viernes, 14 de octubre de 2016

LA CUMANÁ ETERNA

RAMÓN BADARACCO





LA CUMANÁ ETERNA de RAMÓN DAVID LEÓN

Con su charla, dictada en la Casa “Andrés Eloy Blanco” de Cumaná, el 23 de febrero de 1967


CUMANÁ 2013








Autor: Ramón Badaracco
LIBRO: LA CUMANÁ ETERNA DE RAMÓN DAVID LEÓN
Copyright Ramón Badaracco.  2012
Primera edición 2009
Correo y cel.
Cronista40@hotmail.com 0416-8114374
Derechos reservados.
Diseño de la cubierta R. B.
Ilustración de la cubierta R. B.
Depósito legal
Impreso en Cumaná








PERFIL DE RAMÓN DAVID LEÓN MADRIZ.


Un verdadero gigante de la literatura venezolana. Reconocido por antonomasia como el inmortal autor de la letra del Himno del Estado Sucre, que me honró con su amistad desde que trabajé como reportero en el diario La Esfera, hasta su muerte; la letra del Himno que escuchamos con devoción casi todos los días, es como un clarín con su nombre.
Nació en Cumaná, su tierruca, como la llamaba: hijo del Dr. Oscar León de La Guerra, y doña Dolores Madrid Otero, y se educó en Cumaná, fue alumno aventajado del Colegio Nacional, pero se graduó de bachiller en Maracaibo, en el Colegio “Venezuela”, bajo la rectoría del gran maestro Don Francisco Esparza.

En resumen, Ramón David, sobresaliente escritor y poeta,  de notable inteligencia, de la misma generación de Andrés Eloy Blanco, José Antonio Ramos Sucre, Humberto Guevara y Cruz María Salmerón Acosta; trabajador y estudioso incansable,  se inició muy joven en el periodismo, se unió en Cumaná, con su gran amigo el culto abogado Antonio Machado, con el cual funda su revista “Pluma y Tinta”, en la cual publicó su novela “Chiquita”; también juntos publicaron el semanario “El Satiricón”, con el adjunto del cual quedó una colección que debe estar en la biblioteca del Dr. José Mercedes Gómez, a quien se la cedió el señor Aquiles Machado, que la heredó de su padre. Luego en 1908, Ramón David, fundó con mi padre Marco Tulio Badaracco Bermúdez “El Heraldo Oriental”, que se imprimió en la imprenta de su tío Don Federico Madriz Otero, como una continuación del semanario “La Constitución”, de cuyas ediciones  conservo algunos ejemplares de la hemeroteca de mi padre; y  luego juntos adquirieron una imprenta, en la cual mi padre publicó sus bisemanarios “El Disco” y el “El Sucre”, desde 1923 hasta 1937, de los cuales también guardo las colecciones que dejó mi padre.
En sus talleres trabajó y aprendió el arte que lo marcaría para toda la vida, la imprenta de su tío Federico Madriz Otero, donde por cierto se iniciaron gran parte de los más famosos periodistas de Venezuela, formados en aquella época y que luego triunfaron en  Caracas; porque allí trabajaron y aprendieron su oficio: Enrique Otero Vizcarrondo, su primo; el excelso poeta Andrés Mata, el Dr. Luis Teófilo Núñez y el poeta José María Milá de La Roca Díaz;  todos bajo la rectoría de Domingo y Marco Tulio Badaracco Bermúdez, comunidad intelectual que tuvo tanta influencia en Cumaná y en toda Venezuela, fundadores del diarismo caraqueño, con los periódicos nacionales: El Universal, Las Esfera y  El Nacional.
Esa generación de periodistas nace tras los tipos, donde comparten con mi padre Marco Tulio Badaracco Bermúdez y el Dr Domingo Badaracco Bermúdez, en los semanarios “La Constitución” de Federico Madriz Otero, y “El Heraldo Oriental” de Marco Tulio y Ramón David, que en cierta forma fueron los maestros, fundadores del Club “Surge et Ambula”, de donde salió luego la revista “Broches de Flores”, máxima expresión de la cultura cumanesa de aquellos tiempos gloriosas.  
Ramón David se muda para Caracas, buscando otro mundo, otro aire, para lo cual dejó en Cumaná todo lo que había logrado, pero indudablemente, la meca del poder, Caracas, más animado culturalmente, era su destino. Después de una breve pasantía al lado de Luis Teófilo Núñez, en El Universal, asociado con Edmundo Suegart, José Rafael Mendoza y Martín Gornés Mac Pherson, funda el gran diario “La Esfera”.

En Caracas deja atrás duros años de trabajo, pero logra todas sus metas económicas, culturales y políticas. Además, escribe y edita varios libros importantes, entre los cuales están: “Por Donde Vamos” con prólogo de Rufino Blanco Fombona. Edita también “Hombres y sucesos de Venezuela”, luego otro formidable, un alegato “Adonde Llegamos”, y un libro interesantísimo sobre los políticos de su tiempo y sus vanidades “El Hombre Misterioso de Macarigua”. De otras materias que conocía escribió: “De agropecuario a Petrolero” y “Geografía Gastronómica de Venezuela”, con prólogo del poeta Pedro Sotillo, tal vez su libro más conocido. También publicó un poemario con prólogo de don Adolfo Salvi: “Sol de Invierno” en el cual recoge lo mejor de su producción poética. Y por fin, cargado de nostalgia, da a luz, su magnífico libro sobre su pueblo, “Cumaná Eterna”, una crónica pormenorizada de su tiempo.

Ramón David, amado y odiado, fue un crítico incisivo de los prominentes políticos de turno, a los cuales ni les da ni le pide cuartel; a la vez aboga por la solución de graves problemas nacionales, por ejemplo, con la idea del aprovechamiento de las grandes riquezas del país, por la emigración europea; la agricultura, la educación, los ferrocarriles, y el mejor aprovechamiento del producto petrolero. Sus incendiarios editoriales acrisolan su fama; por cierto, fueron recogidos en una obra que titula “Campañas de La Esfera”, y otra que titula “Por Donde Vamos”, con prólogo de su amigo y colaborador el gran poeta, Rufino Blanco Fombona.
Fue inspirado poeta, activo toda su vida, sus poesías recuerdan las lecciones del maestro Silverito y Domingo Badaracco, y por supuesto, al Rubén Darío transformado y adaptado en la pura, inigualable escuela poética cumanesa.  Sus poemas fueron recogidos en un volumen “Sol de Invierno” con prólogo de Adolfo Salvi. También escribió y publicó su magnífico drama, “Teatro sin espectadores”,
                                                                                                     Ramón Badaracco

RAMON DAVID EN LA PALABRA DE MARCO TULIO BADARACCO BERMÚDEZ
  
Presentación del conferencista, palabras escritas por Marco Tulio Badaracco Bermúdez, y leídas por su hijo Ramón Badaracco, por que su autor estaba afónico.  
Señores:
            “Me toca en estos instantes hacer ante ustedes la presentación de don Ramón David León Madrid, personalidad compleja de dotes intelectuales sobresalientes, de agudo talento, clara visión de la vida, hogareñas costumbres, carácter inquieto de este que fue en Cumaná como mi ALTER EGO en aquella existencia monótona, pero rebosante de ensueños, de idealidad, de labores intelectuales. Es un cumanés de rancio abolengo, entroncado aquí con familias tradicionales por su raigambre en esta meritísima ciudad Oriental, de la progenie de aquel Varón excepcional, paradigma de virtudes, Dios Penante de este suelo. 
Águila Blanca en el espectacular vuelo de Cóndores que, de Norte a Sur, guiados por Bolívar fueron alzando monumentos de gloria desde Boyacá hasta Ayacucho, para clavar perpetua en la historia, la bandera tricolor venezolana, el Iris de la República, como el símbolo de la victoria y de la libertad, pedestal indestructible del hijo epónimo de este Estado, Antonio José de Sucre. 
            Una fraternal amistad, nos unió siempre desde jóvenes, y luego el amor a los libros, la afición periodística, el cultivo de las letras, idénticos gustos y actividades, en este amado suelo cumanés, vincularon nuestras personas hasta que él, en solicitud de campo más amplio y propicio a sus anhelos, se alejó del terruño para la capital de la República, a ganar con su talento, sus actividades y sus esfuerzos, en una labor enaltecedora en la Dirección su Diario “La Esfera” el renombre que le ha dado celebridad en los círculos intelectuales, sociales y políticos de Venezuela.
            Y así tenemos que don Ramón David León, pese a la educación autodidacta que tuvimos todos en aquella Cumaná de principios de siglo cuando no existían Liceos, escuelas superiores, ni cátedras universitarias donde instruirse, es sin embargo, un cumanés ilustre, ya que en este sentido del saber, su acervo de conocimientos es genuinamente enciclopédico, palabra esta que al pronunciarla trae a la mente los nombres de aquellos titanes del pensamiento que con el ginebrino Juan Jacobo Rousseau con su Contrato Social, Diderot, D“ Alembert, Voltaire y ese grupo famoso de la Historia Universal, con sus ideas científicas humanitarias volcaron efectivamente la estructura  medioeval del mundo, promoviendo el estallido de la Revolución Francesa con su inspirado lema de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, que resonó en todo el orbe como un grito de liberación de los oprimidos, despertó la conciencia de los pueblos, para sacarlos de su marasmo y sacudir el yugo  feudal que los oprimía y degradaba. Nacían los derechos del hombre.

            La inquietud espiritual de Ramón David, su clara inteligencia, su habitual dinamismo, lo impulsan a intentar toda actividad vital, toda forma de expresión…
Es de palabra fácil, fluida en la oratoria, de conversación amena salpicada de anécdotas, de citas, de recuerdos emocionales. Cultiva el verso con expresiva armonía, lo que delata idealidad espiritual. Es el autor de la letra del himno del Estado Sucre, y dispersas en revistas y voceros de publicidad andan sus poesías vibrantes y de elevado númen. La prosa que es el instrumento mejor templado para traducir y fijar nuestras ideas, sabe él manejarla con acierto, con sobriedad, con galanura. Ha escrito y editado varios libros, entre ellos: El Hombre de Maigualida, que exhibe en talante dramática al dictador de Maracay, y otro bastante original dentro de su labor literaria, porque acopia las fórmulas de preparación de exquisitos platos criollos de diversas localidades del país y allí encontramos condimentado el sabroso adobo cumanés.
            El estilo de Ramón David, como escritor, es gráfico, directo al asunto, carente de adjetivos inútiles, como para rellenar la frase, porque es enemigo de estas hallacas idiomáticas.
            Un grupo si no muy numeroso, si distinguido y preocupado de enaltecer sus nombres, de jóvenes amantes de la cultura y del saber, tuvo Cumaná en esa época, quienes formábamos tertulias para disertar y discutir acerca de las nuevas tendencias literarias, y buscar la forma de situar a nuestro pueblo en el curso de esa corriente renovadora de los valores intelectuales y los métodos originalísimos de la moderna poesía castellana, surgida en América con Rubén Darío el precursor, José Santos Chocano y Leopoldo Lugones, los tres supremos artífices continentales de ese arte, si es que olvidamos al colombiano José Asunción Silva, raro el altísimo poeta. En esas tertulias nuestras, se encontraba un Domingo Badaracco Bermúdez, científico de vastísima ilustración, orador y poeta de exquisito gusto. José Antonio Ramos Sucre, imberbe, pero ya sabio, erudito a la manera de Menéndez Pelayo, Juan Miguel Alarcón inspirado y romántico el de las “Rimas de Oro” José Fernando Núñez, verdadero bohemio que deliraba en versos, los hermanos Julián y Andrés Eloy de La Rosa, atildados, generosos, cultivadores de la métrica, Antonio Rafael Machado, satírico tremendo de Pluma y Tinta, Rafael Antonio Varela de raras elucubraciones, Pedro Milá González, un atormentado retraído y otros que se olvidan y estos que nombro, desaparecidos ya de la vida, para darles un testimonio de admiración y que amantes como fueron  de estos torneos de la cultura, pueda que sus almas inmortales estén con nosotros  en estos instantes de fervor patriótico, como están vivos en nuestro cariño y en nuestros corazones.
Rufino Blanco Fombona dijo de Ramón David. “En su nombre auna al rey de la poesía y al rey de la selva. Qué pues de extraño que cante como el uno y ruja como el otro”.
Dejo con ustedes a don Ramón David León Madrid.   





“CUMANÁ ETERNA”.
CARTA DE RAMÓN DAVID LEÓN MADRIZ, PARA MAURICIO BERRIZBEITIA.
LEÍDA –POR EL AUTOR-  EN LA CASA “ANDRÉS ELOY BLANO” DE CUMANA. el 23 de febrero de 1967.
Lectura del vocativo.
Señores:
A manera de explicación. Antes de entrar en materia estoy obligado a una imprescindible explicación. Mauricio Berrizbeitia, para mí y otros coterráneos afectuosamente Don Mauro, habia publicado en “El Universal”, en Caracas, un artículo cuyo encabezamiento de inmediato me intrigó: “Fenómenos telúricos del Caliche Cumanés”. Lo leí con sincera complacencia, tanto por devoción terruñera como por mi estrecha fraternal amistad con su autor. Eran vínculos nacidos y afirmados en íntimas relaciones de vecindario y en la diría asistencia a los bancos escolares del Maestro Andrés Alarcón.
            Debido a generoso conceptos y a cordiales comentarios que me dedica en aquel, pasé a escribirle una carta expresiva de mi gratitud y ratificadora de mi afecto. Don Mauro lamentaba y se dolía de mi alejamiento del suelo nativo.  Quise recordarle las causas de aquel y convencerle de que yo, espiritualmente, continuaba viviendo allá. Entre citas de figuras y lugares cumaneses, y por detalles conexos, fuese alargando la misiva hasta quedar, de hecho, convertida en extensa enumeración mecanografiada… Quería comprobar que pese al tiempo y a la ausencia corridos, y a la distancia, Cumaná permanecía totalmente en mí. Marco Tulio Badaracco, para ese entones en Caracas, me insinuó la hiciese personalmente pública en la misma tierra que representa, para cuanto en ella nacimos, una amarra espiritual indestructible. Me reclamó que bien podía, dado lo intrínsecamente regional del tema, exponerlo a manera de conferencia en Cumaná, como ya lo había hecho antes, comentando diversos tópicos, en otras ciudades del país. Ello discurrió entre 1940 y 1941. Se advertía para esa época en los ámbitos de la República un prometedor renacimiento cultural y ético, una vibrante resurrección de rangos tradicionales e históricos, las exteriorizaciones de un nacionalismo regenerador. Vino a ser como un rumoroso retorno, despues de interminables jornadas de silencio, al espiritual y decoroso ambiente criollo del que suministra constancia la dilatada colección del” Cojo Ilustrado”, elevado exponente de nación culta e hidalga, como era la Venezuela de entonces. De ese fecundo movimiento intelectual que registra las páginas de la inolvidable revista venezolana fue en enorme parte artífice y conductor Don Jesús Maria Herrera Irigoyen, cuya magnífica frase pública “yo puedo justificar lo que tengo”, aludiendo a bienes de fortuna, refrenda históricamente sus honestas credenciales de prócer civil.
                    Marco Tulio Badaracco, Salvador Córdova, Luis Teófilo Núñez y Antonio Ramón Moreno, quien acaba de fallecer, y otros paisanos, que secundaron al primeramente nombrado, son, pues, los fraternales inductores de esta exposición epistolar transformada en conferencia. Huelga explicar mi íntima satisfacción por hallarme entre ustedes. Al presente Venezuela es conmovido escenario de Partidos, y vive un intenso momento político cuya importancia se palpa en todas las ciudades que la integran.   Pese a deficiencias y desorientaciones congénitamente inevitables se está operando una recuperación civilista en la conciencia nacional. Es preciso preservar en la obra, para bien de la República. Tal proceso rectificador se vigoriza al amparo de la función democrática del sufragio y se consolida sobre la libertad de prensa. Hay motivos justificados que hacen esperar más amplios horizontes para la Patria, porque no se puede volver atrás, y tal logro depende de la buena voluntad de todos los venezolanos si cada venezolano sabe cumplir con sus deberes cívicos. Es un compromiso de honor que ha de realizarse en conjunto, pero cumplirse individualmente.   
            Debido a lo expuesto me hallo en Cumaná, y en la casa natal de Andrés Eloy Blanco. A ella me atan recuerdos de mi temprana infancia, ya que innumerables veces estuve en su recinto. Ahijada de Luis Felipe Blanco era mi madre, Dolores Madriz Otero, cuyo nombre testificó fervorosa demostración de cariño a Doña Dolores Meaño, esposa del insigne médico. Son indestructibles ataduras morales que vienen de muy remoto, y constituyeron fundamento para el compañerismo que unió al gran poeta y a mí, reforzado años despues cuando hombres maduros ambos nos reencontramos en Caracas: fue el retoñamiento de un cariño de muchachos que tenía hondas raíces en el corazón.
            Si hubo venezolano generoso, desinteresado y sencillo, ese fue Andrés Eloy. Romántico irreductible, perpetuo soñador, deslumbrante mago del verso, la lucha política no logró contaminarlo con sus mezquindades, sus rencores ni sus chaturas: nació invulnerable a todo lo bardo y lo menguado. En el grupo partidista al que se incorporó no era uno más: fue, netamente, UNO. En vez de recibir dio: su alto nombre, su resonante fama, su enhiesta gallardía intelectual. No era tan solo uno de los más grandes poetas de Venezuela, uno de los mayores poetas de Hispanoamérica, sino uno de los poetas máximos del inmenso mundo de habla española. Por cuanto de tan intensamente evocador guarda para mí ese pasado, rindo a Andrés Eloy Blanco el ferviente tributo de admiración y paisanaje que me dicta el afecto. Es homenaje fraterno caldeado de emoción íntima al sugestivo ambiente de un recinto familiar que representa para mí uno de los hitos imperecederos que jalonan el cambiante trayecto de mi vida

            Hecho este devoto paréntesis, vuelvo al artículo de Mauricio Berrizbeitia, ya traído a mención, para explicar los motivos de mi carta. Quienes lo leyeron quedaron impuestos de que don Mauro le atribuye a nuestro democrático “Caliche” excepcionales virtudes taumaturgas Dándolas por ciertas, quizá sometido a químico proceso de laboratorios, obtenga la humanidad un poderoso reformador cerebral cuya acción milagrosa determine radicales mutaciones en todos los países. Así, individuos herméticamente cerrados a yuantas son las evidencias del Arte, la Ciencia o la Técnica, pese a su congénita obtosudez, se cambiarían en artistas, en científicos y en especializados extraordinarios.    A la vez, las supremas alturas del Estado abarcadas por la política, la Administración, la Diplomacia y la Economía estarían munidas de Directores fenomenales, de Gerentes maravillosos, de Diplómatas formidables y de Financistas estupendos… En resumen, los desposeídos de “sustancia gris” los infinitos ampulosos idiotas con suerte que pululan en el mundo, quedarían rehechos como por recurso de magia: gracias al humilde y popular “Caliche” cumanés, los desheredados del intelecto pegarían siempre en el blanco…
            Para los pueblos tropicales, muy en especial, vendría a resultar algo brujamente modificador. Y acaso, como don también providencial para nosotros, venga a sustituir las decadentes munificencias del hidrocarburo. Veríamos así los extensos “Calichales” de la Primogénita sometidos, mediante “Contratos de Servicio”, a una explotación tan compensadora como providente… Algo de las extraordinarias virtudes del amarillento polvo, aunque reducidos a proporciones locales, debió entrever el general Joaquín Crespo, el famoso caudillo liberal  venezolano quien fue dos veces Presidente de la República, gallardo prototipo  de la vieja Democracia criolla al decir en amistosa oportunidad que “los cumaneses le deben al “Caliche”su afición a la oratoria”...
            Cuando repentinamente ocurrió la muerte de Don Mauro yo tenía concluidas la misiva-charla y los arreglos para mi traslado a Cumaná, todo de acuerdo con Marco Tulio Badaracco. Causas ajenas a mi voluntad lo demoraron. ¿Quién hubiese podido imaginar entonces que Mauricio Berrizbeitia no haría presencia material en este acto proyectado en honor suyo?  Su desaparición lo ha convertido en homenaje póstumo a su memoria.   Físicamente no está Don Mauro entre nosotros, duerme para siempre en el viejo camposanto de Santa Inés. Yace en el materno regazo de la tierra que tanto amó, partícipe ahora por la infinita voluntad del Divino Creador en el secreto que guarda ese “Caliche” cumanés que tan apasionadamente celebró… He aquí la carta:
Querido Don Mauro: Con sincero interés leí tu reciente artículo sobre el terruño natal, en el que me traes a cuenta de manera tan fraterna como elogiosa. Lo aprecio doblemente porque me atribuyes mas dotes de las corrientes que poseo y porque el afectuoso testimonio viene de ti. Leyéndolo me vino a la mente, pues siempre la llevo en el corazón, la Cumaná nuestra, la de José Antonio Ramos Sucre, el grandioso erudito, Luis Beltrán Bruzual Bermúdez, Humberto Guevara y Julio Miranda Madriz; la de Sergio Martínez Picornell, Enrique Segundo y Santos Emilio Berrizbeitia Guillén, la de Pedro Regalado y Luis Esteban Mejía, de Juan Freites y Jesús maría Forjonell, la de Ramón Mata Andrade, la de Antonio Miguel y Jesús Manuel Aristeguieta Badaracco, de Norberto Salaya y Luis Beltrán y Alberto Sanabria Bruzual, la de Francisco de Paula Aristeguieta Rojas, Jesús Maneiro Sánchez, Salvador Uban, Manuel Norberto Vetancourt Aristeguieta, Horacio Márquez y Manuel Guzmán, la de Pedro Nicacio y Juan Silva Carranza, la de Miguel Antonio, Miguel Angel y Sixto Blanco, la de Agustín Silva Díaz, Diego Córdova y Roberto y Raimundo Martínez Centeno, la de Luis Felipe y Andrés Eloy Blanco Meaño, la de Manuel José Malaret Coello, Dionisio López Orihuela, Luis Bianchi y Cruz María Salmerón Acosta, la de Aquiles Benítez, Alejandro Fernández Ortiz y Jesús Antonio Cova Cabello, la de José Manuel y Ramón Yegres, la de Julio y Ramón Madriz Sucre, y Francisco José Berrizbeitia Guillén, los más nuevos en la inolvidable nómina. Era la Cumaná que había sido antes de Juan Miguel Alarcón, notable poeta y prosador; Pedro Elías Aristeguieta Rojas, quien con su muerte ratificó el denuedo de su estirpe, la de Marco Tulio Badaracco Bermúdez, José Almandoz Mora, Rafael Bruzual López y Domingo Zerpa; la de Catoño Ponce Córdova, Antonio Ramón y Antonio José Moreno Cova, Andrés Eloy y Julián de La Rosa Meaño, la de Rafael Valera y Paco Damas Blanco, la de Antonio Rafael machado, a quien me unió una estrecha camaradería en aventuras periodísticas. Estábamos vinculados por uno de esos espontáneos pactos que a veces suscribe la amistad con tanta fuerza como los que por ley natural están suscritos por los dictados de la misma sangre. “Pluma y Tinta” se llamó la breve revista semanal que fundamos. Fue la invariable Cumaná de Salvador Córdova, Luis Teófilo Núñez y Joaquín Silva Díaz, ilustre profesor de medicina y eminente cirujano el primero; abogado de amplia ilustración y hoy destacado valimiento periodístico el segundo; y eximio dominador del pentagrama el último. A esta promoción perteneció Emilio Berrizbeitia Guillén, mi hermano más que mi amigo, compendio de todas las excelencias espirituales. Igual hermandad me ató con Enrique Segundo, Bianchi, Alejandro, Humberto, Marco Tulio y Salaya, y contigo.
            Fue la Cumaná que muy anteriormente produjo a Domingo Badaracco Bermúdez sabio y amable filósofo, poderoso erudito e insigne médico, apóstol de la abnegación y el desprendimiento; para mí, en muchos aspectos, maestro y guía intelectual. Le soy deudor en extensa parte de la disciplina literaria que me ha orientado y de la voracidad de lecturas que estimuló en mí para lo cual dispuse de su generosa biblioteca. Y le debo también consejos colmados de realismo que me apartaron de veleidades de estudios de mediana que reñían con mi genuina vocación personal. Era un ductor risueño y bondadoso, optimista, poseedor de un sano y cordial ingenio que personificó el vocablo “bueno” en todas sus cristianas y humanas dimensiones. Años después lo hice padrino de mi primer hijo. A la profesión suya pertenecían Delfín Pone Córdova, Luis Daniel Beauperthuy Mayz, José María Urosa, Manuel Soto Pereda y Eliso Silva Díaz; a los que se sumaron luego Julio Rivas Morales, Pedro Pablo Silva Carranza y Julio Gómez López, que lucían el benjaminato del equipo doctoral. Con larga distancia retrospectiva había sido la Cumaná de los doctores Baldomero Benítez, Jesús María Rivas Mundaraín, Gerónimo Sotillo, Bonifacio Márquez y Luis Felipe Blanco, de quien mi madre era ahijada debido al afecto que lo unió a mi abuelo materno, el doctor Federico Madriz, caraqueño, quienes se conocieron e intimaron en el claustro universitario. Igualmente, a seguidas de estos, fue la Cumaná de Jesús Sanabria Bruzual, Francisco de Paula Rivas Maza, Astroberto Guevara Blohm, Andrés Arcia Avis, José Mercedes López, Melchor Centeno Graü y Bartolomé Milá de La Roca Himiob; de Francisco Vetancourt Vigas, Miguel Aristeguieta Sucre y Andrés Aurelio Betancourt; y de mi tío Federico Madriz Otero, en veces mi consejero literario, mi íntimo amigo siempre, pero en ética mi rector vitalicio. Todos ellos, en sucesión de generaciones, fueron profesionales cumaneses de méritos sobresalientes.
            Dentro del clima moral e intelectual que cronológicamente formaron los antecesores, “mayores de edad, saber y gobierno”, se suceden contingentes cumaneses que son reales representativos del amplio espíritu, consagración estudiosa y afirmación perenne del pensamiento cumanés. Todos los que viven y los desaparecidos, prototipos netos de esa Cumaná tradicionalista y católica que llevamos en lo hondo, la que honorablemente; personificaron el maestro Silverio González Varela y el maestro José Silverio Córdova, los maestros José Manuel Alén, Andrés y Jacinto Alarcón, Pedro Luis Cedeño y Cándido Ramírez, la de las eximias maestras Sabinita Isava, Florentina de Seittiffe, Guillermina Rojo Otero, Isabel López, Dora Córdova Hernández, Narcisa Yéguez, Carlota Gómez y Cruz Almandoz Mora. En sus bancos escolares, bajo su decorosa férula, moldeados moralmente por unos y otras, se cuajaron mentes y enrumbaron espíritus. Eran factores modestos y ponderados, poseedores de esa sencillez y rectitud de corazón que establecen pautas y determinan conductas, y en conjunto contribuyeron a consolidar formando hombres y mujeres para el hogar, las normas éticas emanadas del lar paterno. Confirman, por la utilidad colectiva que irradiaron, la Cumaná inagotable que dio múltiples personalidades civiles a la República, numerosos factores de selección, tanto elemento meritorio decoro de la sociedad y la familia. Uno fue Don Fernando Aristeguieta Alcalá, el patriarca de las majestuosas barbas caudales, paradigma de ciudadano y de grandes señores. Hijo suyo era Fernando Aristeguieta Sucre, el pulcro hidalgo y recio trabajador para quien la geografía pesquera del Golfo de Cariaco y el de Santa Fe no tuvo secretos.
            Contemporáneos de éste fueron tu noble tío Emilio Berrizbeitia Mayz, Daniel Beauperthuy Sánchez, Pedro Luis de La Rosa, Manuel Silva Rojas, Roseliano Guillén Quintero, Pedro Augusto Beauperthuy Mayz, Pancho Sucre Sánchez, José Antonio Bruzual Serra, Juan Sanabria, Jacinto Almandoz y Andrés Himiob, el amable civilizador y hombre de empresas de ancestro germano que proporcionó a la ciudad tanta valiosa lección práctica de progreso con su personal ejemplo. A esa Cumaná tan fecunda en varones de rango múltiple, perteneció Pedro José Rojas, que alcanzó situación gubernativa eminente; Bartolomé Milá de La Roca, militar y prócer civil, político y escritor, periodista, hombre de gobierno y hombre de elevado prestigio social. Otro de esos factores civiles lo fue Claudio Bruzual Serra, celebrado orador, y uno más, José Fernando Núñez, literato y tribuno.
            En la Cumaná eterna de las varonías descollantes que despues de la independencia suministró a la empinada épica venezolana los nombres de Manuel Morales, Carlos Herrera, José Jesús Vallenilla, José Manuel Serpa, Pedro Pereda y Manuel Córdova, Francisco García, Antonio Orihuela y Manuel Coraspe, el indio “campear” sereno y corajudo; el pueblo que produjo a José Vitorio Guevara, quien lo debió todo a sí mismo, cuyo innato valimiento es oro puro obtenido de las más hondas vetas de la democracia venezolana. Todos fueron generales forjados por la Guerra Federal. Aunque sin las notables ejecutorias de ellos, es de justicia traer a cita a otros como Rafael Velásquez y Cosme Damián Fernández y sumarle los coroneles Rafael Núñez Gómez y José Agustín Cedeño. Pertenecían a la bravía época criolla de los militares que ganaban ascensos en el campo de batalla, tomando trincheras por asalto, dominando campamentos o sometiendo ciudades a fuego y sangre, pero todos de profunda raigambre civilista, guerreros que continuaban siendo ciudadanos. Cuando les cumplió ejercer de Gobernantes refrendaron ambas credenciales con su austera conducta y al llegarles la muerte los encontró “con el corazón limpio y las manos vacías´. Sus modestos haberes oficiales y los alcanzados con su trabajo personal les suministraron tan exiguos bienes que apenas si podían sostenerse dentro de los linderos de la provincia natal. Nunca hicieron de su honesta voluntad de servicio instrumento para lograr prebendas ni de las funciones públicas profesión. El hondo afecto que le consagré, lo esclarecido de su memoria, impone mencionar aquí, porque vengo hablando de probidad, de valor cívico y de ratificado denuedo, al último paladín cumanés Juan de Dios Gómez Rubio. Por vinculaciones consanguíneas era deudo del imponderable José Francisco Bermúdez: tenía en el pulso el mismo latido heroico.
            Para recordar civiles que intervinieron activamente en las luchas políticas de la porción geográfica nacional que se reparte ahora en cuatro Entidades autónomas, voy a citar a Mateo Hinojosa, a José María Bermúdez Graü, Gerónimo Ramos Martínez, Simón Núñez Ortiz, Pedro Gómez Rivas, Rafael Serrano, Francisco Antonio Córdova, José Cecilio Mendoza y Juan Cumana, todos de pulcra significación cívica y de comprobado valor personal; el último conocía a cabalidad los más recónditos vericuetos de la política localista de aquella romántica y conmovida época. No puedo dejar en silencio a Ventura Bossio, Luis Mariano Rodríguez, Julio Cesar Cova, Manuel Peñalver, Mario Castro Díaz, Daniel Cabello, Alejandro Villanueva, Ventura Rivas, Mariano Rodríguez Salcedo, Sinecio Alcalá Claverí, José María Fuentes, José Antonio Peinado y Luis Vallenilla, meritísimos elementos que supieron ser útiles al medio en que nacieron y a la sociedad de que formaron parte. A esos excelentes cumaneses es de justicia agregar, de más acá, al poeta José Agustín Fernández; a Alberto Sanabria, como leal ejemplo de consagración a temas históricos regionales; a Miguel Ángel Mudarra, Julián Vásquez Fermín, a Ciro Vallenilla a Ignacio Rodríguez, éste recientemente desaparecido, pulcros y acuciosos historiógrafos; a Juan José Acuña, modelo de la firme voluntad y de la noble perseverancia; y a Candelario Guaimares, modesto y cumplido funcionario cuya dignidad personal fue su mejor título. Otro de esos ciudadanos de pro fue José Valentín Bruzual; y es preciso añadir a Benigno Rodríguez Bruzual, de quien es la música del himno regional, y a Benigno Marcano Centeno, ambos sobresalientes compositores. Por fallas del recuerdo, tratándose de figuras y nombres cumaneses, no puedo traer a esta cita “todos los que son” como expresa el antiguo dicho popular, pero abrigo la satisfactoria seguridad de que en el curso múltiple de ésta devota rememoración terruñera, también como en la vieja sentencia traída a cuenta, “son todos los que están…”             
            En lo que se relaciona a permanente consagración al trabajo, a la diaria lucha por el hogareño bienestar, el panorama económico gracitano fue el mismo santinesero.  La actividad productora era tan solo agrícola, pecuaria, pesquera y comercial, y todo muy al por menor. La industria cumanesa no pasaba de algunas caseras elaboraciones de tabacos, escasas destilerías de licores, pocas alfarerías y contadas manufacturas de muebles. En este último aspecto artesanal Andrés Felipe Alarcón operó toda una revolución con su constancia laboriosa y su impulso emprendedor, hasta hacer célebre en la ebanistería el “pardillo-chiripo” … Las hilanderías, fundadas por iniciativa y capital ajeno, cambiaron notablemente la fisonomía laboral de la ciudad. Utilizaron hombres y mujeres en número de considerable cuantía, y más del sesenta por ciento del personal era nativo. Bajo las seguidas gerencias de Francisco Braschi, Tomás Llamozas y José Antonio Núñez Mayz, se formó por espontáneo estímulo un equipo local numeroso y apto, inteligente y disciplinado, que prestó magnífica cooperación a la empresa. Hacía presencia en la tintorería, los talleres, departamento de telares, secciones de máquinas y de empacados, servicio de almacenaje y otros menesteres. La jefatura de almacenes estaba a cargo de Eulogio González Maneiro, tan idóneo como honrado, y tan estricto como laborioso, cuya actividad múltiple iba siempre a la par de su permanente buena voluntad, pulcritud y eficacia. Otro factor excelente, culto y activo, de cabal sentido de responsabilidad, fue Jaime Mayz, quien actuaba en la administración. Idéntico clima laborioso unificaba las dos históricas Parroquias, para las cuales, en pleno corazón de la ciudad, el viejo puente sobre el río representaba, a la vez que un eslabón social, una franquicia económica que, desde Puerto Sucre, atravesando la urbe, permitía el acceso a las recuas cargadas de frutos y mercancías que rendían el doble viaje entre la costa y las dilatadas extensiones campestres, fundos y villorios que se desplegaban, fatigosamente distantes, hacia Cumanacoa. Nicolás Guerra Alcalá, Rodulfo Ibarra Surga, Antonio María Ramos, Miguel Urosa, Pedro Mejía, Ramón Alvins Agrenta, Andrés Millán, Los Hermanos Zajía y Pedro Douhuay, cumaneses adscritos, como los Tobías, Próspero Ibarra, Pedro Machado, Bernardo Pérez, Ramón Cabrera, Andrés Miranda Ferrer y Napoleón Blanco, en Altagracia, Ramón Madriz Otero, Miguel Uban y Simón Malaret, en el Salado, que era una inmediata prolongación gracitana, y José Salazar y Carlos González, cumaneses de adopción, daban en ese vecindario costero prueba del propio esfuerzo y de la iniciativa individual. Personalísimo por su cultura literaria, su agudo talento y sus sólidos conocimientos profesionales era Napoleón Blanco, dotado de fina penetración, independiente y crudo.
            Al mencionarlos he de añadir dos simpáticas figuras típicas, el Capitán Fabián Vargas, dueño de la goleta “Amistad”; y el Capitán Félix Lastra, propietario de la goleta “Solita”. Ambas rendían crucero entre la costa cumanesa y los nativos centros mercantiles de mar allá navegación que comúnmente derivaba hasta cercanas Antillas extranjeras…El primero tuvo bajo su mando, bastante joven, el bergantín “San Vicente”, de la propiedad de Don José Antonio Fernández Salaverría, para entonces en lo mejor de su edad. Este velero cargaba en Cariaco algodón destinado a Inglaterra. En él se hizo marino un hermano de mi madre, mi tío Ramón Madriz Otero, quien desde grumete a la fuerza llegó a Capitán de Altura. Cuando la norteamericana Guerra de Secesión, el “San Vicente “fue apresado por un barco de la armada nortista que lo sospechó procedente de Nueva Orleans: iba repleto de pacas algodoneras… Hechas las legales comprobaciones, se le dejó en libertad. Era todo un hombre de aventuras el Capitán Vargas, valiente, callado, eficaz, resuelto. El otro, Lastra, mantenía en su oficina de Puerto Sucre una pizarra donde constaba el itinerario de entradas y salidas de la “Solita” todo dentro de fechas rígidamente exactas. Tal si fuese un poderoso navío motorizado… Un chusco le agregó con tiza en una ausencia del veterano marino, “Si le sopla”. La ocurrencia hizo reír estrepitosamente a la gente porteña, y, sobre todo, al mismo Capitán.                
            Gestiones mercantiles semejantes desenvolvían en Santa Inés en sus respetivos almacenes y negocios, desde la “Plaza Miranda” y calles adyacentes hasta San Francisco, los hermanos Berrizbeitia, Manuel Fuentes, Diomedes Martínez, Laureano Frontado, Antonio José Bossio, los hermanos Sanabria, Andrés Bruzual, Pedro Blanco, Pancho Gómez, Arístides Álvarez, Gregorio Estaba, cumanés adoptivo, los hermanos Vívenes, José Jesús Madrid, Aarón Blanco, los hermanos Himiob, Valentín Hernández, los hermanos Certad, Diógenes Salas, José Jesús Cordero, y algunos más. Del grupo hacía parte Manuel José Malaret, dueño de veleros, propietario de fundos y de fincas urbanas, elemento dinámico y de agudo ingenio. Sumo a la nómina a Joselito Ortiz, corredor en géneros agrícolas interioranos, quine recorría incansablemente a diario el sector comercial descrito jinete en un estereotipado jumento no menos incansable… En el comercio minoritario, venta diaria al mercado de víveres y de otros artículos de consumo doméstico, existían en ambas jurisdicciones parroquiales bodegas y pulperías de rancia fundación cimentadas en sólido prestigio popular y casero. A esa categoría perteneció la antañona y celebérrima de Marcelino Milano, “La Reconcentradora”, quien la adquirió de un catalán a unos cinco lustros de terminada la guerra de independencia. Una estaba en la calle del Comercio, y era su dueño y despachador único Antoñiquito Ortiz. Su apostura personal, amabilidad y labia contaba con admiraciones fervorosas en la clientela de servicio doméstico desparramada por el vecindario. Además, el local era a la vez nutrido y diligente foco de información. Parecido dinamismo desplegaba en otro negocio semejante emplazado en San Francisco, Chuchú León, el propietario y administrador. Su liberalidad y don de gentes estaban a la par. Acogía con indulgencia los más imprevistos y dudosos “fiados”, lo que, como era comprensible no iba precisamente en auge del establecimiento. Esas condiciones magnánimas le rendían enorme prestigio entre los adictos a ciertas sustancias líquidas y en la clase que todavía viste faldas… Iguales actividades desempeñaban “indio” Gómez y Jorgito Bruzual.
            En el antiguo Mercado desaparecido, uno de los mentideros populares más característicos de la urbe, con la misma amplitud y liberalidad desempeñaban semejantes menesteres cruz Sánchez, Jacinto Boada, Vicente Juliac, Pancho Aza y su adjunto Juan Celestino; Julio Lara, Cruz Noya, Ramón Durán, Luis Felipe Castro y otros no menos genuinamente cumaneses.  En la parroquia altagraciana Salvador Boada, el gran “Bado” como era llamado por todos cuantos lo conocían, manejaba muy bien surtido bodegón con acuciosidad y desprendimiento; su campechanería era proverbial. Sus tazas de café negro y convincentes copitas de “Matusalén”, ron que declaraba solemnemente añejo le creaban inmensa nombradía entre los catadores de autoridad… No se hable de las adhesiones que contaba Jesús Villanueva en la acera opuesta, a causa de un negocio más o menos parecido, por sus dotes de cultura y bonhomía. Todos era fija clientela avisadora en mi periódico.  Y ya que me he interesado en ese atrayente plano de tanto sabor popular, hago memoria de las más señaladas vendedoras que actuaban a la intemperie en la parte de la muralla santineseña cercana al Puente: Manuela Pérez, Candelaria y Secundina, cuyas sabrosas granjerías y empanadas crujientes no tenían rival. No olvido los “pasteles” sabatinos de las hermanas Lara, allá en el callejón de la Luneta.
            Los personeros del alto comercio local disponían en el “Club Alianza” de un cenáculo nocturno de todas las semanas. La gerencia estaba al honrado cargo de Dominguito Oliveira, simpático y perspicaz, de intelecto bastante cultivado, siempre presto a ser útil. Al Centro en referencia concurrían todos a cambiar ideas y emitir comentarios sobre las últimas noticias suplidas tan atrasadamente por la prensa de Caracas. Se disfrutaba de una sedante existencia patriarcal, desprovista de complicaciones, adocenada y parroquiera carente de tropiezos enroscados… En los aspectos políticos y administrativos, en el suceso público nacional, en asuntos de la región o en el detalle urbano, las preocupaciones más serias aparecían cuando era enviado un nuevo Presidente para el Estado; irrumpía otro jefe civil              para la ciudad o llegaba un sorpresivo administrador para la Aduana porteña. Pero todavía, a través de tanto tiempo, son gratamente recordados en Cumaná cuatro distinguidos hijos del Táchira: Eliseo Sarmiento, quien ejerció la suprema magistratura estadal dejando bien en alto sus credenciales de gobernante probo y de buen caballero; Eleazar López Contreras y Emiliano Entrena, quienes en la administración de aduanas se desempeñaron con hidalguía muy equidad; y Rafael Candiales, el que como Jefe civil de la Primogénita se conquistó el afecto y aprecio. El primero y el último casaron con distinguidas damas cumanesas. Otro simpático círculo para el ameno intercambio de ideas era la animada tertulia nocturna que se formaba en la puerta casera de Margaritica Botini, chispeante personalidad cuyo recuerdo esta unido a interesantes etapas de la vida del terruño. Y otro clásico sitio de reunión de nocherniegos eran las dos paralelas lunetas del histórico puente Guzmán Blanco, donde las charlas y los comentarios se prolongaban lindando las primeras horas de la madrugada.
            En lo que toca al núcleo femenino de ambas Parroquias más remoto de mi conocimiento infantil y mis años mozos, voy a referirme a las siguientes honorables doñas: Dolores Mora de Sucre, Josefa Manuel Quintero de Guillen, tu abuela; Petronila Otero Alcalá de Madrid, la mía; Narcisa Aristeguieta de Vetancourt Vigas, Petronila Otero de Mayz, Marquita Alvins de Pérez, Dolores Carranza de Silva Rojas, Carmen Zabala de Ponce Córdova, Felipa Malaret de Gómez, Anita Blanco de Damas,  Guadalupe Vigas de Fernández Salaverría, Anita Rojas de Aristeguieta, Teresa Moreno de Millán. Delfina de Velásquez, Carmelita Mayz de Núñez Romberg, Rita Sucre de Ramos Martínez, Dolor4s Morales de Núñez Ortiz, Agripina Prada de Blanco, Carmelita Morales de Rivas, Dolores Meaño de Blanco, Rosalía Bermúdez de Badaracco, Rosa Antonia Fernández de Mendoza, Adela Mejía de Palacio, Ricarda Mora de Uban, Teresa Rodríguez de Mejía, Ricarda Agrenta de Alvins, Luisa Sucre Mora de Madriz Otero, Fidelia Mago de Meaño, Raquel Certad de Fuentes, Luciana Coello de Malaret, Rosa Badaracco de Aristeguieta, Josefina Ortiz de Urosa, Mercedes Prada de Serpa, Dolores Quintero de Guillén, Inés Meaño de La Rosa, Francisca Córdova de Ponce, Margarita Serra de Bruzual, Elvira Ducharne de Ponce, Olimpia Damas de Guevara, Nicacia Herrera Urosa de Ortiz, la mayoría madre de numerosa prole, a las que, por curiosa costumbre heredada de la colonia, se les eliminaba el posesivo “de” marital y el apellido del esposo.
La tercera de las mencionadas fue presencia constante en mi niñez, y mis comienzos juveniles. Las otras amables testificaciones amistosas del vecindario.  Socorro Guillén Quintero de Berrizbeitia, la infatigable viajera y gentil madre tuya, y la mía, Dolores Madriz Otero de León, fueron condiscípulas e íntimas amigas.
            Toda esa vinculación fraterna, efusiva y sincera, salvando distancias urbanas y estrechando cercanías, se agrupaba en Santa Inés alrededor de la iglesia del mismo nombre que asienta sobre la maciza oleada de cemento de las escalinatas. Las construyó el Gobierno Nacional cuando el doctor Rojas Paúl fue Presidente de la República quien igualmente ofrendó a Cumaná la estatua de Antonio José de Sucre, el General cumanés que bajo los supremos auspicios del Libertador selló en Ayacucho, en el remoto Perú, el heroico proceso de la Emancipación Suramericana.
Y en lo que toca a cumanesas jóvenes de los tres primeros lustros del siglo, he de mencionar, entre las que recuerdo, once de las más bellas y gentiles de ambas Parroquias: Enma y María Pérez Alvins, Himeria Martínez Picornell, María Badaracco Bermúdez, Rosa Alarcón Mejía, Mónica Cova Cabello, Juanita Hernández Ayala, María Bossio Márquez, Mercedes María Forjonell, Mercedes Madriz Sucre, y María Malaret Coello. Poetas del terruño les ofrendaron románticos y apasionados versos; compositores cumaneses les dedicaron sugerentes y ensoñadores valses…
 Igual ambiente de fraternidad, pese a ingenuas divergencias políticas, privaba en Altagracia en torno al Templo de la misma advocación donde la excelsa Madre del Salvador extendía su sacrosanto amparo a los lejanos caseríos que se acostaban a trecho demorados en las calcinadas sabanas que discurren hacia Cerro Colorado, San Luis y El Dique, paraje donde el Manzanares penetra silenciosamente en el mar… Para hacer recuento de la ilimitada porción entre urbana, campesina y pesquera de aquella Cumaná de mi niñez y mi adolescencia, el censo de la gente sencilla, servicial y consecuente en la que abundaban los apellidos de los conquistadores y de los varones que erigieron la Colonia, sería faena interminable…Vivía en los apartados aledaños parroquiales y en las porciones playeras que iban, río de por medio, desde Los Bordones hacia Caigüire y el Peñón, abrazando a el Salado, Las Palomas, El Barbudo, El Castillito, las afueras de Chiclana, Toporo, Canta-Rana, Perro-Seco y la Boca del Monte… Esas agrupaciones estaban integradas por hombres y mujeres de trato cordial, hospitalarias, ingénitamente desinteresados, leales y bien dispuestos. Y lo mismo ocurría en Quetepe y en Cerro de la Línea: el primero, curioso rincón vecinal ubicado en céntrica parte santinesera, el otro en los extremos de San Francisco, para bajar a Las Charas…
El esplendoroso encanto de los parajes costeños cumaneses se hacía más penetrante despues de terminado un “lance de pesca”, cuando arribaban las piraguas. Servía de escenario al agitado espectáculo la arenosa extensión playera caldeada por el sol. A los “Chinchorros” rebosantes, iban acudiendo entre la alborozada gritería de los marineros y los pescadores del “tren”, el gentío vecinal compuesto de hombres, mujeres y muchachos aglomerados en el sitio.  Hecha la selección y reparto del producto destinado al Mercado de la ciudad, el que se acomodaba en las “bateas”, estas eran inmediatament4e izadas a la cabeza de las vendedoras. Despues, como epílogo, se distribuía generosamente entre carcajadas y algazaras “el guatan” o sea la cantidad de peces de distintas especies sobrantes en el fondo de las redes. El vecindario aseguraba así, a título gracioso, las necesidades del día y hasta el abastecimiento del siguiente… Cuando el exceso de arrobas obtenidas sobrepasaba la demanda del pescado fresco se procedía a su salazón. Era otro cuadro lleno de actividad, y de luz y colorido. 
La población cumanesa vivía del mar, sobre todo la clase humilde. Las Charas, que eran una despensa, aportaba en abundancia y baratura milagrosas las vituallas y el combustible domésticos. Todo eso ocurría en la época del “País de Alicia”, en la “Tierra de las Maravillas”. Cualquier familia llenaba los gastos diarios de alimentación con unos modestos reales, según la cifra del equipo doméstico, y sustanciosamente. Ese general pauperismo, pero a la vez bienaventurada existencia, era en los ya lejanos tiempos A. P. Así como las simbólicas iniciales A. C. suministran constancia de cuanto sucedió en el mundo antes de la venida de Cristo, las otras dan testimonio de lo que ocurría económicamente en Venezuela antes de la aparición del petróleo, cuando éste, escondido en las profundidades del subsuelo, no repletaba el hoy insaciable Tesoro Gubernamental, ni las cajas de los bancos, ni el haber de las empresas y negocios. Ni el bolsillo de afortunados compatriotas… El negro aceite trasformó las arruinadas aldeas en activos centros poblados, las atrasadas urbes coloniales en ciudades modernas, y la antañona Capital en trepidante Metrópoli… La contrapartida de tan sorprendente como opulenta mutación está en que ahora los venezolanos no somos felices. Pero, en cambio, quizá nos encontramos en ruta de hacernos otra vez dramáticamente pobres, todo por orientaciones petroleras puestas ahora en vigencia que dañan nuestra economía y de las que se aprovechan competidores extraños. 
            Pero voy a regresar al tema de las playas cumanesas y al de los lances de pesca. ¿Por qué no se hace una película cinematográfica, en colores, que reproduzca la perspectiva física, laboriosa y localmente pintoresca descrita más arriba? Representaría magnífica propaganda, como atractivo turístico para el país. El cumanés siente el mar tanto como su vecino el margariteño, convive con el mar, tiene apasionado amor por el mar. Largos años antes la rada de El Salado aparecía a diario repleta de veleros: goletas, balandras, faluchos, trespuños, piraguas y otras pequeñas embarcaciones a canalete o remos. Se mantenía un activo cabotaje y centenares de hombres se ganaban esforzadamente el sustento. Esta evocación me trae a mencionar un terceto de marinos cumaneses cuyo recuerdo está palpitante en mi memoria: uno era patrón de la balandra guardacostas de la Aduana porteña; otro, mezcla de marino y comerciante arayero, propietario de un “trespuños”; el último, timonel de un “falucho” caigüireño. Había que disfrutar de ellos a bordo, oír su charla sentenciosa e intencionada, calibrar su íntimo personal concepto de las cosas. Estaban impregnados no solamente del ambiente salobre del mar, sino de las peculiaridades salinas del mar, cobrizados por el deslumbrante sol del mar…    ¡Oh manes neptunianos de Ignacio Gutiérrez, de Pedro Rivero y Patricio Velásquez!  Rendir con cualquiera de los tres la corta travesía entre la rivera cumanesa y Araya, Marigüitar, San Antonio, El Muelle, Chiguana, el Golfo de Santa Fe o llegarse hasta Las Caracas, era para mí algo verdaderamente inolvidable… En la más grande de las isletas nombradas reinaba Cenobio Castelín, un margariteño de recia talla que había formado allí numerosas “chiveras”. Vivía en permanente riña con los pescadores que arribaban a su feudo explicaba: “Lo de la pesca es un pretexto para robarme chivos. Alegan que pueden arranchar aquí porque la orilla del mar es “libertina” … “(Quería decir “libre”.)
            Me alejo de esa radiante perspectiva marinera, tan llena de sal y de sol, rumorosa de los salobres brisotes de la lejanía, para trasladarme con el pensamiento a Las Charas. Partiendo por la melancólica vereda de la añoranza me encuentro con Pedro Ortiz Espín, mi compadre, gran caballero rural de rancias prosapias españolas, modesto propietario de predios ralos y viviendas humildes, comerciante al por menor, consejero infalible por su propia autoridad y la unánime concedida por los dispersos grupos sabaneros de Camino Nuevo, Boca de la Sabana, los Cautaros, Ortiz y Pantanillo. Tenía talento y carácter, y lo acataban todos por su gentileza, generosidad y bonachonería; lo quise y me quiso. Continuando adelante hallo a Pedro Guzmán, siempre pulido, entusiasta aficionado a los gallos de pelea; al sutil patriarca Gabriel Espín, anciano sapiente y experto en cuestiones de terrazgos y terrateniencias, como él acuciosamente distinguía; a Juan Carbajal, el amo del fundo lindante con el manzanereño histórico Puerto de La Madera, en la misma margen santineseña; y siguiendo largo río arriba, por la misma vía, topo con Manuel Abreu, señor de Los Ipures, predio entre agrícola y ganadero, agricultor en el campo, vaquero frente al establo y comerciante en la ciudad… ¿A qué rara condición, concentrada en inmensa dosis en su persona, se debía que dispusiese de la general simpatía que le rodeaba?
            Para clausurar ese desfile de individualidades y de fincas rústicas dispersas en la extensión campesina abarcada, he de nombrar a Sabino Mota, el “Indio Sabino”, como le aludían. Mesti8zo fino y de gran labia en cuya sicología entraban conquistadores y conquistados, tenía por su vivaz inteligencia más de los primeros, pero en sus complejas honduras criollas buen porcentaje de los otros. Trabajaba a su manera y modo, con irregularidad, y holgando… No existía en toda la porción cumanesa aludida “mesa de monte” que no conociera, cubilete que no hubiese manoseado, ni lance de barajas que no dominara. Pese a esa multiplicidad de conocimientos generalmente salía trasquilado.  “Es que tienes mala suerte…” le opinó alguien de su intimidad en cierta ocasión. “No… Es que hay gente que sabe más que yo…” fue la filosófica respuesta. Era holgazán, andariego y conformista. En mucho un genuino personaje de la picaresca española. El problema de alimentación, vestimenta y vivienda lo tenía resuelto en las dos charas de la familia Badaracco.         
            Pero antes de dirigirme a la opuesta orilla del Manzanares, la de Altagracia, voy a despedirme de Juan Velázquez, mayordomo de mi Chara y de mi compadre, al que nunca olvido por su adhesión, honradez, hombría y laboriosidad, para regresar rumbo a El Zanjón, a la bajada del Cerro de la Línea, punto extremo del barrio sanfrancisqueño. Allí tropiezo con “Pané”, simpática personalidad retaca, atrayente y dinámica, tratante de ganados, quien surtía de carne a las “pesas” de la ciudad. Cuando mensualmente, llegaba de los llanos maturineses, hacía su entrada por el aledaño mencionado, aparecía a caballo, convoyado por un estado mayor de peones conductores, aludo “pelodeguama” en la cabeza, revólver al cinto y largo foete en mano… Su nombre Bartolomé Inserni. Era algo positivamente espectacular. ¡El clamor unánime que, partiendo de todas las bocas, saludaba su arribo, lo rodeaba acompañándolo más allá de la Plaza Ribero, “! ¡Llegó Pené!”, gritaban cuantos hacían presencia en la calle o refrescaban del calor a la puerta de sus casas. ¡La muchachada aclamadora lo circundaba y precedía asistiendo a ese maravilloso desfile, espectáculo que no habría cambiado por la mejor función de Circo… “! ¡Llegó Pené!”, y la algarada epónima seguía retumbando hasta que desaparecían, rumbo al matadero, caballistas y animales tragados por la polvareda calichosa de la calle…
            Hay en aquel remoto ambiente cumanés otra personalidad que por lo que ahondó en mi afecto la llevo impresa en todo lo fraterno de mi sensibilidad: Ezequiel Freytes, compañero de correerías campestres, camarada insustituible de expediciones cinegéticas, asociado insoslayable en aventuras extramuros… Pocos talentos prácticos ni tan ingeniosos como el suyo. Fino, más bien alto sutilísimo y ágil; morenizado como estaba por el tremendo sol de la intemperie cumanesa, parecía un árabe. Estaba dotado de inmensa vocación para las artes mecánicas. No había en Cumaná máquina de coser, molino de triturar maíz o café, ni lámpara o aparato deficiente que no le encomendasen su reparación. Mi madre le tenía, por su hermandad conmigo, gran simpatía.  Con una vara de tubo de media pulgada, cierto resorte que él mismo fabricaba y una culata de madera que igualmente salía flamante de sus hábiles manos, construía algo muy parecido a un fusil que denominaba “mausin”. De que el artefacto llenaba a cabalidad su misión lo testificaban los conejos, pollos, gallinas y chivos descarriados que le ofrecían blanco a estratégica y clandestina distancia… Siempre contaba con la casa fresca en su vivienda, allá en la calle de La Ermita. Es decir, siempre disponía de cuartos de chivo que clasificaba como “venado”, de “patos de laguna bordoneros” que fueron incautos plumíferos de corral sorprendidos lejos de alojamientos más o menos domésticos. Pero, si nos ateníamos a las contundentes exhibiciones de pieles y plumas que el cazador mostraba con gesto displicente, todas esas piezas eran genuinas…  Sonriente, cordial y risueño, ágil de imaginación, con voluntad siempre dispuesta, Ezequiel Freites estaba también siempre presto a hacer un servicio, a ser útil. Entre los dos mediaba una camaradería de esas que solo se cancelan con la muerte.    
            Tenía en el oficio un competidor, “Chuvina”, popularísimo herrero y mecánico, veterano en acomodo de ruedas desvencijadas y de engranajes retorcidos, de quien el verdadero nombre nadie supo jamás. Hay que agregar a Cruz Chirino, filósofo y barbero, cuyos intencionados dichos rodaban por toda la ciudad. Había en Cumaná otra individualidad local que vive perdurablemente en mi memoria: Corderito. Se llamaba Pedro Cordero y fue ayudante del general Coraspe cuando la contienda federalista. Para la época en que lo traigo a cuenta era el único y exclusivo repartir de prensa que actuaba en la urbe. Unía a esa callejera actividad la de “santiguador”. Ninguno como él para diagnosticar, tratar y curar un caso de “mal de ojo”.  Al recordarlo me traslado con el pensamiento a mi imprenta y mi periódico, y veo a Astudillo, a Fortunato y a Jesús Parejo, a Antonio Sánchez y a Chelo, Jesús Viaje, Salvador Hernández y Julio Cova, a Francisco Mendoza Fernández y a mi hermano Julio, estos dos componentes honorarios del taller.   Y viene a la mente otra figura, del elemento popular, Juan Valdivié, trombón de la Banda del Estado, cuyos crudos chistes resonaban por todas las esquinas. Honorable y singular personaje era el “viejo” Noya, como lo designaban, de limpio abolengo cumanés. Era alto, seco, silencioso, gentil y de buen decir. Iba permanentemente trajeado con largo paltolevita de dril grisáceo, curioso caso único de vestimenta masculina que yo conozca… Y estaba Pedro Fidel Blanco, armero y mecánico, experto en arreglos y montajes de cumanacueros trapiches, de vivo ingenio, tercio de arrestos, laborioso, manirroto y trasnochador, suave en el ademán, entre serio y sonriente.
Del lado de Altagracia, como del santinesero, en los fondos rústicos repartidos en ambas márgenes fluviales de la Cumaná de entonces, abundaban personalidades originalísimas. He de citar algunas. Por ejemplo, Basilio Noriega, inapelable en asuntos de mulas, vacas, caballos y pollinos enfermos. Se molestaba agriamente cuando le decían “veterinario”. Debía decirle “albéitar” … aseguraba con énfasis que el otro término era deprimente…el que prefería era “científico”, según explicaba, “porque él sabía en su profesión tanto como el doctor Urosa en la suya” … La identidad que establecía el léxico entre ambas denominaciones no lograba convencerlo.         
            Figura interesante en otros aspectos era Jesús Marruffo… Honrado, hermético, agradecido, bastante huraño, y sujeto peligroso. En cierta ocasión él solo se las tuvo tiesas, a tiro limpio de revólver, contra cinco policías portadores de “recortados”. El torneo detonante se desarrolló en cercanías gracitanas del puente. Resultó con cuatro heridas de bala. De los contrarios hubo tres muertos. Ya había sido actor en anteriores dramáticos lances. Tenía buen plantaje, nunca fue mezquino. Cuando el suceso que cito era Presidente del Estado el Dr. José Jesús Gabaldón. El Tribunal, en el desarrollo del juicio, apreció que todo había sido en defensa propia, lo que apoyaban declaraciones de testigos, y apenas le resultaron unos meses de prisión. El nombrado gobernante comentó que, estando años atrás preso en el Castillo de Puerto Cabello, por cuestiones políticas, Marruffo que actuaba como vigilante en el presidio, lo atendió siempre con respeto y devoción espontáneos. Tercios de más o menos parecida calibración fueron Pedro Franco y Conchocotetón. Formaron siempre en el Cuerpo Policial de la ciudad. Al primero no le placía que lo mencionasen por su nombre completo, sino diciéndole “Negro Franco”. Efectivamente, lo era… Sus procederes iban de acuerdo con su apellido. Había alguien más, perteneciente al mismo inquietante Club: Domingo Prada, espontáneo, atento y decidido con sus amistades, pero ruidoso y pendenciero, tipo de cuidado, dispuesto siempre a la jarana. Otro factor “sui géneris”, pero pacífico y conciliador, era Isidro Cedeño, caique vitalicio de los vecinos de Mochima…
            A esa Cumaná disímil en los perfiles físicos, pero uniformé en basamentos espirituales, pretendí reproducirla en “Mollejón”. Así intitulé un folletín que semanalmente aparecía en “Satiricón”, periódico que por su índole disfrutaba de pocas simpatías urbanas. Bajo alusiones y nombres convencionales describía en el relato novelado a la “Primogénita” tal cual yo la veía, la sentía y la intuía, todo con esa antidiplomática actitud juvenil que llama las cosas por su genuina denominación.  Las figuras se movían en ambiente legítimo, autónomamente propio, con sinceridad… La estructura anímica y física de ellos era exhibida con franqueza, pero sin mala intención. Los nombres bajo los cuales figuraban eran confeccionados a base del auténtico, de la actividad personal respectiva o de la representación social que los sellaba o que asumían. Todos estaban enterados en Cumaná de quienes eran “Pepe España”, el “Doctor Miércoli”, “Poncorbo”, “Marllado”, “Marco Polo”, “El Cónsul Alemán”, “Salomón Cordero”, y otros más. Mayor parrafada sería menester para explicar y poner en su sitio real el asunto y los actores.
            Lo único cierto es que, si bien el papel en sí no gozaba de cordial acogida, en cambio, por el travieso novelín, era diligentemente solicitado. Amigos cumaneses podrían facilitar noticias concretas al respeto. Pero todo abortó. Suspendí el semanario y por lo tanto quedó en suspenso el folletín. Lo escribía a medida que era publicado. Pensé concluirlo más adelante y editarlo en forma. Pasó el tiempo y ocurrieron en mi existencia cambios súbitos que malograron el proyecto. Más tarde lo abría llevado a término, pero la única colección del periódico que poseía la perdí debido a causas que jamás pude prever, por lo cual quedé sin los originales impresos.  “Marco Polo” puede relatar la especie. Humberto Guevara y José Antonio Cova estaban igualmente penetrados del asunto. La tesis que pretendía desarrollar era que la Parroquia desgastaba la voluntad de acción y detenía las aspiraciones de la juventud. De allí el título “El Mollejón” era el terruño natal. Yo estaba equivocado. El elemento desgastador era la general pobreza ambiente, igual en la Cumaná de entonces como en las otras ciudades interioranas de la Venezuela A. P.  Por lo demás, no creo que la bibliografía venezolana haya resultado perjudicada por una novela menos, que a lo mejor habría sido tan fatigante como la mayoría de las que archiva…
            En los aledaños gracitanos y en su zona charera abundaban, tanto como en la opuesta, genuinos apellidos procedentes del coloniaje: Manosalva, Castañeda, Fajardo, Golindano, Veitía, Avis, Galantón, Subero, Gómez, Serrano, García, Serpa, Fariñas, Seittiffe, Guerra, Molinet, Peinado, Godeliet, Castillo, Fuscó, Rausseo, Cabello, Núñez, Brito, Fuentes, Oyoque, Freytes, Salmerón, Ruiz, Chópite, Velásquez, Benítez, Millán, Salazar, Mago, Martínez, Coronado, Esparragoza, Cumana, Pérez, López, Brito, Mata, Rojas, Padilla, Navarro, Martín, Espinoza, Mejía, Ramírez, Márquez, Rondón…Formaban prolongadas dinastías de varones de ojo rápido y mano presta, brazo largo y ánimo siempre dispuesto, que no reconocían fronteras para el apóstrofe  ni guardaba reservas para la acometida. Todas esas respetables características, semejantes briosas condiciones, emanaban, por legítima línea recta de ascendencia, de los hombres que realizaron la fundación cumanesa, procedían de la Madre Patria, venían de orígenes españolísimos. Sobra comentar la gracia ingénita que derrochaban unos y otros representantes de ambas aceras humanas, hombres y mujeres, su charla cálida, su gesticulación expresiva, el aquilatado señorío que, sin proponérselo, porque era don íntimo, gastaban en sus maneras y en su trato.  Por esas virtudes varoniles, tal espíritu aventurero y vocación al hecho consumado, Cumaná dio tantos valores para la independencia como los produjo después para la Federación y cuantas contumelias armadas estallaron en la República.
            El oriental, sobre todo el cumanés y el margariteño, no place de las actitudes castrenses, porque su inquietud, su sicología autónoma, su carácter independiente, no encajan en la vida de cuartel. Pero es innatamente intrépido: lo atrae el campamento y disfruta en la pelea. No es disciplinado, pero es resuelto. Así, íntegramente española, imaginativa y católica, en su estructura moral, fue la Cumaná de los fundadores; tal la de los bisabuelos coloniales; idéntica la de los antepasados insurgentes y la de los padres republicanos. Esa misma Cumaná españolísima fue la nuestra. Y es que, en toda la extensión continental hispanoamericana, en la inmensa porción de tierra firme que se despliega, bañada por dos océanos, desde Méjico hasta Argentina, no olvidando la Cuba insular de José Martí, ni el pedazo hispano de la antigua “española”, cuanto hay en ella, cuanto vale por el espíritu, el intelecto o el esfuerzo, es única y exclusivamente español, viene de España. Lo demás, lo deformado, lo inconcluso, lo disperso y lo anónimo, fue aportado por otros.
            En dinámica y en devoción pobladora venezolana, Cumaná, como Barinas, fue una de las matrices más fecundas de la nacionalidad.  No parece, sino que en ese aspecto social Cumaná se impuso una misión expansiva y prolífica. Ella multiplica los Sucre, Centeno, Grau, Bermúdez, Otero, Alcalá, Vetancourt, Vigas, Rojas, Carranza, Rivero, Guerra, Espín, Ortiz, Salaverría, Llamozas, Level, Lairet, Mayz, Manterola, Bruzual, Isava, Urbaneja, Beuperthuy, Berrizbeitia, Himiob.  Primero, por facilidad de cercanía, en Barcelona, Carúpano, Rio Caribe, y Margarita; después, en Caracas, Ciudad Bolívar, Valencia, y Puerto Cabello; más tarde en Barquisimeto. En cumplimiento de esa generosa consigna fue la Cumaná que heredó de la España materna, junto con el sentido democrático, el sentido humano-equitativo de la vida: señorial pero igualitaria; jerárquica, pero indiscriminatoria; asentada en la tradición, pero conquistadora de horizontes nuevos. Como el español el igualitarismo criollo lo era de superación y ascenso. Llevó al de abajo a lo alto, abriendo caminos y ancho campo al esfuerzo varonil, a los valores éticos y al mérito intelectual. Por eso, ni envidioso ni resentido, no atrapó al de arriba para estrellarlo contra el suelo dándole la igualdad estéril de la impotencia y de la mengua.
`          La influencia que determinaron esas arraigadas tipicidades, tal sello individualista en los de arriba como en los del medio y los de abajo, dio a Cumaná fisonomía exclusiva y propia. Fue indeclinable título suyo en la Colonia, como en el alborear de la Patria, y luego consolidada la República. Tales peculiaridades engendraron un clima espiritual penetrante e intenso, ininterrumpidamente atractivo. Ya bastante crecido preguntaba a mi padre porque él, quien se educó y cursó estudios superiores en Bruselas, y despues, ya doctorado, viajó buen número de años por ciudades europeas gastándole largos dineros a mi abuelo, el viejo David León, fue a dar a Cumaná, donde se casó y residió algún tiempo. Tras referirme el motivo familiar que allá impensadamente lo condujo, comentó que “no habría cambiado la tertulia nocturna de la casa de Andrés Himiob por ninguno de los clubs que hubiese podido conocer en aquellos países.” Agregó: “No hay duda de que en Europa se pasa muy bien la vida, sobre todo disponiendo de dinero, pero en Cumaná se vivía deliciosamente.”  Mi padre el Dr. Oscar León, poseedor de sólida ilustración y extensos conocimientos en medicina y química, era un políglota: además del idioma nativo, disponía de otros cuatro que hablaba y escribía correctamente. Tenía amplia cultura clásica. Sin embargo, lo caló muy hondo Cumaná. Por similares apegos se quedó allá el industrial francés Carlos Boisselliere, quien acompañado de su esposa llegó en la última década del pasado siglo. Vivieron en tierra cumanesa cinco extensos lustros, y allí descansan. Por eso mismo el Dr. Antonio Minguet Letteron, carabobeño nativo de Valencia, descendiente de bretones por la línea materna y paterna, médico e ingeniero, agrónomo y elemento de nutrido arsenal científico, sabio cabal, hombre de enorme talento práctico, fue a dar a Cumaná, fundó familia, quedose por cincuenta años y en su suelo está enterrado. Igual influjo penetrante ejerció en Octavio Rafael Nery, zuliano, a quien vimos desembarcar libre y rebosante de juventud. Se fue quedando, levantó hogar y cuando a remoto tiempo se ausentó se llevaba, junto con hondas melancolías, una crecida prole.  Quizá también por todo eso Marco Aurelio Rodríguez Torrealba, otro de mis hermanos espirituales, llanero descendiente de rancias progenies calaboceñas, venezolano neto y contumaz viajero internacional, fluido escritor y periodista de temple, me ha declarado que nada le haría tan feliz como vivir en Cumaná, donde radicó tiempo atrás y le nacieron hijos.            
            La Cumaná que unos y otros conocieron y amaron fue moldeada espiritualmente por los Alcalá, Sucre, Capdeviela, Mayz, Vigas, Márquez, Pérez, Vallenilla, Guerra, Pesquera; la misma de los Isava, Ruiz, Peñalver, Moreno, Barceló, Serra, Marcano, Oleta, Benítez, Bermúdez; la que fue igualmente de los Carabaño, Rojas, Lara, y De la Cova; la de los Centeno, Rubio, Aristeguieta, Carrera, Montané, Coronado, Bocanegra, Avendaño, los Carranza, los Mora, y los Sánchez… En fin, la forjada por antiquísimos abolengos católicos españoles de magistrados y guerreros, de artistas, y escritores, de sacerdotes y profesionales, de navegantes y agricultores, de comerciantes y ganaderos, de artesanos y menestrales, de funcionarios y aventureros que ratificaron sus convicciones, íntimas cuando estalló el movimiento independentista. Unos se echaron del lado de la Patria naciente, enrolándose en las huestes republicanas; otros permanecieron en el campo del Rey y del absolutismo... Pero triunfante la República, libre ya Venezuela, logrado el deslinde político definitivo entre la Madre Patria y América    realistas vencidos y antibolivarianos ingratos se afiliaron al bando conservador, mientras los demás, republicanos fervientes y liberales por lógico enfrentamiento de aspiraciones y principios, constituyéronse en fila opuesta. Mas Todos, unos y otros, continuaron cada quien a su leal saber y entender, la misma ordenación integracionista y cohesionada, pero autónoma en su honda raíz municipal, tradición heredada de la España de las libertades civiles y de los fueros populares, de la España inmortal que plantó en América un semillero de naciones… 
            La decisiva influencia de esos diversos pero afirmativos componentes, trasmitida con rectilínea lealtad y convicción católica a sus sucesores, tuvo eficaces artífices en el dominio religioso. Si la Cumaná colonial engendró un Arcediano Alcalá, un Padre Botino, un cura Quintero; cuando la Patria dispuso de un Canónigo Centeno Mejía; avanzada la República dio un Padre Padilla, un padre Ramos Martínez, un cura Mendoza, un presbítero Martiarena y un padre Castillejos, el popular párroco de Altagracia. Había alcanzado a Coronel en las filas federales, y era primo hermano carnal del General Milá de La Roca. Repentinamente desapareció del escenario público en llena y abierta lucha federal y no se hubo ninguna noticia suya. A doce largos años de todo eso reapareció imprevistamente en Cumaná, avejentado y convertido en sacerdote. Llegaba de la antigua Angostura, en cuyo Seminario había recibido las sagradas órdenes. Se contaba que, vejado brutalmente por un superior, lo derribó de mortal balazo. Los fueros morales estaban de su parte, pero no los militares. Huyó del campamento, no se supo noticias de su paradero y fue a dar al refugio religioso. Era hombre de vertical dignidad, sereno y sencillo, de conversación amena, caritativo y modesto, muy independiente. En esas resaltantes condiciones se asentaba el inmenso prestigio parroquial y la fervorosa unánime popularidad de que gozaba en Cumaná. Se le reconoció siempre un valor personal a toda prueba. En cierta ocasión, cuando la revuelta intestina conocida con el nombre de “La Libertadora”, bastante anciano ya, inmediatamente despues de un prolongado tiroteo librado en la ciudad, echóse a la calle. Se requería de urgencia para suministrar los últimos auxilios rituales a varios heridos moribundos. ¡Llegando al sitio Astillejos cierto oficial gobiernista intentó machetear a uno de los prisioneros contrarios, que estaba desangrándose…”! ¡No sea cobarde!” le apostrofó el cura, manoteándole en la cara... 
            Existe una referencia histórica altamente valiosa para el conocimiento de la Cumaná de los últimos tiempos de la Colonia, ya en los días de la lucha emancipadora. Procede del capitán español Rafael Sevilla, oficial del Ejército comandando por el General Pablo Morillo. Dice así: “Cumana 11 de mayo (año 1818) desembarcamos sin novedad en la ciudad, atravesando alborozados el pintoresco arenal que hay entre la playa y la población. Me alojé en la casa de una familia del país, de apellido Otero. Esta ciudad es pequeña, pero hermosa y abundante de bastimentos. Sus calles rectas, situadas al pie del cerro en que está el Castillo, son anchas y espaciosas. Un cristalino río divide la población en dos partes, brindando a la mayoría de aquellos habitantes magníficos baños en los patios mismos de sus casas. Así que no hay familia que no se bañe tres veces al día. Magníficas huertas ofrecen su eterno verdor a las orillas del río, desde cuyo puente principal se abarca un paisaje alegre y pintoresco a la vez. El pescado, tanto el de mar como el de río, es allí sabroso y abundante.  La población se compone de blancos y de indios de por mitad, siendo pocos los individuos de color que allí viven. Las mujeres son numerosas, blancas como el alabastro, de pelo y ojos de ébano y agraciadísimas por demás. Con razón las llaman las andaluzas de América”.
            Una de ellas debió subyugar totalmente al entusiasta militar, tanto, que hasta dejó allá una hija, a la que despues reconoció, se llamó María Jesús Sevilla. Estuvo muy relacionada con distinguidas familias vecinas de Santa Inés.  
            El fragmento copiado aparece en el libro “Memorias de un Oficial Español”. Su autor es el mencionado Capitán. Fueron publicadas por primera vez en Puerto Rico, en 1877, donde aquel residía entonces, con un cargo militar. Muchos años luego la reeditó en 1916 la “Editorial América” en Madrid, con prólogo del ilustre escritor venezolano Don Rufino Blanco Fombona, quien para ese entonces dirigía las publicaciones de la “Bibliotecas Ayacucho”. La familia Otero aludida era la de Juan José Otero Guerra, casado con Estefanía Alcalá Márquez, padre de numerosa prole integrada por representantes de los dos sexos. Era hijo de don Juan de Otero, natural de Galicia arribado a Cumaná en 1790, donde luego contrajo matrimonio con Luisa Antonia Guerra. Fue el segundo de su apellido llegado a Cumaná y a Venezuela, y el solo que dejó descendencia. La casa en cuestión quedaba en la “Calle Larga”, ahora calle Sucre, en Santa Inés, barriada de Chiclana, frente a la “Plaza de Santo Domingo”, hoy Plaza Pichincha. Resultó muy maltrecha por el terremoto de 1853. Le cupo en herencia a Petronila Otero Alcalá de Madriz, de la que pasó a uno de sus hijos, Ramón Madriz Otero, quien la reconstruyó. Actualmente es de la propiedad de la sucesión de este. Sufrió algunos deterioros en el terremoto de 1929. Había sido edificada por el precitado Juan de Otero, y era vivienda solariega de la familia. Dicho inmueble representa uno de los recuerdos más vivos de todo el tiempo que me discurrió en la Primogénita de donde salí en 1922.  Los datos pertinentes al fundador de la interminable tribu Otero en Venezuela aparecen en el “Consectario de la ciudad de Cumaná” publicado por Don Pedro Elías Marcano, otro insigne cumanés cuya probidad ciudadana y reconocida hombría de bien acreditan honrosamente su memoria.  Su sola pasión eran los libros viejos y archivos parroquiales, la lectura y manoseo de los polvorientos infolios de las sacristías y los legajos del Registro Público.
            Cumaná se llevó gran parte de mi niñez y regular porción de mi juventud. Viví, trabajé, luché y prosperé en ella. Fui dueño de una imprenta y un órgano periodístico, tercero de los que allá intenté. Después me casé. Adquirí una chara, donde construí vivienda. Mi existencia discurría entre el recinto doméstico, el taller tipográfico y el predio rural, y en frecuentes ausencias al interior del Estado y a los tres vecinos: Monagas, Anzoátegui y Nueva Esparta. Todas esas excursiones las rendí a caballo; muchas veces, en prolongados trechos, a pie, repetidamente por sitios boscosos, por sabanas y serranías; algunas oportunidades pernoctando en parajes desiertos, otras ocasiones en poblados mínimos. Siempre llevaba de acompañantes a dos muchachos cumaneses muy adictos a mi persona, familiares de operarios que trabajaban en mi imprenta, En otras iguales urgencias las expediciones se efectuaban por la costa marítima en embarcaciones de remos, a la sirga o utilizando barcos de vela. En la mayoría de esas recorridas tuve por acompañante a los ingenieros Milá de la Roca, Urosa, Minguet Leteron, Rusián o al agrimensor Salaya. Realice en esa forma, personalmente, desde los límites maturineses a la costa pariana, frente a la extranjera isla de Trinidad, y desde la línea divisoria de las tierras barcelonesas hasta la enorme extensión donde se encuentra el intrincado laberinto fluvial de Los Caños, la geografía de esa maravillosa perspectiva oriental  de la que son milagros de la naturaleza la sierra de Turimiquire, los golfos de Santa Fe y de Cariaco, el de Paria, las Salinas de Araya,  las minas de asfalto de Guanoco, los azufrales de Carúpano, el selvático río San Juan…   
            En las insalubres y lodosas márgenes de este, Don León Santelli, esforzado hijo de Córcega y gran señor en todo, levantó un importante emporio cacahuero. Era hombre de recia voluntad creadora, y trabajando férreamente durante largos años hizo surgir una floreciente unidad económica en aquella desolada región desierta, azotada por la malaria y carente de cualquier humano recurso. Construyó viviendas, higiénicamente protegidas, para el numeroso personal; fabricó oficinas y enormes secaderos y depósitos, para la manipulación del fruto. Venció la tremenda naturaleza del medio y creó riqueza colectiva. Era un “pionero” heroico. Sus hijos lo secundaron en la admirable realización. Fui allí varias veces su huésped, al igual que los ingenieros ya nombrados. Otro varón de empeño fue Félix Senón León, de Margarita, quien se cambió de marino en agricultor, En “Parare”, en la misma zona cañera, plantó extensas fundaciones de cacao. También fui huésped suyo. Al hacer memoria de aquella época me es inmensamente grato traer a esta sus nombres junto con el fecundo ejemplo que proporcionaron y la recia obra que erigieron. D e ella no queda actualmente nada …
            Todos los centros poblados sucrenses los conocí en permanencia de días y semanas, y repetidamente. Pude admirar así los feraces suelos de Cariaco, el antiguo San Felipe de Austria de la Colonia, antes rico emporio algodonero, poblado de numerosos cocales, de predios cacahueros, de fundaciones de caña y de plantíos de bananos. Uno de los propietarios agrícolas más progresista cariaqueños era Félix Mata. Dos más, Carmelo Vásquez e Isidoro Rodríguez, con fundo en Casanay y Tierra Hueca…Acaso no haya en Venezuela terrenos más fecundamente aptos para la creación de grandes empresas pecuarias y agrícolas. Cariaco es opulento. Con igual interés y diligencia observadora recorrí leguas de sabana anzoatigueñas y monagueras, y visité los sedientos campos, tan dura y esforzadamente trabajados, y las zonas perlíferas de Margarita. De allí mi personal conocimiento de numerosas porciones territoriales de la República, del país de tierra adentro…
            He de agregarte que, en Maracaibo, donde residí un tiempo, bachilleré en el colegio “Venezuela” del honorable pedagogo zuliano Don Francisco Esparza. Por todo eso siento y comprendo íntimamente a Venezuela, la sicología criolla, las modalidades nacionales. La población venezolana es bastante laboriosa, pero los margariteños y los tachirenses son los más consagrados al trabajo. Como puedes ver, querido Don Mauro, desde muy joven llevé a efectividad el admirable proverbio árabe: “tener un hijo, escribir un libro y sembrar un árbol…” Tengo hijos, produje libros y he plantado árboles. Deseo fervorosamente que los primeros transiten siempre por caminos de rectitud; que los otros logren alojamiento en bibliotecas cordiales; y que los últimos ofrezcan sombra protectora a personas de mi cariño.
            La muerte de Mercedes Mendoza, mi mujer, en 1922, liquidó en mi hogar toda esa movida y variada existencia. Hube de salir de Cumaná y de la parte oriental de Venezuela para venirme a Caracas con mis hijos. De inmediato entré a formar en “El Universal” como jefe de redacción. Podría decir que fue la calificada universidad periodística donde me doctoré…              Ya en la provincia había cursado el correspondiente bachillerato práctico…Por todas esas circunstancias hube de desprenderme de cuanto con mi iniciativa, labor y esfuerzo había fundado en el terruño natal. He vuelto allá en contadas oportunidades: nuevas vinculaciones, frecuentes permanencias y viajes al exterior, visitas y estadas en Guayana y en los principales centros del país, algunas demoradas, propósitos y empeños me fijaron en la capital der la República, donde fundé un diario en 1927. Me deshice de éste en 1957: se llevó treinta años de mi vida, y ya, como lo dije hace tiempo, tiene hecha su biografía. 
            Tales han sido las complejas causas de estar ausente de Cumaná. Pero siempre he mantenido corazón y pensamiento puestos en ella. Es mía la letra del Himno del Estado Sucre. Quise expresar en esa ocasión todo mi vibrante y hondo fervor por el suelo en que nací… “El dorado esplendor de tus playas / es promesa de pan laborioso/ como lo es tu pasado glorioso/ de un futuro de pródigo bien/ La más bella porción del Oriente/ en fronteras cordiales encierras/ y es silvestre en tus próvidas tierras/ el prestigio marcial del laurel…” En un poema, “Loa a Cumaná”, comento: Tus arduas llanuras se extienden silentes en donde / de tu prole fecunda se ensanche el grávido hogar/ en ellas de un mañana pujante se esconde/ el campo vastísimo adonde los otros vendrán… Y en un artículo publicado en el primer aniversario de la catástrofe sísmica de 1929, ratifico: “…Como aquellos que habitan las convulsionadas regiones del Vesubio, a los cuales la calcinadora lava del volcán ha arrasado mil veces hogares y sementeras, otras mil veces levantados, sin logar destruir  en su corazón el profundo amor al solar nativo, así los cumaneses, por el imperecedero sentimiento filial que tienen para la ciudad donde nacieron, se arraigan con pasión inexorable al suelo natal resignados al histórico flagelo de sus terremotos, y vinculados hondamente al pasado erigen de nuevo sus muros descuajados, dejando su perseverancia como ejemplo a los cumaneses del mañana que igualmente los volverán a levantar… Los que conocen el fuerte individualismo cumanés, su imperturbable espíritu estoico, saben que esa resolución no es conformismo fatalista, ni tampoco, en pueblo de corazón tan bien templado, el rendimiento de la desesperación. Es, sí, la ratificación perenne que alienta en el alma cumanesa hacia el pasado; el lazo férreo de la tradición; el reverente culto a los antecesores hecho anhelo ferviente de no desmerecer de ellos ante el fallo severo de los cumaneses que vendrán…”
            Cumaná sigue siempre en mí. Ha continuado permanentemente en cada giro de mi cerebro, en cada latido9 de mi corazón. Pero, por acaeceres y andanzas, debido a encadenamientos de situaciones y trajines, he estado lejos de ella, mas sólo materialmente, de presencia, porque por la fidelidad del recuerdo y la constancia del sentimiento filial, afectivamente, Cumaná prosigue en mí tanto como yo en ella. Hay allá en el viejo cementerio de Santa Inés, dos tumbas en las cuales yacen enterrados inolvidables jalones de mi vida: una es la de Dolores Madriz Otero; la otra es la de Carolina Mendoza Fernández. ¿Qué subsiste de aquella Cumaná sencilla y generosa, gentil y abnegada, tradicionalista y señorial, que fue la nuestra? Continúan inmutable la perspectiva fulgurante del Golfo; la argentada visión del Manzanares; el esmeraldino paisaje de las charas; la ardiente extensión de las sabanas arenientas castigadas por el sol, ahora recortada por el avance urbanista. Pero, ¿Qué resta, ¿qué prosigue, ¿qué perdura, de la ciudad de antes?
            Para los cumaneses de entones, para ti y para mí, querido Don Mauro, esa Cumaná continúa intacta tan solo en el recuerdo. Abarcada por la mente, manifiesta en cada palpitación de la sangre, invariable en nuestro reino interior, oculta en los repliegues del alma, viva en el ritmo potente de la tradición. A esa Cumaná la reconstruye solamente tal cual era la fidelidad de nuestro pensamiento, la vibración de nuestro espíritu, las percepciones de nuestra añoranza… Desvanecida físicamente para siempre, desfigurada por las mutaciones ocurridas, las miradas la buscan sin poder encontrarla… Y es que, pese a la reciedumbre de nuestro amor por ella, hallamos que no sólo desapareció en el sugestivo aspecto antañón que físicamente la constituía y la encuadraba, sino que, al evocarla tal cual era y como fue en otros planos inmateriales, algo lacerantemente íntimo, preñado de nostalgias, sube a los ojos velándolos con la intensidad de una emoción que bien puede ser llanto.    
            Mi querido Don Mauro; te debo por tu sugerente artículo todo este disperso desgranamiento de recuerdos cumaneses que su lectura ha revivido en mí. Tu cariño generosamente, me atribuye dones de que carezco, y una hurañez que reconozco. No hago la rectificación por falsa modestia, ni confiesa la tara con arrepentimiento. Sabes de remota fecha que soy retraído, poco sociable, autónomo y crudo, a veces hasta arbitrario… De semejantes condiciones personales se origina que sea arisco. Nací introvertido. Hay que agregar a tal actitud anímica la preocupación que mantiene en mí este desorbitado presente venezolano cuya evidencia más dramática se advierte en Caracas. En tal declaración encontrarás por qué, desde muy joven, en vez de transitar de preferencia por la acera nuestra, tan egoísta y monótona, me aficioné a circular por la opuesta, siempre tan atractiva… Como ando próximo a doblar la esquina última no cabe tiempo para adoptar otros rumbos. Quizá a mi constitucional esquivez vaya mezclada ahora alguna dosis de misantropía, En trabajo que produje recientemente sobre Juan Bautista Della-Costa Soublette, el eximio prócer civil guayanés, comento que en sus postreros días a causa de la desolación espiritual que le proporcionaba el panorama político de entonces, “se había refugiado en el silencio y la soledad, esos anticipos gemelos de la tumba…”Acaso  sin proponérmelo, por motivos similares, traducía yo una perspectiva íntima que me pertenece…
            Paso la mayor parte del tiempo entregado a la lectura de algunos buenos libros, y a veces, a fin de no perder del todo la arraigada costumbre, acudo a la mecanografía para exponer en el papel impresiones y exteriorizar conceptos. Es un ejercicio de innegable higiene mental que hace olvidar, siquiera momentáneamente, el cuadro venezolano vigente. Para escribir con acierto y ventaja es imprescindible leer mucho, y, lo que es todavía más importante, hacerlo en obras de rendimiento.  Practico todo es también como gimnasia personal, porque, como ya se ha dicho de antiguo, “la función hace el órgano”, y así en todo el dominio físico; lo que puede sintetizarse en esta fórmula: potencia cerebral= potencia orgánica. Siempre me he sentido conquistado por la literatura biográfica: detesto el “yo”, execro hablar en primera persona. Y resulta que, en la presente ocasión, muy contra mi voluntad y norma, aparecen en esta inconmensurable epístola, y repetidamente, detalles y comentarios autobiográficos. Debido al tema, Don Mauro, porque se trata de Cumaná, de la vieja Cumaná, que fue nuestra, y porque median los firmes vínculos que nos atan, no he querido obviarlos. Por tales razones vas a excusarme. Te abrazo con el fraternal afecto de siempre, cumanesamente, y ratificando como testificación entrañable entre los dos el recuerdo de Emilio: hablar de Cumaná es traerlo a cita…
                                                                                                   Caracas mayo de 1966    

                              


            

No hay comentarios:

Publicar un comentario