente señorial. Pedro se empeñó en construir un monasterio e inició de inmediato los trámites para la impetración de la Orden y todo se daba por la gracia de Dios.  La construcción, con la única ayuda de los indios,  a los cuales se ganó en muy poco tiempo, hablándoles en su idioma como si hubiese vivido con ellos largo tiempo, se adelantó tanto, que era la admiración de todo el pueblo que lo veía incrédulo. Fue algo inaudito, milagroso, los materiales  aparecían como por arte magia y teníamos  que ahuyentar a los voluntarios, por que a la hora de comer había más de la cuenta, y parecía no alcanzar para todos: sin embargo todos los días se repetía el milagro de los panes y los peces. Apenas le informaban a Pedro  que faltaba algo, cuando se aparecía alguien a quien se le ocurrió llevarlo y donándolo era de admirar. Al principio, todos dormíamos en el suelo, y fue un buen  hombre llamado Pedro de Lumbreras, el que nos ofreció su casa; Pedro no quiso aceptar, y se conformó, para no desairarlo, con tomar prestado el patio de la casa. Allí acomodamos unos catres y una mesa, si es que podía llamarse así, para las cosas e instrumentos sagrados. Mal que bien, nos acomodamos todos, pero al poco tiempo nos mudamos para el monasterio.

En la octava de todos los santos de ese año de 1511, Pedro dio misa en el templo a medio concluir, y predicó. Los que lo oyeron quedaron prendados d’el. Muchos españoles fueron a la misa, y a ellos les pidió, que al llegar a sus casas, enviaran a los indios que tuviesen bajo su autoridad. Fue así la primera vez que en la cuidad de Santo Domingo, aquellos  indios esclavos de los españoles oyeron la misa y la palabra, y así lo hizo siempre que pudo.

En diciembre de ese año llegó a la Española, fray Domingo de Mendoza, con varios sacerdotes dominicos. Fue una sorpresa para Pedro verlo entrar  a la Iglesia. Cuando ellos se abrazaron, Jesús, bendito sea su nombre, estaba allí, doy testimonio de ello, caí de rodillas y adoramos al Señor durante muchas horas, hasta que nuestros cuerpos lo soportaron.

Con fray Domingo llegaron  cuatro  sacerdotes de la misma orden Dominica. Por una rara coincidencia se habían juntado 12 apóstoles por tercera vez en la historia. Se repetía el milagro de Jesús,  y de Francisco de Asís. Doce hombres que debían intentar la conquista espiritual del Nuevo Mundo.

La construcción de la Iglesia se desarrollaba con  rapidez, y con la llegada de los refuerzos, su efecto fue multiplicador. Una vez terminada la obra se le agregaron claustros, seminario, una huerta protegida por una fuerte y muy bien construida empalizada; y muy pronto fue  hervidero  de individuos de todas clases, que llegaban llenos de fervor con  gracia divina, tras el llamado de Pedro. Aquel santo lugar se convirtió en refugio  de arrepentidos. Sus frutos espirituales  no se hicieron esperar, pero también: la envidia, la codicia, la política, confluyeron en un todo. 

         A  nuestros oídos llegaban las historias de las crueldades de Juan Ponce de León, del famoso perro “Becerrillo”, a quien los indios temían más que a diez españoles juntos; las maldades de Juan Cerón, de Moscoso,  de Cristóbal de Mendoza, que practicaban la captura y matanza de indios  en la tierra firme. Las expediciones de Nicuesa y Ojeda, que asolaron el pueblo de indios de “Calamar”, y de cómo los indios se amotinaron en el sitio de  “Turbaco”, e hicieron gran matanza  de españoles, de donde los que se salvaron regresaron luego  con más fuerza, y fiereza y tomando a los indios desprevenidos, hicieron gran carnicería de mujeres y niños indefensos.

Las costumbres de los españoles de Santo Domingo se habían relajado de tanta codicia  y soberbia. Se olvidaron de Dios, de sus principios,  de la caridad cristiana, se predicaba el odio contra los indios, se había perdido el orden moral en aquella colectividad. Esos  españoles olvidaron su misión en aquellas tierras. Había llegado la hora de Pedro y Dios lo reclamaba.

Pedro reunió a los doce miembros de su comunidad eclesial, y discutió con ellos el tema indigenista, y concluyeron y acordaron, que tenían el deber moral de intervenir ante ese estado de cosas que alteraba el orden moral e iba contra la esencia misma de la doctrina que predicaban.

Hacía ya algún tiempo, que el Almirante Don Diego Colón  había trasladado la sede de Gobierno a la ciudad de Santo Domingo, que había prosperado admirablemente. Pedro consideró, que tocaba a él poner remedio a tal conducta. Me dijo – Fernando mañana muy temprano iremos a ver al Almirante; voy a pedirle a Don Antón que nos acompañe, él sabrá expresarse mejor que yo…

Despachaba el Almirante, en una casa muy confortable, ubicada frente a lo que daban en llamar la Plaza Mayor, en todo el centro de la ciudad, al lado del convento de los Jerónimos, con quienes tenía   magníficas relaciones.

Pedro, Montesinos y yo fuimos recibidos por el Almirante, inmediatamente. Nos trasladaron a una sala muy cómoda y bien amueblada, pero nosotros que vestíamos rudimentariamente, a pesar de los ruegos que hizo el Almirante, no quisimos sentarnos, por no ensuciar y transmitir nuestros olores a aquellos magníficos y decorados muebles. Preferimos permanecer de pie, y el Almirante así lo entendió. Pedro tomó la palabra y le fue diciendo uno a uno todos los crímenes y delitos que estaban cometiendo los españoles. Al final de aquel discurso, todos estábamos llorando, y el Almirante dijo:- Padre Santo… yo se lo que esta ocurriendo y tengo despachos del Rey para ponerle fin a tanta maldad, pero me siento impotente de poder hacerlo. Se necesitaría un ejército, que no tengo, para perseguir a los delincuentes por tierra y por mar; sin embargo os prometo hacer cuanto pueda… para contener y castigar a los que abusan contra estos pueblos indefensos; pero atenta contra mis deseos, no solo la flojedad de nuestras fuerzas preventivas, sino las distancias y el desconocimiento de  estas ilimitadas fronteras. Por todas partes aparecen los mercaderes de esclavos, los rescatadores, como ellos mismos se titulan… Creo que a vuestros oídos ha llegado sobre castigos ejemplares que he impuesto y decretado; me he visto obligado a ajusticiar a muchos ladrones y esclavistas, sin embargo, proliferan… tanto aquí como en tierra firme… Solo me puedo comprometer, a despecho de mi palabra con vos, a continuar… con las escasas fuerzas que me dan las Cédulas Reales e otros instructivos, que me veo obligado a cumplir… con esos bandidos que trafican con vidas humanas… Las limitaciones que os ofrezco, no son obra mía, pero eso no me exculpa… se que es mi deber y debo agotar todas las medidas para impedir que continué la masacre, e implementar otros castigos… para los culpables…

Hermano -lo interrumpió Pedro-  se lo que estáis sufriendo. No veo como podré ayudaros, sin embargo el Señor Jesús, bendito sea su santo nombre,  me inspirará para buscar un camino, una forma para ayudaros.  Por lo pronto contad con todo lo que tenemos, que es muy poco,  pero está a vuestras órdenes. Dios os bendiga y que el Espíritu Santo permanezca en vos.

Nos marchamos contritos, en silencio; por nuestros espíritus pasaban las ideas, confusas, no brotaban las palabras. Meditábamos con absoluto recogimiento.  Éramos incapaces de formular una idea exponer algún razonamiento equilibrado, ni siquiera una posible, pequeña alternativa.  El drama era terrible y continuaría.


Al otro día, después de la misa, Pedro invitó a todos los frailes a una reunión  para discutir la situación y el resultado de la entrevista con el Almirante, y luego de largas deliberaciones, dijo:
-Hermanos, tenemos que acabar con este estado de cosas.  No podemos permitir que continúe esta guerra insólita, o estaremos incurriendo en complicidad. El Señor, no nos perdonará. He decidido iniciar una campaña desde el púlpito, vamos a denunciar la corrupción, a los violadores de la Ley, corruptos, criminales, esclavistas, con nombres y apellidos,  vamos a atacar el mal con todas nuestras fuerzas, y las que nos dará el Señor Jesús, bendito sea su santo nombre. Denunciaremos los crímenes que se han cometido y aportaremos las pruebas y los testimonios que sean necesarios, acudiremos a todas las instancias, iremos a la Corte si es necesario.  Comenzaremos ya, y he elegido a fray Antón de Montesinos, para que en la homilía del domingo cuarto de adviento, haga las denuncias de las crueldades, vejámenes y crímenes y criminales, enumerándolos,  delitos que se están cometiendo en nombre de Jesuscristo, Dios y hombre verdadero. 

Para 21 de diciembre de 1511, cuarto domingo de adviento, se invitó a la misa de 8.30 de la mañana, en la iglesia de Santo Domingo,  especialmente al Almirante Don Diego Colón,  a los oficiales del Rey, demás autoridades civiles y militares,  letrados, ciudadanos notables, comerciantes, armadores  y demás personalidades de la ciudad. Todos alagados por la deferencia inusual. Llegada la hora,  Antón de Montesinos ocupó el púlpito,  leyó el evangelio sobre San Juan el Bautista, que se inicia con aquella advocación, hermosa pero ahora terrible: “Ego sun vox clamati in decerto”,  yo soy la voz que clama en el desierto. Al principio habló con palabras moderadas, habló del adviento y de la esterilidad del desierto de la conciencia de los españoles que viven en esta isla, y el peligro de la condenación eterna. Luego elevando la voz enumeró  los pecados que venían cometiendo y el castigo que les reservaba la justicia divina. Uno a uno denunció los crímenes y a los criminales, y sus artes de tortura e impiedad, muchos de los cuales estaban allí presentes.

“Para os lo dar a conocer –dijo- yo soy la voz de Cristo que habla en el desierto de esta isla…” “Estas palabras serán las más duras que jamás pensasteis  oír – vosotros sois reos de excomunión… Su voz había crecido, tenía un tono de autoridad inexplicable. Las mujeres lloraban y los hombres se alborotaban;  y   él continuaba: “todos estáis en pecado mortal, en el vivís y morís,  por la crueldad y tiranía que usáis con estas criaturas. Decid ¿Con que autoridad habéis hecho tan detestable guerra? ¿Con cual los tenéis oprimidos, sin darles de comer ni curarlos, que mueren de fatiga o enfermos, por vuestra codicia en sacarles  todo el oro sin proveer, tan siquiera, que sean bautizados  y que conozcan la doctrina de la iglesia. ¿Acaso estos no son hombres, no tienen alma?...

Terminada la misa, la mayor parte de los feligreses  se marchó en compañía del Almirante.  Al parecer decidieron de común y tácito acuerdo, reprender al predicador por escandaloso y calumniador, para lo cual necesitaban  el apoyo del jefe del gobierno.  Todo hace pensar que el Almirante, en cuenta como estaba de la campaña que emprendieron los dominicos,  de alguna manera se desembarazó de aquellos sujetos.  Otros   se quedaron en la iglesia y  pidieron hablar con  fray Pedro de Córdoba, que los recibió con dulzura, santa paciencia y los escuchó con atención: muchos de ellos dijeron que tenían poco tiempo en Santo Domingo,  no tenían nada que ver con los indios, no eran encomenderos,  ni “resgatadores”, ni esclavistas, ni traficantes de indios, ni nada que se les pareciera, y exigían que el predicador se disculpara, porque después de ese sermón, ellos serían considerados  y tratados como criminales.

Pedro, no se disculpó, sino que les dijo: -Aquel que no tenga pecado que lance la primera piedra.  Soy el único responsable de esa homilía. Desde que llegue a esta nación,  no escucho otra cosa que los crímenes  espantables que se cometen contra los indios. Es la hora de denunciarlos, no vaya a ser cosa  que el Señor, nos considere a nosotros  cómplices de tantas crueldades. Sin embargo, los invito para el próximo domingo, ya se verá lo que se puede hacer, el Señor tendrá la última palabra. Id en paz.

Pedro les habló con tanta paz que la comitiva se marchó pensando que habían logrado  hacer recapacitar a la Vicaría, la institución más poderosa de aquellos tiempos, representada en el Nuevo Mundo  por aquel santo varón de hermosa presencia, todo amor y bondad.

La homilía del tercer domingo de adviento, también le fue asignada a Montesinos. La iglesia estaba hasta los bordes, abarrotada de feligreses dentro y fuera del tempo.  Llegado el momento  leyó el evangelio y tomó la cita del santo Job, que dice: “Tornaré  a referir desde su principio  mi ciencia y mi verdad” Comenzó luego, muy despacito y con voz  apenas audible, a fundamentar  la verdad del domingo anterior. Repasó todos los errores, crímenes, pecados, crueldades, cometidos por aquellos ciudadanos encumbrados sobre la sangre y el dolor de toda una raza… luego conminolos a retractarse, a pedir perdón a los oprimidos, a dejar en libertad  a sus esclavos, a darles de comer y curarlos, a respetar sus derechos, acatar las leyes de ellos conocidas, y si no el derecho natural de gentes. Sabían que era ilegal, contra las leyes de Dios,   y por lo tanto pecado mortal. Comprar por esclavos a indios libres y dejarlos morir de hambre. Aquellos que lo han hecho y no se arrepienten, serán excomulgados.

Luego que terminó la misa, un grupo de gente influyente se quedó  para hablar con Montesinos, pero este no los atendió, por lo cual decidieron apelar a las autoridades y hasta la Corte, de ser necesario; como lo fue,  y el caso fue denunciado ante la Audiencia. Sabemos que las cartas enviadas al rey alborotaron a todo mundo, por cuanto muchos de los  principales jerarcas de la Audiencia hy de la misma iglesia, estaban involucrados en aquellas negociaciones esclavistas. y en las explotaciones mineras donde tantos indígenas morían de fatiga y de hambre. También sabemos que el propio Monarca llamó al Arzobispo de Sevilla, García de Loaiza, Cardenal Presidente del Consejo de Indias, al Vicario  de la Orden Dominica, fray Agulatin de Funes,  que menos mal, conocía muy bien las andanzas de los revoltosos; y no solo al Rey escribieron los isleños, sino que se confabularon contra Pedro y sus compañeros, y el  propio Tesorero Real, Don Miguel de Pasamonte, que tenía sus intereses en aquella desgraciada  empresa.

La conspiración de los isleños avanzó, y lograron involucrar a los franciscanos de Santo Domino, que llegaron  a la isla quisqueyana muchos años antes que los dominicos y convivían perfectamente bien con aquel estado de cosas. 

Entre estos estaba el padre Alonso de Espinal, que era un hombre de oración, amable y caritativo, pero cándido en extremo. A este convencieron para que viajara a la Corte y hablara en nombre del pueblo de Santo Domingo, con el Rey, so pretexto del amotinamiento de los indios con lo cual lo sedujeron.
El buen padre aceptó el encargo más por ignorancia que por maldad, y preparó su viaje. Con él enviaron cartas  al Obispo de Burgos, Don Juan de Fonseca, también al Secretario del Rey,  Lope Conchillos; al Camarero Real, Juan Cabrero, y en fin, a todo el Consejo  que se ocupaba a de las cosas de Indias.

Pedro supo de toda esta conspiración y habló con el Vicario de Indias Fr. Domingo de Mendoza, para pedir su consejo.  Fray Domingo lo escuchó con tristeza,   puso sus manos sobre los hombros  de Pedro, oraron largo rato y al cabo le dijo:
-Hijo mío, vais a tener que viajar a la Corte. Os esperan días aciagos. Tendréis que velar a las puertas de Palacio para que os reciban, tal vez mucho tiempo,  pero debéis defender vuestra causa, que es la causa de Jesús, bendito sea su santo nombre. No podéis permitir que estos pecadores esclavistas, inhumanos, terminen con lo que tanto os ha costado, a vos y a todos los que os acompañamos.

Pedro no podía ir en esos momentos de crisis, por no dejar solos a sus compañeros, entonces  decidió enviar a Fr. Antón de  Montesinos a España a defender su causa, que ya se llamaba y era conocida como La Causa de los Cristianos, y para ello el combativo Fr. Montesinos, porque conociendo a Fr. Antón,  sabía que hablaría con el propio Rey, si fuese necesario.

  Así que partieron para España por una parte, Alonso de Espinal, y por la otra, Antonio de Montesinos.

Ya en la Corte,  a Montesinos no lo recibieron, en cambio a fray Alfonso de Espinal, no solo lo recibieron  con bombos y platillos, ya que los caudillos de la Isla le habían abonado el terreno. Apenas llegó a Palacio, el tal Juan Cabrero,  se ingenió para introducirlo en el Despacho del Rey, y este lo sentó a su lado para escucharlo, y lo trató como un santo, que en verdad  se lo ganaba por su modestia y la hermosura de su semblante, y sus maneras  dulces y discretas. Alonso de Espinal entrego al Monarca un memorial con las denuncias, y las cartas que traía; y el Rey, que era Don Fernando el Católico,  las recibió con harto placer.  Era un informe pormenorizado, del cual no se tiene noticias ciertas, ni creo que nadie lo haya leído; pero por la deferencia  que mostraban con él los esclavizadores y comerciantes  de perlas y  minas de oro y plata, se da por seguro que el informe  iba por esos caminos, llenos de elogios para ellos y de mentiras contra los dominicos y sus obras.
El pobre Montesinos, no podía dar cumplimiento a su misión y desesperaba, porque se le oponían mil dificultades. Todos los días iba a las puertas del Palacio  y nadie se fijaba en él. Trataba inútilmente de ver al Rey o a cualquier otra persona influyente, y nada adelantaba. Las cosas marchaban de mal en peor. 

El Provincial de Castilla escribió a Pedro, mientras el pobre Montesinos sufría tantas calamidades, ordenándole que se retractase de las cosas dichas en los sermones, porque había alarmado  y perjudicado a personas muy allegadas al Rey, y todo ello había creado una gran consternación en el Reino.  Sin embargo al final de la carta, el Provincial, que bien conocía a Pedro, suplicaba humildemente a su superior espiritual, y él lo entendía así.

Montesinos, entre tanto, decidió hablar con el propio Rey Fernando; viajó a Burgos, donde estaba don Fernando por entonces;  pasaban los días penitente en las puertas del Palacio Real, ya los guardias ni se daban cuenta del padrecito que esperaba una llamada del interior del palacio. Pero él  no se daba por vencido  en su empeño de ver al Rey. Sucedió, que un día, estando Montesinos  haciendo su “guardia”,  el portero que bien lo conocía y tenía orden de no dejarlo pasar por ningún motivo, se descuidó o se hizo el descuidado, en el momento en que un fraile  de servicio, entró al Despacho del Rey y dejó  abierta la puerta. Montesinos no esperó más,  y entró como alma penante, y fue a caer de rodillas a los pies de Fernando.

Don Fernando de Aragón, el monarca más poderoso de la tierra, quedo estupefacto, pero rápidamente se repuso, y dijo:  -Padre, ¿Qué os pasa, porque entráis así?.  ¿Quien os persigue? ¿Qué buscáis?  Y lo tomó de las manos y levantolo hasta que sus ojos quedaron parejos. 

“Solo quiero que me escuchéis…un momento…nada más os pido. Quiero hablar con vos sobre cosas que interesan a vuestros súbditos… del Nuevo Mundo,,, y que de otra suerte no podré hacerlo…

Don Fernando comprendió cuantas dificultades habría pasado el buen padre para llegar hasta él. Venid conmigo, dijo. Sentose en el trono y se dispuso a escucharlo. En ese momento entraron varios dignatarios con el Cabrero al frente, para sacar a Montesinos. El Rey les hizo una seña y todos salieron… y buscando los ojos de Antón, dijo –

Bien padre, os escucharé, soy todo oídos… todo lo que tengáis que decirme… hablad…no temáis… y plugo a Dios por que no me hagáis perder el tiempo…

Montesinos llevaba consigo un pergamino en el cual había escrito capitulo por capitulo, todos los pecados, maldades, vejaciones y crímenes, cometidos por los españoles en la isla y en sus otros dominios en el Nuevo Mundo; con nombres, lugares, fechas y testigos de las denuncias que habían hecho los dominicos y sus circunstancias, y sobre todo, suscritas, firmadas y refrendadas por fray Pedro de Córdoba, su Vicario de las Indias; y al terminar de leer el pergamino, preguntó a su majestad  - ¿Vuestra Alteza manda hacer y cometer estos crímenes…?

Fernando, levantándose respondió - ¡No por Dios, ni tal mandé en mi vida…!  Pues…no puedo yo responder por todos en mi reino… Pero comprendió la magnitud de la denuncia y agregó – Hijo proveeré que se resuelva a vuestra satisfacción y os creo, ya se algo de lo que pasa en mi reino.

Luego dando unas palmadas, aparecieron dos sirvientes y les mando –Llevad al padre y dadle alojamiento en palacio, desde hoy el será mi huésped, atendedlo con diligencia.


Es indudable que el Rey quedó impresionado con la personalidad de Montesinos, por su elocuencia, sus maneras y el halo de santidad que lo elevaba sobre los demás.

Al otro día, de esta intempestiva entrevista, el Rey convocó un Consejo Extraordinario formado por el obispo de Palencia Don Juan Rodríguez de Fonseca, Hernando de La Vega, hombre prudente y sabio; Luis Zapata, de iguales dones y que era conocido como el Rey Chequito, por la influencia que tenía en la Corte; el licenciado Moxica, el doctor Palacios Rubio, jurista ilustre y consejero de la Corte; y el licenciado Sosa, consejero perpetuo.  También convocó El Rey, a los frailes Tomás Duran, Pedro de Cobarubias y Matías de Paz, sabios teólogos, catedráticos de Salamanca.

La primera reunión de este Consejo extraordinario se efectuó en Burgos, y hasta allí se fue Montesinos, para ver de participar. Más otra vez los esbirros se lo impedían. Entonces fue en busca de Alfonso de Espinal, que ya estaba en Burgos con todas las prerrogativas. Fue al Convento que los franciscos tiene en esa ciudad y le halló en la puerta, en momentos en que salía para el Consejo; allí mismo lo sermoneó con todas sus artes y conocimiento de la cuestión que se iba a resolver. Al principio, el buen sacerdote se oponía y no quería escucharlo, pero Montesinos estaba preparado para convencerlo. Solo él, en aquellas circunstancias podía lograrlo. Lo tomó fuertemente por el brazo y lo inmovilizó para que lo escuchase, y le recito desde la A hasta la Z, el Memorial que habia entregado al Rey. y le dijo hasta del mal de que iba a morir.
 
 Le  contó  sobre el memorial que le trajo al Rey, le habló de los crímenes, torturas, vejaciones, que cometía los esclavistas, y se los enumeró uno por uno, y le dijo:
-Si vos compartís esos delitos  también compartirás el infierno; y el peor es el que  llevarás aquí en la tierra, cuando se conozcan todos los crímenes que se cometen contra esas criaturas inocentes. Vos no podéis ser cómplice de tantos crímenes contra Jesús, bendito sea su santo nombre. Vos estudiásteis para hacer el bien, para sacrificaros, para no pecar, para trasformar el odio en amor, para llevar la paz, para no padecer de codicia. Pero ¿Qué vais a hacer con vuestra vida? ¿Y peor aun, con vuestra alma? ¿Es que no podéis entenderlo? ¿Qué clase de hombre sois?.

En el corazón del buen padre operó la maravilla del Espíritu Santo, y entre sollozos respondió

–Padre sea por amor de Dios, la caridad que me hace, de iluminarme en todo esto, decidme, ¿Qué debo hacer para enmendar mi culpa,  mi ignorancia, o tal vez mi vanidad y soberbia?. 

Hermano, si sois sincero, que Dios os perdone, y yo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, os absuelvo de todos los pecados que habéis cometido, pero en adelante no peques más, y apartaos de los malvados, abriga en vuestro corazón solo amor. Dios tiene paciencia y perdona. Yo os ayudaré a salir de esta emboscada que os ha tendido el Maligno. Busca en tu vida material la senda del dolor y el sacrificio, el amor al prójimo,  como nos enseñó Jesús, bendito sea su santo nombre: entre los pobres, los que sufren, los que lloran, los que no tiene nada, los enfermos, los afligidos, los indiecitos de La Española, que esa es la senda en la cual  encontrarás la paz y el auxilio  para tu espíritu. Solo tienes que arrepentirte y apartarte de la maldad, no permitas que otra vez os utilicen aunque en ello vaya vuestra vida. Id en paz.

Desde ese día Montesinos contó con la devoción del franciscano, que lo amó tiernamente como era de su natural temperamento;  tenía acceso al Consejo y precisamente allí fue su mejor aliado, pues le informaba de cada y como iban los acontecimientos, y él  los manejaba por los hilillos que le dejaban.

Cuando el Consejo de Burgos aprobó la Ley, que fue la primera de Indias, el de Espinal voló en solicitud de Antón, y le dijo: -Hermano, habéis obtenido un triunfo inigualable, el mismo Rey Fernando, dijo que esa ley os pertenecía, que aspiraba que hiciese mucho bien para sus súbditos del Nuevo Mundo. 
Antón, no respondió inmediatamente, se arrodilló y oró largo rato, tomado de la mano de Alfonso de Espinal, que respetuosamente lo acompañó en sus oraciones, y ambos dieron gracias y alabanzas al Señor. Luego Antón dijo: -

Es cierto que merezco ese reconocimiento, pero si mi superior no me hubiese enviado y fortalecido con sus enseñanzas y ejemplo, no lo hubiese logrado. Esto es el resultado de un trabajo comunitario que no me pertenece ni puede pertenecerme. Vos también  tenéis buena parte de ese triunfo de la virtud. Allí estuviste vigilante, participando activamente en las deliberaciones y en la aprobación definitiva de esas reglas. Ahora decidme ¿cuales son los aspectos que se trataron y aprobaron?

No puedo repetir todo el texto de la Ley, ya se verá publicada, pero si os puedo  informar sobre algunos aspectos, tratados y aprobados. Por ejemplo, se aceptó que los indios son libres y deben ser instruidos en la fe;  que su trabajo debe ser remunerado y de tal naturaleza, que no atente contra la dignidad de su persona, que deben trabajar en condiciones justas; que el salario sea suficiente; que se les respete el descanso semanal. Ya las estudiaréis, os procuraré una copia de la Cédula Real que la promulgará, para que hagáis las observaciones que quisiéredes.  

Las leyes de Burgos abrieron el camino para otras leyes, cada vez mas acertadas; el Consejo trabajó desde entonces, incasablemente.  A ese movimiento se le conoce  como Capítulo  de Pedro de Córdoba, y a Montesinos y demás de su Orden, como Los Cruzados de Pedro de Córdoba.

Así comenzó  la gran batalla de aquellos dominicos, que avanzaron en nombre de Jesús, bendito sea su santo nombre. No pocos obstáculos se presentaron para iluminar  el corazón del Imperio, pero con el desarrollo de una actividad permanente, el sacrificio y las oraciones, contra todo un poder constituido, la codicia, los intereses creados, se logró el tesoro inextinguible de las Leyes de Indias.   

Montesinos regresó a Santo Domingo; Pedro recibió de sus manos, las leyes de Burgos, y no se conformó con ellas, aunque le pareció un paso gigantesco, y sobre todo admiró  y bendijo el trabajo de su comisionado, y también justificó al bueno de Alfonso de Espinal, por su arrepentimiento y su actitud valiente en defensa de los indios.  Desde entonces los dominicos y los franciscanos trabajaron juntos en la cruzada evangelizadora.

Las leyes no surtieron el efecto que se esperaba. No mejoró en nada la condición de los indígenas. Los encomenderos procuraron y lograron burlarse de ellas, pese a que algunos fueron a la cárcel, casi de inmediato fueron puestos en libertad por los jueces, la mayor parte comprometidos en el tráfico de esclavos y en la explotación de las minas. Luego  aquellos que fueron enjuiciados arremetieron y se vengaron de la persecución de la justicia, en los mismos esclavos y con más saña. Se aprovecharon de las rendijas que les dejaba la ley.

Pedro no lo pensó más, decidió irse a La Corte, además tenía que responder al Provincial de su Orden, sobre la inquisición formulada en su misiva.   Así fue como partió para España en 1512. Se trasladó al puerto de Isabela, donde había un galeón a punto de partir. La jornada entre Santo Domingo e Isabela, fue larga y peligrosa. Se fue con algunos compañeros, salió de madrugada a pie, porque no había otra forma de ir hasta aquel puerto.  Durante cuatro días caminó por parajes inhóspitos, dormían poco y al descampado, se alimentaban con algunas cosillas que encontraban en el camino, sobre todo frutos silvestres que ya conocían, porque no quisieron llevar absolutamente nada de sus viandas habituales, que les impidieran ir rápido y libremente,  y también contaban  con  muchas cosas de los naturales que los trataban con simpatía, como si supiesen a lo que iba aquel apóstol que sufría por ellos.   En ningún momento hubo nada que lamentar del trato de los indios. Llegaron a  Isabela y la encontraron en peores condiciones, totalmente destruida por los vientos,  desde la vez anterior estaba abandonada; pero allí estaba el galeón, el más hermoso que jamás habían visto. Un barco de guerra bien guarnecido, el “Ramón Berenguer” de de cien cañones y un velamen desplegado, demasiado grade pero hermoso; especialmente hacia el palo mayor y los trinquetes, por donde flotaban las velas infladas por el fuerte viento. Ese detalle no le pareció bien a Pedro,  pero en lo demás era cuasipefecto, le recordó entonces al barco portugués Santa Catherine do Monte SINAI, en el cual hizo un viaje desde Barcelona, siendo estudiante.
El capitán del galeón los recibió con alegría, ya sabía de quien se trataba, y desde que supo que Pedro lo acompañaría en aquella travesía, no había dejado de soñar, y le dijo –Padre lo esperaba con ansiedad, he oído mucho de Ud., pero mi primera impresión es superior a lo que imaginé-. Se arrodilló y le pidió humildemente su bendición, y agrego – Si creéis que la merezco porque soy un pecador-.

Hermano, yo soy quien debe pediros la bendición en nombre del Señor, que todo lo hace posible y vos sois  su instrumento, porque lo lleváis en el corazón. Se que estáis limpio de pecado. Vuestro espíritu respira la alegría de la paz de Jesús, bendito sea su santo nombre. Dios os bendiga y que conservéis  la paz, con pureza de alma, y vuestra alegría,  por siempre, amen. El Capitán permanecía de rodillas, Pedro puso sus manos sobre su cabeza y oro unos instantes. Luego los dos se abrazaron como viejos amigos y conversaron largo rato de las cosas de la vida y del mar. Una simpatía mutua se recreaba en aquellos dos seres.

Aun pasamos en La Isabela diez días fondeados, haciendo algunos arreglos y esperando bastimentos negociados con los indígenas, sobre todo casabe, maíz y pescado salado. 

Uno de los viajeros, del mismo pueblo de Pedro, llamado Fernando  se les unió, porque tenia harta experiencia en navegación  y resultó un gran conversador.  Había trabajado en la construcción de grandes navíos en la escuela de Sagres, bajo la protección del Rey  Don Juan II de Portugal,  llamado el Príncipe Perfecto, en cuyas expediciones, por la costa  occidental de África, había participado.

 El día de la partida desde el puerto de Isabela,  nos reunimos en la cabina del Capitán, y después de acordarnos en varios asuntos despegamos a las seis de la mañana,  del día de Reyes, 5 de enero de 1512. Seguiríamos las cartas  del Almirante del Mar Océano,  que Dios guarde en la gloria, buscando la isla de La Trinidad, donde deberíamos surgir para tomar otras provisiones que harían falta, y así lo hicimos. Tomamos dos días en puerto Colón, donde admitimos seis pasajeros, personas importantes que viajaban a España.  El día1 6  salimos para las Islas Canarias, al puerto de Las Palmas,  donde surgimos el 15 de febrero.  Negros nubarrones anunciaban tormenta,  pero no era lo que podía detenernos, así que continuamos el viaje. El Capitán,  nos pidió que rezáramos, porque el peligro nos acechaba, los vientos alisios son traicioneros- había dicho- No tengo temor de mi porque creo que mi alma esta  limpia, no tengo deudas con nadie, y agora me siento  mejor a vuestro lado, siento muy cerca de mi al Señor.  Pedro respondió –Lo mismo me pasa a mí   a vuestro lado, me siento muy cerca del Señor. Vos tenéis un alma pura, soy templo de Jesús, bendito sea su santo nombre,  me fortalece estar a vuestro lado. Sin embargo el proveerá lo mejor para nosotros. Confiemos en El y que se haga su santa voluntad.

Como lo presentía el capitán, al atardecer del tercer día de navegación,   estando aun cerca de las islas  Canarias, comenzó a soplar el alisio, con tanta fuerza que nos obligó a recoger las velas. En esta acción tuvimos que colaborar todos, tripulantes y pasajeros. Había que bracear las vergas y largar las culebras de las bonetas mayores, y sucedió lo que nadie podía imaginar ni esperar, una de las vergas se desplomó y dio con Gabriel, y le partió la cabeza. No pudimos parar para socorrerlo, y además de que había muchos inocentes en peligro, no había nada que hacer, estaba herido de muerte. Cuando hubo amainado la tormenta, estaba en mis brazos y le daba los últimos auxilios espirituales. Los marineros lloraban  cada uno en su puesto, entendiendo que esto quería su ídolo. El sabía de seguro que se moría y por ello ordenó a su segundo oficial, como era su deseo, que Fernando condujese el barco hasta Barcelona, y que su cuerpo fuese llevado a tierra y se le diese cristiana sepultura, como mandan los cánones; más no se pudo hacer y tuvimos que arrojarlo al mar porque no se corrompiera, no sin la consternación de todos.


El 25 llegamos al Puerto de Barcelona, donde nos esperaba una comitiva de la empresa naviera. El puerto queda en la  desembocadura de “Las Ramblas”, que es un lecho grande de arenas por donde pasan las aguas de  lluvia de la gran ciudad.  Salidos del barco, Pedro  fue directamente  a la iglesia de Santa Catherine, que es la de su Orden,  donde tenía amigos. Esta Iglesia, bastante modesta, queda cerca de la Catedral,  fuera de sus extendidas murallas. Habíamos subido Las Ramblas,  caminamos casi toda  la calle Hospital,  bordeamos la muralla, unas callejuelas que dan a la Plaza Nueva, y llegamos a la iglesia. Me despedí y el se quedó  varios días preparando su viaje para Castilla.

Supe luego que salió a pie de Barcelona, Reino de Aragón, y no había caminado mucho de la vía a  Zaragoza, tomando la ruta de Sitges, pasando por Villanova, Tarragona, Lleida y Huesca, cuando unos arrieros lo invitaron a que los acompañase.

Subió a una de esas carretas con quien debía ser el jefe de la caravana, y trabó con este hombre  una amistad, que más bien parecía que se conocían desde muy pequeños, tal eran los abrazos que se daban y mutuamente se regocijaban, para admiración de los caravaneros, porque a según, y que este hombre era un ogro.

Manso como un cordero resultó este Don Manuel de Osorio, que era su nombre, y que le dijo a Pedro –Mire oste, Santo Padre, yo hasta hoy es la primera vez que trato a un cura, siempre recelé, me he alejado d’ellos,  pero si son como vos, ya mismo  voy a buscar a dos o tres  para quererlos  como si jueran mis hijos, que nunca tuve, porque tampoco me he arrimado a mujer en toda mi vida. Soy una bestia,  padre, y tal vez no encuentre perdón mi alma. Creo que Dios me aborrece, no por ser tan malo, sino porque nunca he tenido cariño para nadie.

Pedro lloró ante aquella confesión franca y tan íntima. Después de un rato, mirándole a los ojos,  le dijo: Manuel, hermano, derrama ese corazón que llevas y que esta lleno de bondad. Te acostumbraste a ser duro, porque ese es tu trabajo, es así de duro, como las rocas; pero Jesús, bendito sea su santo nombre,  te ama tanto que me ha puesto a mí, indigno y pequeño, para que lo abra. Vamos a hacerlo los dos, llamemos a toda esta gente que esta bajo tu mando, y alegrémonos con ellos. Vamos a darle una fiesta al espíritu, que corra el vino y las palabras, y que los corazones sientan  que están con un hermano mayor, que los protege y cuida. E así lo hicieron en el pueblo de Sitges, en un cobertizo que había en el camino. Manuel con grandes voces, convocó  a la fiesta en honor de Pedro. Los arrieros estaban sorprendidos, y cuando vieron a Manuel que sacaba los cueros de vino, y llamó a unos jóvenes músicos, que iban con ellos, para que animaran la fiesta, todos se alegraron tanto que olvidaron sus prevenciones contra su amo. Pedro entonces los reunió y les habló,  muy,  pero muy pausadamente.

Hermanos escuchadme. Os voy a contar un cuento que   me se de niño, y que sirve para esta ocasión… Había una vez un hombre muy rudo, casado con una bella doncella, tímida y callada. El la amaba en silencio y ella se sentía desdichada. Pasaron muchos años, hasta que un día  ella enfermó gravemente, y el hombre lo dejó todo por atenderla, y cuando la vio a punto de morir, le dijo: Maria, no te mueras, porque si mueres yo moriré contigo. Ella extrañada, le preguntó: ¿Por qué vas a morir si yo muero?  Y él, entonces  le dijo: Porque mi amor es tan grande que mi corazón estallaría.  Ella, asombrada, le recriminó: Entonces  ¿Tú  me amas?  y ¿Por qué nunca me lo has dicho…? Ella también le confesó su amor silencioso. María se curó y los dos se amaron por muchos años.
Entre ustedes solo falta que se digan cuanto se aman los unos a los otros. Háganlo, serán muy felices y podrán soportar las durezas del trabajo. Pídanle al Padre Eterno que les de la sabiduría y la paz, oren unos por los otros, y escuchen la palabra de Jesús, bendito sea su santo nombre, que les habla a vuestros corazones y los inflama de amor.
Cuando Pedro terminó de hablar todos estaban llorando, pero en sus corazones latía santa alegría. Pedro levantó los brazos y los invitó:  ¡Ale ale!... Ahora vamos a celebrar, el vino es un buen medio para comulgar y acercarnos.

Cuando llegó la hora de marcharse, tuvo que hacer un gran esfuerzo para despedirse de los carabaneros, y Manuel le dijo: -Amigo, que daño me haces con tu partida, tengo el corazón a punto de estallar, a lo mejor  muero,  pero muero muy feliz.  Que tu Dios te acompañe, y tengas la paz que nos dejas, donde quiera que estés.





Llegó a Burgos el 10 de marzo, por la vía de Logroño, e allí le informaron que el Rey estaba en Valladolid.  Se quedó  varios días recabando información sobre el trabajo del Consejo y de sus miembros, por ver si alguna de aquellas personalidades le podía ayudar en su misión, pero todos habían partido con la Corte. De Burgos salió  a pie, porque no pudo encontrar otro medio, y a él le complacía caminar.  Sin embargo en el camino siempre encontraba gente amable que lo invitaba a cabalgar con ellos o montar en sus carretas; así llegó a las puertas del Palacio Provincial  en Valladolid a las 6 de la mañana del día 19,  y ya se sabía que venía, porque de inmediato le dejaron entrar.  Lo condujeron al comedor y le brindaron un buen desayuno, un trozo de pan con queso manchego y un tarro de leche de cabra. Luego  van  al salón, donde Pedro, como era su costumbre, se mantuvo bastante rato de pie,  hasta que vio un crucifijo en un altarcillo con reclinatorio, muy bien dispuesto. Allí cayó de rodillas, oro y sumióse en profunda meditación y  adoración del Señor, sin percatarse del tiempo. Había trascurrido más o menos una hora, cuando escuchó a su lado una tocesilla, se incorporó  presto para ver de donde venía, y se encontró cara a cara con fray García de Loaiza, Cardenal Presidente del Consejo de Indias, y con fray Agulatín de Funes, Provincial de la Orden Dominica en España.  Pedro se acercó preferentemente al Cardenal, se arrodilló según su costumbre y esperó que le hablase. El Cardenal le dijo dulcemente –Hace mucho tiempo  que espero veros, hijo mío; pero venid, no quise  interrumpir  vuestro  diálogo con el Santísimo, se que es vuestro consuelo; y también se que os escucha. He oído muchas cosas vuestras y todas son admirables a los ojos de Dios. Venid, acompañadnos, caminemos un poco y hablemos. En este salón  hay demasiados oídos. Todos espían nuestros pasos, debes tener mucho cuidado con lo que haces y dices.

Que alegría me da oírlo hablar así, Santo Padre –dijo Pedro, con manifiesta complicidad-   sin embargo lo único que me preocupa cuidar, y es lo que temo perder, es mi alma; pero también considero y creo, que mi Señor  Jesús, bendito sea su santo nombre, la tiene muy protegida. Usted si tiene que cuidarse, porque es el Pastor de un numeroso  rebaño, y si el Pastor se pierde, se pierde el rebaño.

El Cardenal insistió y dijo – Bien, Pedro, contadnos ¿Por qué os persiguen en la Española? –
Los tres dignatarios se detuvieron en  un jardincillo,  cerrado de   parrales, y se acomodaron en un banquillo de madera labrada bastante cómodo para los tres. -Pedro, les pidió que lo perdonaran si el relato  se hacía  largo y tedioso; pero os lo voy a referir con todos los detalles.  Entonces les contó con pelos y señales, todo lo que sucedía en el Nuevo Mundo, y sobre todo lo que había visto y oído desde que llegó a La Española; y las denuncias que se había visto obligado a hacer por no parecer cómplice de tantos crímenes.

Díjoles-   cuando llegaron nuestros hermanos a la Española, había cinco provincias ordenadas y densamente pobladas; con sus familias  y gobernantes, que son los que llaman Caciques. Hoy todo ha desaparecido. Había una provincia que ahora se llama La Vega, que se extiende de Norte  a Sur, que conozco muy bien por que la he recorrido dos veces. Ocupa diez leguas  españolas, tiene altas montañas y ríos navegables como el Ebro, Duero o Guadalquivir, es la  provincia o reino del cacique Guarionex, de quien seguramente habéis oído hablar por su riqueza; es fama que tenía una servidumbre de diez y seis mil hombres en la sola provincia del Cibao, donde están las minas de oro mas ricas que puedan imaginar. Este Rey ordenó a cada uno de sus súbditos  llenar de oro un cuenco hecho de cuero de cascabel para obsequiar a su Alteza Real, a condición de que no  obligaran  a su pueblo a buscar mas oro porque no sabían hacerlo en las minas; que su pueblo si podía trabajar labranzas desde Isabela hasta Santo Domingo, si se lo mandase su Alteza Real. No fue escuchado, fue perseguido hasta la provincia de Ciguayo, donde mataron a sus defensores, lo tomaron prisionero y lo enviaron a Castilla con una gran carga de oro que se perdió en el mar, junto con sus captores.   

Aquellos dos hombres lloraban, sus lagrimas corrían libremente, pero el Cardenal le dijo a Pedro –Continúa hijo mío, sabes que soy un viejo  muy tonto-    Y Pedro continuó… En otra parte de la Española, esta una provincia que dimos en llamar Puerto Real, lindando con La Vega o Cibao, que fue totalmente destruida; era el territorio del cacique  Guacanagarí, Provincia de Marién, con más superficie que le Reino  de Portugal. Los señores de esta tierra eran harto ricos; los conozco, traté mucho con ellos. El cacique fue quien recibió al Almirante Cristóbal Colón, y lo colmó de presentes  y atenciones, en su primer viaje en 1492,  y el premio que se le dio fue la persecución más infame y odiosa que imaginarse pueda;  para  su familia, todo su pueblo y con toda saña, para él. El cacique se internó en las montañas y allí murió. ¡Solo Dios sabe como!

El Cardenal se llevó las manos al rostro  y exclamó: ¡Apiádate de mi  Santo Padre, no soporto más oír tantas crueldades. ¡¿Es posible que el hombre sea capaz de tanta crueldad, sin ningún motivo?!
  
  Señor. Creo que vuestra excelencia conoce  la historia  de Canoabo, porque se han contado tantas versiones temerarias y complacientes, acerca de su muerte. El cacique era de la provincia  de Maguana, que sirvió al reino más y mejor  que ningún otro súbdito en aquellas provincias ultramarinas. Lo tomaron preso y lo encadenaron en uno de seis navíos que se perdieron en medio de terrible tormenta, frente al puerto de santo Domingo.  Luego persiguieron y mataron a sus cuatro hermanos, para que no quedaran testigos. Y del cacique  Behechio  y su hermana la hermosa princesa Anacaona, del reino de Xaraguá, que junto con otros personajes de su Corte, fueron perseguidos sin ningún motivo, apresados y encadenados. Luego los encerraron en una casa grande y le prendieron fuego, menos a la bella princesa que ajusticiaron en medio de torturas espantosas y burlas inenarrables. La ahorcaron junto a su madre la anciana reina  Higuanama,  de la provincia de Higuey. ¡Oh Señor!, yo vi exterminar a estos pueblos. Lo que os relato es una visión sutil de lo que verdaderamente está ocurriendo.

El Cardenal  lo escuchaba con el corazón a punto de estallarle, pero  lo alentó a continuar en su cruzada, mas le dijo: -Hijo mío, en esto te va la vida, vais a luchar no solo contra esos criminales, sino contra  sus intereses, que valen para ellos más que sus propias vidas y sus ánimas. Vais a luchar contra la distancia, que creo es vuestro peor enemigo, pues se de cierto, que el Católico, os escuchará cuantas veces quisiéredes, y tratará de ponerle remedio, pero sus órdenes no serán oídas, ni acatadas o serán  burladas con sutiles artimañas.

Pedro lo escuchó con devoción, y sus lágrimas corrían por sus mejillas por comprender lo imposible de aplacar los crímenes que se cometían y continuarían cometiéndose con aquellos pobrecillos indefensos, que ya quería y amaba como si fueran sus verdaderos hijos. Entonces recordaba sus ojillos llenos de espanto y no sabía que podía hacer; pero volvería a procurar de hacerlo. Cristo, bendito sea su santo nombre,  debería ver por él y darle el valor y la sabiduría necesarias para proceder mas conforme con su misión.

Vi a Pedro tantas veces arrodillado ante el Santísimo, pidiéndole a la Virgen Purísima, nuestra Santa Madre, que intercediera ante el Padre Eterno, en nombre de su hijo Jesús Cristo,  para que le diera el valor y la inteligencia necesaria para afrontar su compromiso con los más débiles. Entonces lloraba mansamente durante días y noches enteras. Mortificaba su cuerpo hasta que iban a sacarlo y alimentarlo, porque caía sin sentido.

En Valladolid le informaron sobre las peripecias de Montesinos, y esa fue una de sus pocas alegrías que celebró con una sonrisa y una oración.   De las leyes aprobadas para favorecer a los indígenas de toda la América Española, lo que Pedro agradeció, por el esfuerzo que significaba y el destino provisor que de ello se derivaría  para el futuro, y pese a todo  lo que continuaría en esta generación. Sin embargo la lucha de él apenas comenzaba, y ya iba a formular objeciones a esas leyes para perfeccionarlas.  No había quedado conforme porque había muchas maneras de violarlas dentro de la legitimidad porque no señalaban castigos para los infractores, mas bien se les respetan sus privilegios, y decidió planteárselos al Monarca, para ponerlo al tanto de sus preocupaciones, y así se lo manifestó al Cardenal, por lo cual pidió con respeto y acatamiento, el permiso necesario y la solicitud de una audiencia con El Católico.

La audiencia se le concedió inmediatamente, no solo por lo importante del asunto, sino que el Rey deseaba conocerlo. Y  fue ante él, solo con su gran amor en el corazón, con el mismo vestido que trajo para el camino. Se detuvo frente al portero del Palacio, y le dijo tan solo: -Hijo mío, Don Fernando me espera, anda y dile que Pedro está aquí. El portero sorprendido, lo miró de  abajo arriba, sonrió, y no se movió. Pedro se hizo el desentendido, sacó la carta del Rey y se la entregó. El hombre entre incrédulo y curioso, vio la carta de la audiencia, se encogió de hombros y le dijo: ¿Pues ve, si os reciben con esa facha. Que el diablo me coja!

Así mismo se presentó ante Fernando, cubierto con el polvo de tantas jornadas; pero el Rey, que Dios bendiga, no se fijó en eso, sino en los ojos de Pedro, porque casi lo esperaba y cuando supo que era llegado, mandó luego que lo trajeran  y cuando lo tuvo en su presencia lo tomó de los brazos y lo besó en las mejillas como a un viejo  amigo. Pedro se arrodilló para dar gracias a Dios que había escuchado sus plegarias y así se manifestaba. De luego el rey le ruega que se ponga de pie y porfía que no debe hacerlo ante él por no ser digno de ello, mas Pedro no lo escuchaba, estaba en intima comunión con Jesús y así lo supo el Rey y aguardó pacientemente que se levantara y saliera de aquel estado de arrobamiento.

Perdonadme Majestad, estoy cansado, y sus lágrimas corrían libremente y también al viejo monarca se le saltaba las lágrimas y su mente, sin saber porque viajaba a su amada Isabel sin saber a que se debía aquel acceso de ternura. Luego más calmado, Pedro  comenzó a explicarle el propósito que lo llevaba. Habló mucho tiempo. Sus palabras taladraban el corazón del Monarca, que escuchaba prendado al espíritu de Cristo, que hablaba por aquella santa boca. Pedro historió desde que fue nombrado y enviado a La Española, habló de las cosas que había conocido y de las que había hecho junto con sus colaboradores; de las maravillas del Nuevo Mundo, de su gente, de sus naciones. El Rey, por saber algo de los indios, le preguntó sobre algo que había escuchado, sobre si los indios eran bárbaros, antropófagos, haraganes, borrachos, y si es verdad que había que darles de comer como a incapaces, y otras consejas que le contaba gente como Lope Conchillos, Fonseca, etc.,  interesados en mantener sus encomiendas y “rescates”. A todo ello respondió Pedro sencillamente: -Esos hombres y sus familias han vivido en sus naciones tantos siglos como nosotros en la nuestra, y nunca necesitaron que fuésemos  a darles de comer. Ahora en cautiverio, pues, si no comen se mueren-.

El Rey no preguntó otra cosa, sino que le demandó  que se hiciese cargo del gobierno de las Indias, como las llamaba, a ver de remediar los males que él no podía hacer.  Mas Pedro se rehusó, y le respondió humildemente: -Alteza, no es de mi profesión meterme en negocios tan arduos, cada uno a su responsabilidad; os suplico  que no me lo mandéis; pero si quiero pediros un gran servicio. -De que se trata-inquirió el Rey.  Quiero proponer algunas modificaciones a las leyes de Burgos, por cuanto no son suficientes para mejorar el trato que se da a los naturales de las Indias, y tampoco son dignas de vuestra Majestad; y creo que Cristo Jesús, bendito sea su santo nombre,  no las tomará por venidas de vos y de vuestra sabiduría, sino impuestas por gente interesada en no modificar el orden establecido con su secuela  de crueldad, especulación y codicia.

Oyolo atónito el Rey; creía  haber hecho todo lo más,  ordenado a sus mejores  consejeros que hiciesen una leyes humanitarias para aquellos pueblos, y venía uno solo que le decía que había mandado mal y así parecía que era. Al Rey le dolió mucho la cabeza aquel día y no pudo entender como soportaba a Pedro, y sin embargo así fue y hasta le dio explicaciones y razones  que a nadie podía dar, ni que lo obligasen. Entonces dijo a Pedro: -Bien, si no son buenas para Cristo, tampoco son buenas para mí y se deben modificar, y así se hará. Convocaré un nuevo Consejo, y vos le explicaréis lo que deseas. El resultado os será consultado y cuando sean buenas, serán promulgadas y si son malas, serán retenidas.

Así fue que el Rey más poderoso del Orbe, convocó en Valladolid, un nuevo Consejo, formado por los anteriores dignatarios que formaron el Consejo de Burgos, ahora reforzados  por otras personas destacadas,  como el licenciado Santiago, Don Juan de Fonseca y los teólogos de Salamanca, fray Tomás de Matienzo y Alonso Bustillo, a los cuales mandó buscar y casi obligolos a asistir y concurrieron muy cumplidos  para escuchar a Pedro, que era la voz del propio Jesús, bendito sea su santo nombre. 

Pedro asistió a esas sesiones como  crítico y consejero, aunque no aparece entre los firmantes de esas leyes. Tampoco se quedó en Palacio, pese a la invitación del Rey, eso no era de su habitual comportamiento. La casa donde se alojó, está muy cerca de Palacio,  pertenece a  una dama muy respetada a quien apodan María La Brava; que se la ofreció la propia dama a Pedro por haber oído del Rey, que era un caballero de gran autoridad, y  persona en si  que fácilmente, quien quiera que lo veía, hablaba y oía conocía morar Dios en él  y tener dentro de si  adoramiento y ejercicio de santidad y que él, el Rey, concibió grandísima estima y tractábalo como santo.

Las leyes de Valladolid,  después de amplias discusiones con la intervención de juristas y teólogos,  fueron firmadas por Tomás de Matienzo, Alonso de Bustillos, Lic. Santiago y Dr. Palacios Rubio. Pedro se sintió burlado, pero se conformó con la inclusión de algunas reglas a pesar de saber que eran insuficientes, y que le aguardaba una larga lucha y no pararía de hacerla en toda su vida.

Pedro se quedó en Valladolid un tiempo más y trabó muy buenas relaciones  con el Rey, de tal suerte que enviaban de la Corte a por el,   y el Rey le consultaba en cosas familiares que debía decidir, e inclusive de política que a veces se veía obligado a  suscribir y aplicar. También porfiaba casi siempre, que Pedro debía aceptar el gobierno de las Indias, hasta que un día Pedro le dijo: _Alteza, he pensado  en un modo de volver a las Indias-  El Rey entusiasmado  apremió -Muy bien… os escucho. –Quiero ir a tierra firme en parte donde españoles no vayan. Solo con la cruz de Cristo y unos pocos misioneros para evangelizar a los indios en la paz de Cristo, porque ya en La Española, el mal ha crecido tato que no se podrá erradicar, sino a un costo muy alto, y Alteza, no podréis aplacarlo con leyes, ni por la fuerza. Pero un proyecto nuevo, con misioneros honrados y trabajadores, así lo quiero, si vos me lo ordenáis. 
Fernando que había soñado con aquella idea, y que días antes, el 14 de mayo  de 1513, había consultado  con sus consejeros sobre la posibilidad de mandar  a Tierra firme,  una expedición para iniciar la colonización de aquellas provincias; y  ¡Dios bendito!  El propio Pedro, a quien tanto amaba, se lo pedía ¿Qué más podía desear?. Le dijo –Os lo prometo, iréis este mismo año a tierra firme, con todo lo que queráis. Hacedme de inmediato un memorial detallado de lo que necesitéis, y ya esta concedido. Seréis mi representante en tierra firme lo que ordenéis lo manda el Rey, lo que neguéis lo niega el Rey.

La noticia corrió  como pólvora encendida por los corrediles del palacio;  no se hababa de otra cosa. Aquellos que antes se atrevían contra él, fueron los más sumisos y sus mejores consejeros. Desde ese momento, Pedro fue asediado por decenas  de personas interesadas en el proyecto, no le dejaron descanso. Para el 10 de junio salieron los primeros despachos reales: dos cédulas  dirigidas a los oficiales de la Casa de la Contratación de las Indias en Sevilla, y otra para el Dr. Sancho de Matienzo, tesorero de la dicha casa, para que se le diera pasaje y mantenimiento vía  La Española, a fray Pedro de Córdoba y 15 frailes más, que le acompañan, y así mismo lo proveáis a su contentamiento de lo contenido en el  memorial que os presentará, y así me serviréis.  

Pedro se trasladó a Sevilla con su comitiva, presentó las catas credenciales a los oficiales y al Dr. Sancho de Matienzo, que de inmediato le dio cabida y procedió con la mayor diligencia, según la orden  de su Majestad, en preparación de la expedición. Se gastaron, según Don Sancho más de 400 mil maravedíes; se ofrecieron y fueron contratados los mejores artesanos del Imperio no se regateó en el matalotaje ni bagatelas, sino que todo se adquirió en abundancia en especial las imágenes de la Virgen y del Crucificado, y para la construcción de iglesias y todo lo relacionado con la albañilería fue de primera importancia los ladrillos, ornamentos,  clavos, las herramientas,  todo ello según proyectos de los arquitectos y matemáticos del reino, supervisado personalmente por Pedro. El 14 de junio todo estaba preparado  en Sevilla,  un buen navío de 150 toneladas, bien equipado, con 50 tripulantes y 150 pasajeros. Pocos días después partieron para la Española.

Pedro daba la misa en la cubierta del navío todos los días a las 7   de la mañana, la buena noticia era el principal alimento  esperado por todos a bordo, la paz de Pedro  confortaba a los viajeros, la mayor parte asustados ante la inmensidad del océano. Muchos se le acercaban para buscar  alivio a sus tormentos y frustraciones y de verdad lo encontraban. Pedro se recostaba luego  en la cuaderna y allí lo rodeaban, él confesaba y daba la paz de su palabra. Les contaba anécdotas de los santos y parábolas nuevas, que servía de modelo para sus vidas. Cierta vez, Pedro decía, que los hombres inventaban nuevas religiones, creaban sectas, nuevos credos, muchas muy bellas y bien intencionadas, pero que esos modos de amar a Dios, eran simples sustituciones de la verdadera iglesia de Cristo.  La iglesia instituida es la católica, y ahora tiene 1500 años estudiando la mejor manera  de amar a Dios. Los doctores de la iglesia se han esmerado en perfeccionar el acto amatorio que debemos al Creador. No es fácil llegar a Dios, ni siquiera dentro de la liturgia católica, entonces ¿Cómo será dentro de estas sustituciones imperfectas? Si no creemos en los sacerdotes católicos que pasan la vida estudiando la forma  de acercarse a Dios, ¿Cómo lo pueden lograr otras formas menos perfectas? La filosofía ha ido avanzando y dispersándose mediante el sistema de las sustituciones del tronco común del conocimiento  de Dios, en ramas que a la vez también se han dividido  y el hombre se pierde entre tantas ramas diversas, aunque tengan una meta común.

Uno del los viajeros le dijo: Padre creo que he perdido todos estos años de mi vida. Siempre he estado buscando e investigando, leyendo todo cuanto ha caído en mis manos, y ahora me doy cuenta de mi necedad ¿Como puedo mejorar lo que la Iglesia  ha tejido en tantos años?   Gracias padre,  nunca pensé encontrar tan cerca el tesoro que buscaba y me libera.

40 días después, sorteando algunos contratiempos, llegamos al  puerto de Santo Domingo, en La Española. Las autoridades, de la isla el lic. Marcelo de Villalobos y Juan Ortiz de Matienzo, el Vicario Domingo de Mendoza y los dominicos: Montesinos, Betanzos, Tomas de Ortiz, y los franciscanos Alfonso de Espinal y Francisco de Córdoba, nos esperaban en el puerto. Pedro entregó las cartas  reales y pidió que lo condujeran a presencia del Almirante Diego Colón, para entregarle personalmente los despachos y la carta del católico. Y así  fue conducido ante él, y le entregó la carta y los despachos reales, en los que se daba cuenta de la misión que se le había encomendado.

Don Diego se mostró muy preocupado, y le dijo a Pedro: -Padre, sabéis a lo que os exponéis, en ello os va la vida.  Vos no conocéis esas tierras ni esas gentes. Se que no teméis, pero, atended un ruego de esta persona que os ama, tomad las precauciones necesarias. Deseo que llevéis una escolta. No me sobran hombres, sin embargo puedo disponer  de por lo menos 10 hombres diestros en el trato con los indios.   Están a vuestras órdenes.

¡No  Alteza!, solo necesito un hombre o mujer que sirva de intérprete. No quiero hombres armados a mi lado, solo las cosas sagradas son imprescindibles,  y los bastimentos que están en el navío. Necesito una orden vuestra para cargar  casabi  en la Isla de la Mona, lo demás lo tenemos en abundancia. Mas vos tenéis razón  en cuanto a las precauciones que debo tomar, y mientras preparamos la expedición definitiva para asentarnos en un buen lugar en la tierra firme, las tomaremos, no tengáis cuidado; enviaremos exploradores, para ver donde pararemos. Todo saldrá bien.

Pedro hizo tres expediciones para fundar las misiones de Cumaná y Santa Fe, las primeras de la tierra firme del Nuevo Mundo, a  las cuales dedicó su vida.  Su enviado Fray Francisco Fernández de Córdoba, dio la primera misa en tierra firme. Pedro introdujo la  palabra de Dios a la tierra  firme del  Continente Americano.

Fr. Pedro de Córdoba murió en Santo Domingo el 4 de mayo de 1521, víspera entonces, de la festividad de Santa Catherina de Siena.


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